RESEÑA, 1969
NUM. 28, pp. 189 - 191 |
LAS CRIADAS
JEAN GENET
En 1969 Nuria Espert y Armando Moreno,
su marido, llamaban al director argentino Víctor
García – radicado en París – para que
montase una versión de Las Criadas.
Marcó época. No eran años fáciles con respecto a la censura y sólo pudo
exhibirse en Barcelona y en Madrid. Años después, con motivo de la
muerte de Víctor García, Nuria Espert, que había sido ayudante de dirección de Víctor en aquel sonado montaje, volvió
a recuperarlo y también con Julieta
Serrano. En aquella ocasión, Julieta
alababa la capacidad de memoria de Nuria,
que volvió a reconstruir el mítico montaje. Como intérpretes seguían Nuria y Julieta, y el papel de la señora lo interpretó Marisa Paredes.
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JULIETA SERRANO
NURIA ESPERT
FOTO: MONTSE FAIXAT |
Título: Las criadas
Autor: Jean Genet
Escenografía: Víctor García
Compañía: Nuria Espert y Armando Moreno
Ayudante de dirección: Nuria Espert
Director: Víctor García
Intérpretes: Nuria Espert, Julieta Serrano, Mayrata O’Wisiedo
Estreno en Barcelona:
Estreno
en Madrid:
Teatro Fígaro
Estremecedor
espectáculo éste, ceremonia irritante y provocadora, oficiada por tres mujeres
que personalizan la malevolencia y la frustración. Son sesenta minutos de
intensidad dramática, mantenida
sin interrupción (no hay entreactos) por
dos criadas, parodiando a su señora cuando está
ausente, o adulándola del modo más servil cuando
vuelve a casa.
Aunque
el espectáculo produce en muchos espectadores un evidente malestar, no puede contentarse
el crítico con levantar acta de estas molestias y reacciones, ni siquiera con hacer de su posible
revulsión personal la sustancia y el
argumento de su crítica. Hay que intentar tomar el toro por los cuernos y
enfrentarse con esa bestia negra que es el teatro metafísico de la perversión,
tal como lo cultiva Jean Genet,
dentro de la familia de dramaturgos «malditos», que incluye a Strindberg (Sonata de espectros), Sartre (A puerta cerrada), Camus (El malentendido), Ionesco (Asesino sin gajes), etc.
Jean Genet no es un
autor célebre ni mucho menos glorioso. En su vida hay rasgos muy sombríos
(expósito, delincuente, presidiario). Su actitud vital es la del que vive al
margen de la ley y de la sociedad; su filosofía es el nihilismo. Estos rasgos
no serían interesantes a nivel universal si no constituyeran la poderosa
personalidad de un escritor de los más verídicos y agresivos de nuestro tiempo.
Para Genet, el teatro es una gran
metáfora contundente por la que el autor evoca en el espectador las vivencias
más radicales del hombre. Es el suyo un teatro intelectual, simbólico, austero
y cruel, en donde no rige ni el realismo, ni lo sicológico, ni las estéticas
complacientes.
Por
ello nos parece tan meritoria la labor llevada a cabo la pasada primavera en
Barcelona por la compañía que encabeza Nuria Espert y que dirige Armando
Moreno, y esperamos se cumpla su propósito de llevar el espectáculo a
Madrid en el otoño. Es interesante conocer a Genet en directo y participar en alguna de sus «ceremonias».
También es digna de aplauso la dirección escénica y el montaje de Las criadas (a cargo de Víctor
García), por lo original y por lo bien adaptado al «ambiente espiritual» de
la obra: monumentalidad fúnebre, hermetismo carcelario, convencionalismo simbólicos,
etc. Y mayor alabanza todavía merecen esas dos consumadas actrices que son Nuria Espert y Julieta Serrano, en su papel de criadas, por el enorme esfuerzo y
la total entrega a su juego dramático.
La
obra es una representación dentro de la representación, por una acertada
combinación de mutaciones y de recursos ficticios y concretos; pero tiene
también algo de ceremonia macabra y de pugilato deportivo. Las dos criadas expresan
su odio a la señora y su odio mutuo con toda la intensidad de su mutuo
amor frustrado. En la acción hay gritos, golpes, carreras, revolcones; unas
veces las sirvientas se arrastran por el suelo y otras pasean sobre
señoriales coturnos; a veces se muestran medio vestidas y otras
cubiertas con mantos fastuosos.
