RESEÑA,
1995
NUM. 267,
pp. 3-4 |
MARTES DE
CARNAVAL
Mucho
Valle
En el Centro Dramático Nacional se montó
la Trilogía
de Valle bajo el título Martes de
Carnaval emulando el volumen en que se publicaron: Las galas del difunto, Los cuernos de don Friolera,
¿Para cuándo son las relaciones diplomáticas? y La hija del capitán.
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Título:
Martes de carnaval (Las galas del difunto, Los cuernos de don Friolera,
¿Para cuándo son las relaciones diplomáticas? y La hija del capitán)
Autor: Ramón María del Valle-Inclán
Escenografía: Alfonso Flores
Vestuario: María Araujo
Producción:
Centro
Dramático Nacional
Principales
intérpretes: Juan
José Otegui, Walter Vidarte, Gloria Muíioz, Vicente Díez, Pilar Bardemn, Manuel
Carlos Lillo, José María Escuer, Miguel Palenzuela, Dora Santacreu, Ricardo
Moya, Mercé Pons, Adolfo Fernández, Pep Sais, Pepón Nieto, Vicenta Ndongo,
Vicente Gisbert, Alfonso del Real y María Pujalte
Dirección: Mario Gas
Estreno
en Madrid:
Teatro María Guerrero,
10
– X
– 95 |
FOTO: ROS RIBAS |
No ha sido afortunada la idea de
representar los esperpentos que integran Martes de carnaval en una sola
sesión. Para Mario Gas era un reto
que debía y podía asumir un teatro público. Nadie se lo exigía. Que aparecieran
reunidos en un sólo volumen cuando ya habían visto la luz por separado o que
se sepa, aunque la información sobre el acontecimiento sea escasa, que en septiembre del 36
la Compañía de Gálmez y Sola los escenificó en Santander, tampoco justifica
el proyecto. Tal vez haya influido en el director el precedente de Las comedias
bárbaras, que vimos hace pocos años en este mismo escenario. Pero el
caso es bien distinto. Si en éstas había una única historia, las que aquí se
cuentan no tienen más vínculos que su pertenencia -cuestión discutible - a una
misma estética y la condición militar de sus protagonistas. Y si se apura, este
denominador común se rompe con la incorporación a la trilogía de un
pequeño y poco conocido esperpento- ¿Para cuándo las relaciones
diplomáticas?-, publicado en 1922 en la revista “España”, en el que
el tema de la milicia está ausente.
Otra cuestión. Con Valle, en especial el del esperpento, no es fácil dar el salto del
texto a su representación. Mientras ensayistas y críticos literarios definen y
explican sin mayores dificultades lo que el propio escritor empezó llamando
género estrafalario, los directores de escena, incluso los que como Mario Gas tienen acreditada de sobra
su valía, siguen buscando con escaso éxito la fórmula magistral que permita
reproducir esa estética en el escenario. En esta ocasión, tres meses de ensayo
tampoco han bastado para resolver el problema de la puesta en escena de los
esperpentos. Para algunos, no se trata de una cuestión de tiempo, sino de una
tarea imposible. En tal caso, el consuelo que queda es recrearse en la grandeza
de la palabra de Valle y desentenderse
del resto. Sin embargo, Mario Gas ha
hecho una aportación interesante que puede contribuir a despejar el camino.
Para él, cada esperpento exige un tratamiento específico y no hay, por tanto,
una fórmula magistral única, sino varias. Entiende, y así lo ha manifestado,
que Las galas del difunto tiene algo de melodrama neogótico y macabro que le
acerca al Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte; que La hija del capitán
es un panfleto cuyos personajes de trazo grueso recuerdan los que dibujaba Gross, y su desarrollo al de los “thriller”;
y que Los cuernos de don Friolera es un guiñol trágico o
tragedia guiñolesca, una visión deformada del Otelo de Shakespeare. En cuanto al diálogo
añadido, ¿Para cuándo son las relaciones diplomáticas?, lo sitúa
en la misma órbita que La hija del capitán. El montaje responde a esta
visión y, en consecuencia, el resultado no podía ser otro que un espectáculo
estéticamente heterogéneo. Sorprende que, sabiéndolo, Mario Gas se haya mantenido firme en la idea de ofrecer las cuatro
piezas juntas. ¿Por qué no haber hecho dos espectáculos distintos?
