RESEÑA,
1967
NUM. 19,
pp. 291 - 293 |
los cuernos de don friolera
valle-inclán
Valle
Inclán en
los años sesenta era un cierto enigma. Censura por todos lados: teatro
irrepresentable y molestia para lo establecido oficialmente. Gogo, teatro Independiente se atrevió a montarlo con
motivo del centenario de Valle. Coincidían los centenarios
de Arniches y Benavente y de ellos sí se ocupó el
teatro comercial.
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Título: Los cuernos de Don Friolera
Autor: Ramón María del Valle –
Inclán.
Compañía:
Gogo,
Teatro Independiente
Intérpretes: Emma Bertrán (Doña
Loreta), Carlos Velat (don Friolera), Carlos Canut, Valentín Gómez, Ovidio Monllor…
Dirección: Gustavo A. Hernández
Estreno
en Barcelona: Septiembre
(¿?) 1967 |
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La
presencia en un escenario español de una obra de Valle-Inclán es hoy, ya por sí, hecho notable. Tal gloria le cupo a
Gogo, Teatro Independiente que nos
dio seis representaciones del esperpento por excelencia Los cuernos de don Friolera. Resulta curioso, y significativo, que
en este centenario del nacimiento de Arniches,
Benavente y Valle-Inclán, mientras los dos primeros se han repuesto,
comercialmente, en nuestros escenarios, con cierta magnanimidad, el tercero
prácticamente no ha subido (1). Ha tenido que ser un grupo independiente el que
levante, a costa de muchas cosas, una gran obra valleinclanesca. Esta ausencia
responde, en verdad, a nuestra realidad teatral de hoy. De ahí que considere
gracioso -y triste - el ver cómo se polemiza rabiosamente acerca de si el teatro
de Valle-Inclán está o no está muerto.
He leído ataques concretos y graves, y recuerdo, ahora, como Ramón Sender en su Valle-Inclán y la
dificultad de la tragedia suscribe la teoría de que sus obras no son teatrales.
Decididamente no estoy de acuerdo. Lo poco de su teatro que se nos da hoy,
escupe a la cara teatralidad auténtica. Que existan unas evidentes dificultades
en cuanto al tratamiento y puesta en escena de sus textos, sí, pero de ahí a
negar una evidencia - es el mismo público el que atestigua - va un abismo.
Ramón María del
Valle-Inclán
fue un incomprendido en su época. Esto es algo que flota en el ambiente.
Asistimos - con carácter, claro, minoritario - al descubrimiento de la figura
literaria de Valle - Inclán, a un
acto de justicia intelectual, que tiende a colocar su obra dramática en lugar
de honor del teatro español de este siglo. Sus textos son sugerentes,
ricos y críticos, dolorosamente críticos. Teatralmente, su gran faceta es el
esperpento, sobre el que se ha teorizado por doquier. El esperpento - fuerza
arrolladora - se sitúa entre los años 20 y 30, y llega por destrucción
de otras andaduras, que a Valle le
parecen poco convincentes y menos suficientes. Valle-Inclán entierra el modernismo de sus propias Sonatas, - Luces de Bohemia: escena del cementerio en la que están presentes Rubén Darío y Max Estrella -. Su camino estético es, pues, largo y honrado. Sobre
el esperpento - expresión máxima del hondo teatro valleinclanesco - se ha teorizado,
repito, por doquier. La deformación expresa de la realidad la utiliza don Ramón para hacemos ver esa misma
realidad. Pero oigamos cómo el propio autor nos explica lo que para él, su
creador, es el esperpento, en dos casi consecutivos diálogos de Luces de bohemia, a cargo de Max
Estrella y don Latino de Hispalis:
Max: ¡Don Latino de Hispalis, grotesco personaje, te inmortalizaré en una novela!
Don Latino:
Una tragedia, Max.
Max: La
tragedia nuestra no es tragedia.
Don Latino:
¡Pues algo será!
Max: El
Esperpento.
Y
casi a continuación:
Max: (…) El
esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.
Don Latino:
¡Estás completamente curda!
Max: Los
héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida
española sólo puede darse en una
estética sistemáticamente deformada.
Don
Latino: ¡Miau! ¡Te estás contagiando!
Max:
España es una deformación grotesca de la civilización europea.
Don Latino:
Pudiera. Yo me inhibo.
Max: Las
imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.
Don Latino:
Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos
de la calle del Gato.
Max: Y a mí.
La deformación deja de serio cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas
clásicas.
