RESEÑA, NOVIEMBRE 1995
NUM. 266, pp.23 |
VINAGRE DE JEREZ
ANDALUCÍA PROFUNDA
Vinagre de Jerez, del grupo La Zaranda, volvió de
nuevo,
esta vez al Teatro de la Abadía. Habían pasado ya tres
años.
Reseña volvió a revisionarla y publicar la críticai. |
Título: Vinagre de Jerez,
Autor: Creación colectiva,
Dramaturgia: Juan Macandé.
Escenografía: Paco de la Belén,
Luminotecnia y sonido: Eusebio Calange,
Actores: Paco Sánchez, Gaspar Campuzano y Enrique
Bustos.
Dirección: Juan Sánchez
Producción: La Zaranda,
Estreno en Madrid: Teatro de la Abadía, 27-IX-95.
Tres
años después de su fugaz paso por la Sala Olimpia, regresa a
Madrid este espectáculo de La Zaranda, compañía que entonces se
autocalificaba, dudando tal vez de su futuro, como teatro
inestable de Andalucía la Baja. Dos montajes posteriores -
Perdonen la tristeza, Premio de la Crítica de Madrid en el 94 y
Obra póstuma, recién estrenada- han confirmado el prestigio que
la compañía se ganó merecidamente con aquel trabajo. No era, sin
embargo, el primero. Le precedieron otros que despertaron el
interés por el grupo, La crítica anotó entonces influencias que
iban de Valle a Kantor y de Gaya a Solana. Si existen, son
remotas y, si se me apura, casuales. Creo que La Zaranda posee
una escritura propia. Si con algo tiene que ver, yo diría que es
con el inolvidable Teatro Lebrijano de Juan Bernabé o con los
primeros espectáculos de La Cuadra de Salvador Távora, no tanto
en lo estético como en la visión amarga de la Andalucía
profunda.
Una taberna cubierta de polvo, convertida en almacén de sillas
rotas y mesas desvencijadas, de garrafones y barriles vacíos, de
puntales recios y de todo cuanto en su día sirvió para hacer y
guardar vino, es el refugio de un patético trío: cantaor,
guitarrista y bailaor. Envueltos por el penetrante olor del vino
corrompido, en el límite último de la vida, quién sabe si ya
rebasado aunque ellos no lo sepan, desgranan recuerdos
inventados. Por eso repiten machaconamente su discurso, para
acabar de creerse sus mentiras y sus sueños. Y aún son capaces
de proyectar un futuro que, en realidad, ya ha pasado sin que
ellos, entregados a su eterna cháchara, se hayan enterado. No
hay comunicación real entre estos personajes. Cada uno larga su
rollo personal, aunque a veces se entrecrucen y parezca que
dialogan. El verdadero diálogo lo entablan con los inútiles
objetos, escenografía de una Andalucía arruinada. Reinventan sus
funciones - el tornillo del lagar es cruz que uno lleva a
cuestas - y acaban sirviéndose de ellos para organizar el
carnaval de la muerte con el que concluye la representación.
Los actores necesitan poco maquillaje para convertirse en los
personajes de la obra. Son gentes con muchos años de teatro a
las espaldas – conocen bien su oficio y lo dominan-, pero, al
tiempo, son parte de ese pueblo que habla desde el escenario. Su
lenguaje no es literario, ni artificial. Es el que cualesquiera
puede oír en las tabernas andaluzas. Habrá quien diga que la
interpretación bordea el esperpento, incluso que se mete de
lleno en él, pero aquí solo cabe hablar de realismo. Un realismo
casi siempre duro, porque duro es lo que se retrata, como lo es,
también el humor negro que se mete de rondón y de cuya
existencia nadie parece ser responsable.
Las gentes de La Zaranda, al referirse a su trabajo, hablan de
ceremonia en vez de espectáculo. Rechazan la idea de fabricar
teatro - teatro de la costumbre y de la alienación - y hablan de
extraer de las raíces de su Andalucía - y de las otras
andalucías que en el mundo hay, pues en Obra póstuma son los
balseros cubanos los protagonistas - la fuerza primitiva y
perturbadora necesaria para elaborar sus propuestas. A eso se
aplican. Y lo hacen bien.
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