RESEÑA, MAYO 1993
NUM. 239, pp. 36 |
PERDONEN LA TRISTEZA
Entre Beckett y Calderón |
Título: Perdonen la tristeza.
Dramaturgia: Manuel Romero.
Producción: La Zaranda.
Escenografía: Paco de la Belén.
Intérpretes: Paco Sánchez, Gaspar Campuzano, Enrique
Bustos.
Dirección: Paco de la Zaranda.
Estreno en Madrid: Sala Olimpia, 17-III -93.
Una
buena parte de la vanguardia escénica española sigue apegada al
fascinante mundo beckettiano y continúa ofreciendo variantes más
o menos afortunadas del universo cerrado y agónico que presenta
su obra. El trabajo de la Zaranda ha tomado de Beckett su
lenguaje terminal, traducido a una excesivamente castiza versión
andaluza; el ambiente asfixiante que le es característico y los
rasgos que configuran a dos de los personajes, empleados de un
ruinoso teatro, que recogen y ordenan sus últimos restos antes
de proceder a su cierre definitivo.
Pero, junto al clima inequívocamente beckettiano, son
perceptibles también otras huellas. La Zaranda ha tomado otra de
las constantes estéticas de los últimos años: el acentuado
culturalismo que propicia el uso continuo de citas y referencias
a modelos célebres, por ejemplo Hamlet, a cuyos sepultureros
deben también no pocos rasgos los dos empleados teatrales,
Calderón de la Barca, el Quijote, el Tenorio, el teatro de
comienzos de siglo, etc. Incluso algunos momentos y situaciones
de la pieza recuerdan a la más reciente ópera sorda que Martín
Elizonto presentó en la Sala Galileo.
A través de todo ello se expresa la vieja metáfora del mundo
como teatro. Un actor llega a un coliseo con el deseo de
representar el papel de su vida y se encuentra con un teatro
vacío y en trance de liquidación, cubierto de un persistente
polvo que no puede eliminarse por mucho que se limpie y de
recuerdos que testimonian que todo aquello no es sino pasado
irrecuperable.
Pero, si en la alegoría calderoniana la representación dejaba
paso a una sólida realidad trascendente, en el mundo de la
Zaranda no existe nada después de la caída del telón.
Los sueños de quien anheló dar lo mejor de sí mismo se esfuman
en el vacío cuando el carnaval de la vida termina para siempre.
La Zaranda ha optado por diluir ese rico simbolismo de
Shakespeare, Calderón o Beckett, en motivos de la tradición
cultural andaluza, desde las procesiones de Semana Santa hasta
el carnaval de Cádiz, sin que falten algunos guiñas de carácter
taurino, pero son, sobre todo, el lenguaje y la prosodia los que
dan un aire específicamente andaluz al trabajo.
El resultado, pese a la presencia de elementos de interés, tiene
mucho de amalgama, de pastiche no del todo justificado, lo cual
se advierte en un ritmo desigual y en las soluciones arbitrarias
a las que con no poca frecuencia se acude, como si se deseara no
dejar fuera de programas ninguno de los motivos que previamente
se hubieran escogido. Pero, sobre todo, es el recurso a la
repetición constante de frases y obsesiones lo que termina por
hacer cargante el espectáculo cuando se supera el efecto de la
risa mecánica que produce inicialmente toda reiteración
superflua. El alivio de la música carnavalesca no oculta la
insuficiente elaboración textual ni la propia organización de la
puesta en escena, pese a que no falten, en algunos momentos, el
dinamismo o las situaciones teatrales adecuadas que den
respuesta a los contenidos que se plantean.
Los actores llevan a cabo una labor vigorosa y convincente y dan
cuerpo a unos personajes que podían haber resultado demasiado
esquemáticos o incluso meras abstracciones. Nada de eso sucede y
los personajes cobran vida propia con la interpretación de Paco
Sánchez, Gaspar Campuzano y Enrique Bustos.
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