NURIA ESPERT
JULIETA
SERRANO
FOTO:
MONTSE FAIXAT |
El continuo movimiento
expresionista, turbio y aberrante, se convierte así en un teatro de sombras, en
una danza de espectros, o en una especie de rito religioso invertido con
reminiscencias órficas. Es un ejercicio de hislerismo voluntario, un desahogo
del mal que esas mujeres sienten dentro y que exteriorizan en actos de fingida
emulación demoníaca. Cuando la señora de la casa está ausente, una de
las criadas se pone
sus
vestidos e imita sus gestos de autoridad y dominio sobre la otra sirvienta,
que unas veces la adula y otras la escarnece hasta quererla matar. La continua
y recíproca mutación de papeles
aumenta el formalismo alegórico de
la obra y, en
consecuencia, crece también en el espectador la
impresión de que este juego ritual, desenfadado y masoquista, está
desprovisto de realidad. Estas presencias, con sus voces y gestos, son más
bien signos que establecen una discusión mental. Porque la vida del hombre,
según Genet, fuera de estos gritos
desesperados y provocativos, está vaciada de todo contenido. La visión no puede
ser más nihilista.
Dos
son los temas principales que esta alegoría propone, que podrían resumirse así:
la alteridad humana es imposible y nociva; la identidad personal es imposible
también.
La
relación señor-siervo ejemplifica en esta obra todas las relaciones
humanas. Hay seres que son o se creen superiores y satisfechos; entonces
para ellos el prójimo no es más que un objeto que ellos manipulan a su gusto.
La señora dice a las criadas que son obra suya, que no existen más que
porque ella quiere: “me resultaría tan fácil haceros desaparecer...“ Pero la señora necesita de sus criadas
para seguir siendo señora: son los ojos de ellas los que la reflejan
bella, noble, amante en tribulación, etc.
Por
otra parte, las criadas, si reconocen servilmente que son objetos insignificantes
(“Todo para
usted, señora”) y recitan las bondades de su ama, también se
dan cuenta del envilecimiento que comporta esta dependencia total. Por esto
desearían destruir a la señora. Pero resulta que tampoco pueden prescindir
de ella: necesitan de algo bello y noble, de algo elevado que las saque de su
vulgaridad.
A
esta recíproca relación de dependencia se suman ciertas implicaciones sexuales,
no precisamente confesadas o consentidas, pues se trata más bien de la libido
como fuerza elemental de atracción o de repulsión. Pero al ser imposible toda
verdadera comunicación, la libido se frustra siempre y las relaciones humanas
se pervierten todavía más. El amor frustrado se convierte en odio y la vida en
un formidable juego de sombras, unidas sólo por el miedo y por gestos de
destrucción. No sólo las criadas con la señora, también ellas entre sí
se enredan en el laberinto de imposibles apetitos y de constantes revulsiones.
Cada criada en su vileza es el espejo de la otra: “Me enferma ver mi imagen devuelta por tu
espejo como un mal olor. Tú eres mi mal olor”. Ni siquiera pueden
amarse porque se dan repugnancia mutuamente: “Amarse en la servidumbre no es amarse.”
Junto
a esa perversión de las relaciones de alteridad, el ser humano experimenta - según
Genet - una total frustración en
sí mismo. Sin comunicación posible, vive atrapado en un laberinto de
espejos turbios, movedizos y fríos, que le impiden reconocerse y realizarse.
(Gran acierto ese escenario metálico, movedizo y asfixiante al mismo tiempo,
que ha montado Víctor García para
esta representación.) No sólo las personas, sino los objetos actúan en el
individuo acusándolo y acorralándolo. La casa es como una gran trampa para sus
domésticos. El ser humano quisiera escapar de ella, pero no puede. Y entonces
cada individuo se martiriza a sí mismo. (Una de las criadas se flagela en
escena y luego desea destruirse y se envenena.) y es que ni siquiera el conjuro
de las fuerzas del mal ofrece consistencia alguna al individuo. El odio y la
revolución que las criadas quieren poner por obra no son más que ficción, como
lo es también todo deseo amoroso. Las dos sirvientas se deshacen en insultos;
pero inútilmente, como si nadie las oyera. Y al fin se sienten vacías, abandonadas
aun del mismo odio, que era la última fuerza que les quedaba. “Se me han acabado
los insultos... “) La vida humana aparece entonces como una siniestra
sombra gesticulante, desprovista de realidad.
Como
se ve, el nihilismo de Las criadas es
radical y está expresado sin paliativos. Es la denuncia más desaforada que
hemos oído a la existencia humana, hecha no sólo por un pobre desafortunado,
sino por alguien que se siente rechazado por la misma vida, por un
fuera-de-la-ley, un amante frustrado en todos sus deseos, un delincuente
destruido por sus propios impulsos de destrucción. Escuchar este alarido de
protesta y de odio es algo estremecedor y que puede
aleccionamos. No basta decir que nos molestan esas estridencias y que no es
decente oídas ni vedas. Pensamos, por el contrario, que necesitamos auscultar
de vez en cuando las voces del abismo, hacer el viaje a los infiernos llevados
por los recursos del arte y constatar
que este abismo de tribulación y de odio
está poblado por hermanos nuestros. El odio y la
voluntad destrucción que experimentan muchos hombres contemporáneos nuestros,
¿no estará provocado muchas veces por nuestra inconsideración, por la,
injusticia consentida, por nuestra falta de amor y de entrega a los más desamparados?
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