RESEÑA
(OCTUBRE 1966)
(Nº 14, pp. 298 -300) |
RAÍCES
ARNOLD WESKER
(Crítica aparecida en la revista Reseña. Raíces pertenece a la
trilogía
de Arnold Wesker, que se completa con La cocina y
Sopa
de pollo con cebada.
En ese año 1966, comenzaba ya, al abrirse
hacia temáticas más comprometidas,
una apertura que encontrará
respiro en la democracia, tras la muerte de Franco.
En esa
época, la revista no transcribía la ficha técnico - artístico,
de
ahí la falta de datos.) |
Título: Raíces (Roots).
Autor: Arnold Wesker.
Adaptación: Arteche.
Intérpretes: María José Alfonso, Eugenia Zúffoli…
Estreno en Madrid: Teatro Valle Inclán, 1966.
Este joven autor «colérico» inglés, que se nos abalanza por la
bocana del escenario del teatro Valle Inclán ha dejado escrito:
«Hay extensos fragmentos de mis composiciones dramáticas que son
pura invención, pero no sé si sabría escribir sin utilizar, a
modo de anda, mi propia experiencia, Esto me tiene muy
preocupado. Por eso deseo volver a trabajar en una cocina o en
las obras de un edificio en construcción. Lo mejor de mi obra lo
he escrito siempre mientras tenía una colocación de este tipo.»
¿Sorprendente confesión? Pues no. Sencillamente, una explicación
sincera que nos permite dar horizonte a su teatro y perspectivas
a su campo de experimentación. El párrafo de marras, que haría
feliz a algunos de nuestros más férvidos dramaturgos
cultivadores del teatro realista o de agitación social, tampoco
cierra puertas y ventanas a la fantasía o a la invención.
Ocurre, eso sí, que Wesker, a fuerza de airado y radical, es
tremendamente personal, terriblemente pragmático, absolutamente
determinista.
Raíces nos introduce, de hoz y coz, en un ambiente campesino,
con todo lo que esto comporta de aridez, arriscada violencia y
alegato social sobre el que levanta sus personajes, como esta
Beatie, insatisfecha y soñadora que pugna por escapar de su
medio, a fuerza de «volver al centro», de profundizar en su
arraigo. La acción por lo tanto es doble, pero no puede decirse
que sean paralelas, ni la peripecia desesperanzada de la
protagonista con su novio, ni tampoco, las inquietudes del
contorno sociológico. Al contrario más bien están trabadas en el
alambique espiritual del autor. Espíritu de denuncia que aprieta
el corazón de sus personajes y los acorrala, afilándolos más y
más contra los propios condicionamientos familiares.
Esquematicemos el asunto. Beatie Bryant ha pasado una temporada
en Londres acompañada de Ronnie, que responde al tipo del
«líder» un tanto agitador y dialéctico, con el que mantiene
relaciones amorosas. Cuando vuelve a su vida diaria, tras las
fugaces vacaciones, a Morfort, se encuentra con la incomodidad
ambiental y molesta de su familia de campesinos, ajenos por
completo a las nuevas dimensiones que ella acaba de adquirir.
Viene con una «nueva fe», con una especie de nueva revelación. Y
así, aunque su motivo operante y transformante es el amor, la
carga doctrinaria que Ronnie le ha inoculado es el eje sobre el
que va a gravitar la profundidad del drama. El conflicto para
sus adentros es humano —su amor y desamor para el novio, su
comprensión y su incomprensión—; en relación con su familia y
con su ambiente es social. El expresionismo evidente de Raíces
tiene aquí la ocasión de ofrecernos el caudal completo del
teatro de «protesta»; Beatie, recrimina, se duele y se conduele,
fustiga, pide cuentas a todos por la pasividad en que viven,
llevando este contexto áspero a conclusiones existenciales,
personales, vitales.
Hay que confesar que aquí radica el airado tono de Raíces, a
través de la protagonista, a través del costumbrismo,
inmovilismo, y rutinarismo rural. Es la manera de sacarle todo
el partido a la obra- El intelectual socialista que es Ronnie
revierte y refleja, en cada instante sobre la conducta de Beatie
una dialéctica interior y, sobre sus propios parlamentos, el
alegato contra la sociedad inglesa en algunas de sus estructuras
más o menos extensas. Ahora bien, como estamos ante un teatro de
«protesta», la comedia se produce por la ley de contrarios. Y el
final, en vez de integrador o parabólico, resulta distinto y
sobreviene la ruptura. Beatie, ha sido cazada por el nuevo
evangelio del entusiasmo, por una fe, más bien gratuita, nacida
de su simpatía personal a Ronnie. Y cuando Ronnie no comparece
la muchacha se hunde, el bonito edificio de sus latiguillos y de
sus prédicas —increpaciones a la familia, compromisos políticos,
apetencias de cultura, etc.— quedan invalidados. La conclusión
es que no se puede proceder «per saltum». Beatie, falta del
caldo de cultivo familiar, de una cobertura adecuada y graduada,
fracasa. En definitiva le ocurre lo que a los ejércitos en
derrota, que no les ha quedado serenidad para el repliegue, para
vivir sencilla pero, profundamente, la vida.
El estudio de Wesker es bastante completo, porque aun dentro de
la inmovilidad de sus personajes, sabe dotar, a cada uno, de una
motivación, ya sea el adocenamiento en Harry, el jefe de la
«tribu» de los Khan, la encendida fe socialista, o el idealismo,
mantenido a prueba de dificultades en su mujer, o el
aislamiento, la resignación, o el letargo en el «clan»
Bryant.
La transformación que la protagonista experimenta no es
percibida por Ronnie —quizá porque a ella le faltan mecánicos
reflejos para autoanalizarse— y ello provoca la disociación. Ha
faltado, sin duda, tiempo, en todos los niveles de educación,
formación, mentalidad, etcétera, que convierte la incomprensión
en dolorosa incomunicabilidad, no sólo de generaciones, sino de
clases sociales.
La representación del Valle Inclán alcanzó gran altura.
María
José Alfonso —pasemos por alto si da o no el tipo físico
requerido— y Eugenia Zúffoli realizaron escenas inolvidables. Es
inevitable pensar que el fondo colérico de la obra, aparece
menor y un tanto desfasado quizá porque, en España, este teatro
ha tenido una adecuada repercusión y muchas de sus claves han
sido calcadas en esquemas y asuntos autóctonos. Sin ir más
lejos, el teatro realista español tuvo aquí, si no su fuente, al
menos uno de sus estímulos. Pienso de Raíces en cuanto a su
versión española, que se nos escamotea buena parte de su
costumbrismo rural y campesino, por el excesivo cuidado de
peinar el lenguaje y la pálida traslación de términos o
coloquialismos. Arteche, sin duda alguna, por su propia
iniciativa, puso sordina a un inglés dialectal y lleno de
inflexiones pintorescas. Ello no es grave, sobre todo cuando se
trata de un gran traductor que cuida mucho de no traicionar el
espíritu de la obra. Pero el aviso es obligado, para el
espectador que espera encontrar el “síndrome” colérico a toda
presión y a ciento ochenta grados. Con las salvedades de toda
esta clase de ambicioso teatro, la representación de Raíces es
todavía interesante y positiva, por su información y por su
testimonio.
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FLORENCIO MARTINEZ RUIZ
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