LA LLUVIA AMARILLA
Teatralidad telúrica
Título:
La lluvia amarilla
Autor: Julio Llamazares
Dramaturgia: José Ramón Fernández
Dirección
musical:
Montserrat Muñoz
Escenografía: Francisco Ramírez
y Emilio del
Valle
Iluminación: José Manuel Guerra
Vestuario: Ana Rodrigo
Dirección
técnica:
Francisco Ramírez
Espacio
sonoro y audiovisual:
Jorge Muñoz
Imagen
de la obra: Bully
Realización
escenografía, utilería y maquinaria: Francisco Ramírez
Técnico de iluminación: Eduardo Vizuete
Asesoría: Gómez Cuesta Asesores
Producción
ejecutiva:
Carolina Solas
Fotografía: Pepe Torrente
Ayudante
de dirección: Jorge
Muñoz
Distribución
y gerencia: [in]constantesteatro
Compañía:
Producciones
Inconstantes
Intérpretes: Chema de Miguel Bilbao
(Andrés), Francisco Lumbreras (músico)
Dirección: Emilio del Valle
Duración
aproximada: 70
minutos
Estreno
en Madrid: Teatro
Español
(Sala Pequeña), 3 – VII - 2008 |
CHEMA DE MIGUEL
FOTOS: PEPE TORRENTE |
CHEMA DE MIGUEL
FOTO: PEPE TORRENTE |
A finales de los
ochenta Julio Llamazares escribía
una novela alejada de las modas imperantes. El mundo mostrado en ella no se
correspondía con las representaciones que
el país se hacía de sí mismo en aquellos momentos. Frente a lo cosmopolita, lo
dinámico, lo urbano y lo próspero, categorías que parecían delimitar los
horizontes colectivos, Llamazares
elegía el intimismo, la decadencia y la muerte, ubicadas en un ámbito de
extrema dureza: un pueblo abandonado de los Pirineos, quintaesencia de una
naturaleza primitiva y hostil, aunque no exenta de lirismo. El título de La lluvia amarilla sugería precisamente
esos perfiles de un pueblo abandonado por todos, excepto por un último
habitante, que permanecía en él hasta su muerte, convertida a su vez en símbolo
de la desaparición del lugar y de tantos otros de condiciones
semejantes. El éxodo del campo a la
ciudad, de las formas
de
vida relacionadas con la naturaleza en su estado más primitivo a la artificiosidad de la vida
urbana, aportaba un apretado resumen de la historia reciente de España, pero
también un empeño en recuperar esa memoria a la que el país parece tan
reticente, y que constituye uno de los
empeños principales de la narrativa de Llamazares. La lluvia
amarilla, quizás contra todo pronóstico, alcanzó una notable difusión y un
merecido prestigio entre lectores y críticos.
Ahora en una etapa
en la que de nuevo parece gozar de fortuna la adaptación de novelas al
escenario, Inconstantes teatro ha decidido llevar a las tablas La lluvia amarilla. El responsable de la
dramaturgia ha sido José Ramón Fernández,
un escritor que se desenvuelve con soltura y con gusto en estos territorios y
que ha dedicado parte de su obra precisamente a este mundo rural en decadencia,
atravesado por la rudeza y la poesía. Su tarea ha sido limpia, ha consistido en
cortar con prudencia pasajes de la
novela de los que se podía prescindir en una representación que no supera los
setenta minutos. Se mantiene intacto el espíritu del libro y permanecen también
los episodios principales y el lenguaje, sobrio, poético e intenso
que lo caracteriza.
Naturalmente, el
espectador podrá echar de menos este o aquel
pasaje o podrá discutir la conveniencia de llevar a la escena y reducir el
contenido de la novela, pero difícilmente encontrará argumentos para acusar al
dramaturgo de falta de respeto o de delicadeza en su trabajo. |
CHEMA DE MIGUEL
FOTO: PEPE TORRENTE |
La dirección
escénica de Emilio del Valle ha
trabajado también desde la austeridad teatral. Ha procurado que la historia y
la letra de La lluvia amarilla ocuparan
el primer plano de la representación y, para ello, ha prescindido elementos
superfluos y ha dotado a la dramatización de un ritmo adecuado, cuyo tiempo lo
marca un hallazgo tan aparentemente sencillo como eficaz: El personaje cocina un
guiso en el primer término del escenario, cuya cocción terminará precisamente
con el desenlace de la historia. En este elemento, que funciona como marca
temporal, se apoya también la dimensión moderadamente ritual de la
escenificación. El personaje prepara su muerte, que es también la muerte del
pueblo y de todo lo que simboliza, y organiza su propio entierro y la
bienvenida a quienes se encargarán de ultimarlo, lo que supone una suerte de
despedida y de ajuste de cuentas. El banquete fúnebre ofrecido a sus
enterradores simboliza el sacrificio del último habitante y expresa también una
manera sarcástica y amargamente humorística de despedirse del mundo y de
ofrecerse –ritualmente- a quienes abandonaron el pueblo tiempo atrás.
CHEMA DE MIGUEL
FOTOS: PEPE TORRENTE |
El personaje en
escena es Chema de Miguel, una
elección adecuada por su físico y su voz, pero también por su empatía con el
personaje y con la situación. El actor, que ha madurado notablemente como
intérprete, realiza un trabajo comprometido, ajustado, intenso y contenido, y
ofrece así un personaje convincente y veraz. A través de él percibimos con
nitidez la fortaleza y las contradicciones de Andrés, ese hombre tozudo y sensible,
no carente de rencores y hasta de pequeñas mezquindades, pero dotado
también de una singular grandeza moral, como un viejo héroe que lucha
denodadamente contra unas fuerzas que sabe de antemano superiores a las suyas,
sin que esta circunstancia le haga
desmayar
nunca. |
Junto a él, en un
segundo plano del escenario, el músico y cantante Francisco Lumbreras, que canta y ejecuta la partitura musical del
espectáculo, un espacio sonoro sugestivo y hermoso, de notable belleza, pero
adecuado a la propuesta y que subraya el carácter telúrico de la teatralización
de la novela. Otro de los logros de un trabajo que merece verse por muchas
razones.
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CHEMA DE MIGUEL
FOTO: PEPE TORRENTE |
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