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UN LIGERO MALESTAR. LA ÚLTIMA COPA
Un doble Pinter en el Español

Títulos: Un ligero malestar. La última copa.
Autor: Harold Pinter.
Versión: Juan Vicente Martínez Luciano.
Escenografía y vestuario: Gabriel Carrascal.
Ayudante de Vestuario: Clara Bilbao.
Ayudante de Escenografía: Esmeralda Díaz
Iluminación: Paco Ariza.   
Diseño gráfico y fotografía: Sergio Parra
Diseño de Cartel: Sergio Parra
Fotografías: Sergio Parra, Yarmen y Alberto Aja
Realizador de Video: Alfonso Ungría
Montador de Video: Antonio Escalonilla
Realización de Escenografía: Altamira
Coordinador técnico: Mariano Sánchez
Ayudante de dirección:
José Luis Serrano Onsurbe, Jaro
Intérpretes: (Personajes por orden de obra) Chema Muñoz (Edward y Víctor), Cristina Samaniego (Flora, Gila), Aitor Mazo (Vendedor de pañuelos y Nicholas) y Alexander Rentería (Nicky, en vídeo).
Dirección: Alfonso Ungría.
Estreno en Madrid: Teatro Español (Sala pequeña), 21 – II - 2007.




A.MAZO/CH. MUÑOZ/C. SAMANIEGO
FOTOS: SERGIOPARRA

Poco a poco va revisitándose en los escenarios madrileños la obra de Pinter. Tras la feliz experiencia de la Abadía, con El portero, y a la espera del estreno de Traición en la Guindalera,  la sala pequeña del Teatro Español muestra ahora una coproducción del propio Teatro con el Palacio de Festivales de Cantabria consistente en un programa doble sobre las piezas breves tituladas en esta versión Un ligero malestar y La última copa. Una exhibición anterior de esta pieza en la sala Cuarta pared, hace no muchos años, había vertido el título al castellano con la expresión más castiza de La penúltima.
 

A. MAZO/ CH. MUÑOZ
LIGERO MALESTAR
FOTO: SERGIO PARRA
Los textos elegidos confirman la innegable calidad teatral de la obra pinteriana y ponen de manifiesto algunas de las facetas más relevantes de su escritura. La noción de compromiso es evidente en ambas, aunque resalte especialmente en La última copa, un lúcido y vibrante alegato contra la tortura, incisivo y eficaz, que firma un dramaturgo cuyas posiciones éticas resultan siempre inequívocas y ejemplares.  Pero, sobre todo en Un ligero malestar, advertimos además esa capacidad de Pinter para crear situaciones enigmáticas y de intensa dramaticidad, ambiguas en lo que se refiere al plano anecdótico de su interpretación, pero clarividentes y nítidas en lo que atañe al sentido profundo de las relaciones entre los personajes y a su potencialidad para dotar de sugerencias metafóricas a las situaciones planteadas. El miedo al otro o la sensación de amenaza proveniente del exterior se conjugan con el deseo de lo prohibido o lo no admitido por las convenciones sociales y morales al uso.

Lejos, sin embargo, de cualquier conclusión moralizadora e inmediata, Pinter juega teatralmente con la porosidad de la situación planteada, a través de una sutil, pero eficaz y rigurosa, investigación lingüística, que examina con agudeza los mecanismos de dominación, manipulación y defensa que el ser humano desarrolla a través de su expresión verbal.  Por ello, el resultado es acerado y brillante, aunque requiere de la colaboración de un espectador dispuesto a afrontar serenamente ese análisis de la realidad que Pinter le propone mediante ese microcosmos de relaciones humanas que configuran siempre sus obras dramáticas. La sencillez de lo exhibido responde acaso a su habilidad para captar los entresijos de lo cotidiano, su talento para crear una curiosa sensación de proximidad entre sus personajes y los espectadores, pero no porque en su elaboración se renuncie a un trabajo de depuración de los materiales empleados, que, por el contrario, revelan no sólo un extraordinario dominio de los resortes dramáticos, sino también un cuidadoso proceso de selección y utilización de expresiones y motivos.

En ambas piezas, en definitiva, destaca la limpia escritura de Pinter, su sensibilidad para advertir algunas de las más lacerantes contradicciones de la supuestamente civilizada sociedad contemporánea o sus más vergonzosos temores,  su buen pulso para la disección de sus principios más sagrados. Y destaca también su prodigiosa habilidad para traducir dramáticamente este complejo entramado, mediante su manejo de la ambivalencia o de lo inquietante, reflejo de un mundo inseguro que no quiere reconocerse como tal. Si a alguien le quedaban dudas sobre la pertinencia del Noble que se el concedió en 2005, estos dos textos bastarían que quedaran definitivamente disipadas.
LA ÚLTIMA COPA
FOTO: SERGIO PARRA

El espectáculo que se exhibe en el  Español se ha construido desde el deseo de claridad y limpieza, y se ha elaborado con buen gusto, sin estridencias y sin la voluntad de establecer fáciles paralelismos o asociaciones, ni de esclarecer hipotéticos significados, que hubieran limitado su amplitud o su universalidad. En lo que respecta a la plástica del espectáculo – y también a su interpretación - se han evitado el hiperrealismo o la sordidez, e incluso los tonos oscuros o las concreciones estéticas más o menos agresivas, y se ha preferido la creación de una atmósfera pulcra, casi impoluta, a pesar de la violencia y hasta la escabrosidad de los temas tratados. La solución puede parecer discutible para algunos, pero merece valorarse la renuncia a apoyar la incomodidad de los asuntos dramáticamente investigados sobre unas soluciones plásticas obvias e innecesariamente ilustrativas de lo que pretende expresarse. Este diálogo entre dos planos o dos lenguajes diferentes, lejos de desvirtuarla, hacen atractiva, en mi opinión, la propuesta de Ungría  y su equipo.


CH.MUÑOZ/C.SAMANIEGO
LIGERO MALESTAR
FOTO: SERGIO PARRA

En Un ligero malestar, tanto la escenografía como la iluminación y el vestuario, y también la actuación, inciden en ese aire idílico del matrimonio acomodado y tópico que presencia la irrupción en su tranquilo mundo de un signo de inestabilidad y de miseria, encarnadas en el personaje que interpreta Aitor Mazo, cuyos contornos más desagradables tampoco se han acentuado. En la última copa, la violencia desmedida de la situación se ha confiado al propio texto, suficientemente explícito, más allá incluso de lo que suele ser habitual en la obra de Pinter. La decisión del dramaturgo consistente en sacar del escenario los momentos más brutales de la ejecución física de la tortura revela una inteligencia dramática notable, pues el espectador no la necesita para comprender la abyección que revela tal práctica. Sin embargo, la palabra, casi monológica del torturador cuando habla a sus víctimas, resulta teatralmente eficiente por su procacidad, su cinismo, su violencia implícita y explícita. El espectáculo ha preferido un espacio aséptico, pulcro incluso, sobre el que resaltan las presencias de los torturados, que acuden desnudos y aterrorizados a la entrevista con el torturador que dice representar el orden establecido. No menos acertada parece la solución del monitor para mostrar la entrevista al niño, hijo del matrimonio detenido, aunque el uso de la pantalla en las escenas restantes resulta bastante menos inspirado.


Eduardo Pérez – Rasilla
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