El proyecto, tal como se planteó,
resultaba excesivamente ambicioso y complejo. Han debido ser necesarios muchos
esfuerzos para sacarlo adelante. Ahí quedan, para demostrarlo, ciertas
deficiencias en la interpretación - no habituales en los trabajos de Mario Gas, que suele ser riguroso en la
dirección de actores - y en el ritmo vacilante de alguna escena.
FOTO: ROS RIBAS |
Abre
la sesión Las galas del difunto. El protagonista, Juanito Ventolera, ocupa el último peldaño del escalafón
militar. En un sorche repatriado de Cuba, el vivo retrato de los parias que
pagaron los platos rotos del desastroso final del Imperio, y un Tenorio de pacotilla. Adolfo Fernández interpreta al
personaje, el más humano, con el de
la Daifa, de
cuantos pululan por este drama truculento. Lo hace bien - como Mercé Pons el papel de manceba
pelinegra y Pilar Bardem el de
boticaria viuda - hasta que llega, en la escena final, a la lectura de la
carta. Uno lo comparó, con poca consideración, con un locutor desgañitado. |
Los cuernos de don Friolera es la mejor representada de las tres piezas.
Brillan en el prólogo (el memorable diálogo entre don Manolito y don
Estrafalario en que Valle
sienta las bases del esperpento) José
María Escuer y Manuel Carlos Lillo.
Y ya, en el curso de la tragedia de fantoches, Juan José Otegui alcanza una de sus cimas de actor en un conmovedor
don Friolera, al que, cuando
no ejerce de teniente de carabineros, se le cae la careta y muestra al pobre
hombre que es. Gloria Muñoz y
Vicente Díez son doña Loreta y Pachequín, la esposa casquivana
y el barbero marchoso. Se parecen bastante a como los dibujó el autor. Pasea él
con ostentación su cojera por el escenario y hasta es posible que ponga los
ojos en blanco cuando canta. Y ella, al reírse, hace las escalas buchonas que
señalan las acotaciones del texto y, cuando la acción lo reclama,
desgarra el gesto. Un pero al montaje: muchas vueltas da, aprovechando que el
escenario es giratorio, la casa de Friolera, como mucho corre por el Campo
Santo la tumba de don Sócrates,
el boticario de Las galas del difunto. Siendo buena la idea, no hubiera
venido mal menos movimiento, en aras de un mejor seguimiento del texto.
Pasa
sin pena ni gloria la escenificación del diálogo ¿Para cuándo son las relaciones diplomáticas?, con el que se
inicia la segunda parte. Una escena breve en la que el director de un periódico
- Miguel Palenzuela - ordena a un
redactor lameculos - Alfonso del Real
- la redacción de un artículo en el que se destaque
elogiosamente cómo los asesinos del político alemán Walter Rathenau se inspiraron, tal es su opinión, en la actuación
de los responsables de la muerte de Dato.
ALFONSO XIII y el
DIRECTORIO
MILITAR, que critica VALLE en la
LA HIJA DEL CAPITÁN |
Cierra el espectáculo La
hija del capitán. Sale a escena, sin que se le nombre, aunque se le
reconoce, Primo de Rivera. El
agresivo opúsculo da cuenta de las peripecias del general castizo y borrachín, desde sus
rifirrafes con la prensa, a cuenta del escándalo provocado por un crimen que
salpica y pone en evidencia
a las fuerzas vivas del país, hasta el pronunciamiento militar con que los
zanja, esgrimiendo, como coartada, un patriotismo de pandereta. Walter Vidarte es el generalote glorioso,
más
gesticulante y chillón de como uno se lo
imagina. Mario Gas ha logrado dar a esta pieza un cierto
aire cinematográfico, como pretendía. Entre otros recursos, ha recurrido a los
rótulos habituales en la época del cine mudo y, en la escena del mirador en el
Círculo de Bellas Artes, ha sacado
buen provecho - aquí, sí - del escenario giratorio. El elogio no alcanza, sin
embargo, al desenlace. Está pobremente resuelta y con precipitación la escena de
la estación de ferrocarril, como si hubiera surgido una prisa repentina por
llegar pronto al final.
Bienvenido, una
vez más, Valle, aunque siga siendo
una asignatura pendiente.
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