Don Latino:
¿Y dónde está el espejo?
Max: En el fondo del vaso.
Don Latino:
¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!
Max: Latino, deformemos la expresión
en el mismo espejo que nos deforma las
caras y toda la vida miserable de España. |
Los cuernos de don
Friolera
es, dentro del esperpento, su mejor expresión. Comulgo con Ricardo Domenech en que el
descoyuntamiento de la realidad utilizado por Valle - Inclán guarda un cierto y no menos curioso paralelismo con
el famoso distanciamiento brechtiano. La obra que comento nos lo revela
abiertamente. Las figuras de don Manolito y de don
Estrafalario - éste encarna al propio Valle - Inclán - centran la obra: ambos intelectuales recorren
las tierras de España. Topan con las ferias de un pueblecito y en ellas
con la presencia del clásico “bululú”; ante este teatro don Estrafalario lanza
una de sus famosas teorías: que la necesaria regeneración del teatro
español debe partir de esta forma teatral, al tiempo que increpa al
teatro español del siglo XVII, del que dice tener la crueldad de la “bárbara liturgia de los autos de fe”.
Finalmente, postula que todo principio estético se funda al final, en “una superación del dolor y de la risa”.
Sobre este denso telón de fondo - raíz auténtica del autor- sitúa Valle - Inclán los personajes del
esperpento, tendientes todos a ilustrar cuanto Valle dice por boca de don
Estrafalario. Los tres personajes centrales de la obra - Doña
Loreta, Pachequín y el Teniente Friolera - se lanzan a un
consumo a granel de sal gruesa, tremendismos y palabrotas simplistas. Dudan
desde que la acción ocurre y sus dudas respectivas distintas desde el primer momento dan un aire
original al esperpento que no farsa - un
fuerte populismo castizo, que deja en sonrisas, y a veces en risa, lo que en el
fondo es triste y auténtico. La deformación de la realidad alcanza aquí
caracteres cómicos, aunque es la burla, despiadada en ocasiones, la que preside
la escena (don Friolera quiere limpiar su honor no por marido burlado sino
por teniente
de Carabineros), Valle - Inclán
alude constantemente a hechos concretos de aquella España, así como a
otros intocables hasta entonces. Los espejos cóncavos de su teatro juegan sin
cesar, deforman, y nos dan unas alusiones tan concretas como reales.
Convengamos,
finalmente, en que Ramón María del
Valle-Inclán nos muestra aquí su tan decidida tendencia antiheroica,
escarnecedora y humorística de nuestro siglo. Es evidente, pues, que Valle - Inclán se burla de sus
personajes - Don Friolera más bien resulta una especie de borrego, al que
el autor ridiculiza dejándole que, llevado por los prejuicios de un caduco
código del honor, mate a su propia hija - aunque esta burla esté basada, o
iniciada, en la visión y recreación - contemplación, mejor, crítica de todo aquello que pulula a su
alrededor. ¿No es cosa normal que la mayoría de las veces esa
contemplación crítica nos lleve a la risa?
La
representación de Gogo, Teatro Independiente
no estuvo, ni mucho menos, conseguida. No ya por una falta de medios - y aún
de escenario - que era cosa lógica y presumible sino porque Gustavo A. Hernández, que firmaba
la Dirección, no
logró crear el clima preciso, y la obra, en muchos momentos, tendió más a la
farsa que al esperpento. En cuanto a la interpretación, el mayor y más evidente
fallo estuvo en Emma Bertrán, que
equivocó por completo su personaje, equivocación achacable sin duda al
Director - Doña Loreta, jamona repollada y gachona, con mucho
bulle-bulle en las faldas, toda meneas, quedó reducida en Emma Bertrán al simple grito gutural, falta de matiz cursi que la
puso el autor y estuvieron eficaces Carlos
Velat en el papel de don Friolera, y Carlos Canut, Valentín Gómez
y Ovidio Monllor, que encarnaron la
terna de los Tenientes en los que Valle
- Inclán descargó su habitual sarcasmo. Pese a estos defectos el contexto
llegó bien al público, que lo celebró abiertamente, dándose cuenta de que allí
estaba una rotura decidida respecto a unas maneras de hacer y pensar en el
teatro que, por aquellas fechas, aún existía en nuestro mundo escénico.
(1) Águila de Blasón.
Teatro Español de Madrid. Dir. Adolfo Marsillac.
La rosa de papel. Teatro
Nacional María Guerrero. Dir. José Luis Alonso. |