.:: Crítica Teatro ::.

RESEÑA, 1984
NUM. 149, pp. 20-21

FINAL DE PARTIDA
Señor Narros, gracias por Beckett

Final de Partida, como en general Beckett, deambuló por grupos independientes y para públicos duchos en el mundo del teatro. A España le trajeron, no demasiado tarde, Trino M. Trives y "Dido, pequeño teatro", la inquieta y entrañable compañía de Josefina Sánchez Pedreño. Por entonces surgió la revista "Primer Acto", estética e ideológicamente comprometida  y dedicó su primer número a Esperando a Godoy.


Título: Final de partida.
Autor: Samuel Beckett.
Versión: Aitana Alberti.
Escenografia: Juan Gutiérrez Reynolds.
Figurines: Miguel Narros.
Actores: Francisco Vidal (Clov), Manuel de Blas (Hamm), Enrique Menéndez (Nagg), Paca Ojea (Nell).
Dirección: Miguel Narros.
Estreno en Madrid: Sala Cadalso, 1984.

Absurdo, angustia existencial, vacío, aburrimiento (también exis­tencial), incomunicación... Tales han sido algunos de los conceptos vertidos al analizar la narrativa y el teatro de Samuel Beckett. No es posible entablar en esta breve re­seña una discusión con estos y otros temas en relación con Final de partida. Desde luego, los tipos de esta obra tienen una lógica rela­ción con la desesperanza plantea­da en Esperando a Godot o Acto sin palabras núm. 1, con el fraca­so vital presente en La última cinta de Krapp, en Eh, Joe y en las tres novelas de la etapa "fran­cesa" (Molloy, Mallone muere y El innombrable), con el absurdo existencial de Los días felices, Murphy, Comedia, Vaivén ... pero después de los estudios sumamen­te interesantes de Martin Esslin, Frederick R. Karl, Juan Guerrero Zamora, George E. Wellwarth, Angel Fernández Santos y tantos otros, acaso no resulte ocioso ce­ñirse al simple procedimiento lite­rario con que Beckett consigue decir todo eso que sus exégetas han señalado hace tiempo.

Si comparamos tan sólo Espe­rando a Godot (estrenada en 1953) con Final de partida (1957) advertimos una tendencia en el "estilo" de Beckett que se confir­ma si añadimos, hacia atrás, los tí­tulos escritos en inglés, y a con­tinuación las sucesivas aportacio­nes narrativas o teatrales, casi siempre escritas en francés. Esa tendencia consiste en el despojo cada vez más radical de todo orna­mento, en la búsqueda de una tra­bajosa economía de medios, de una quintaesencia en el lenguaje, lo mismo en las palabras y las fra­ses que en el armazón del relato o la pieza teatral.

Los dos actos de Godot se re­ducen ahora a uno, la pieza es más breve, el exterior es ahora presen­cia latente, sugerida, nunca total realidad. Ya no se espera. A partir de Godot la apoyatura es la des­nudez de un idioma, el francés, que no es el del autor, lo que le per­mite huir de su idioma materno, de sus significados no evidentes pero sí escondidos. La función de ese despojo es la huida de todo lengua­je anterior, de toda sugerencia lite­raria, sentimental, valorativa, evo­cadora, y la creación de un nuevo procedimiento para ese cosmos propio y angustioso en el que, pese a resistencias, han reconocido el suyo los hombres de la segunda mitad del siglo XX.

El resultado es la abstracción, lo universal, lo impersonal, la irre­ductibilidad del mundo de Beckett a un "aquí y ahora", a un ámbito concreto. De ahí el fracaso de ciertas puestas en escena cuya pretensión de crítica coyuntural ha empobrecido y banal izado el sentido de la propuesta beckettia­nao Los tipos y situaciones de Beckett carecen de raíces, de contexto concreto, de historia precisa. Son acaso hijos de occidente y quizá no hubieran podido ser imagina­dos por un latino, aunque un me­dio fundamentalmente latino haya acogido en sus teatros ese resulta­do literario a partir de 1953. Final de partida, aún más despojada, aún más desnuda que Esperando a Godot, es una de las obras maestras de ese poeta que es Sa­muel Beckett (1).

Interior. Un criado, Clov, que nunca puede sentarse, sirve a su dueño, Hamm, paralítico (nunca puede levantarse). Hamm tiraniza al criado, en un deliberado intento de hacerle sufrir, pero no es por crueldad, sino acaso porque no queda más que esa posibilidad de relación. Clov no parece tener ca­pacidad de desobediencia, aunque está harto. Hay dos cubos de ba­sura en los que vegetan los padres de Hamm, colgados de algún re­cuerdo, de algún apetito simple e inmediato. La relación con su hijo es de dependencia y acaso de hos­tilidad, pero entre ellos se da un afecto sordo, moribundo, casi ani­mal, de otro mundo ya terminado.

Las relaciones sado-masoquis­tas parten siempre de Hamm: Hamm-Clov,

Hamm-Nagg. Sin la brutalidad de Hamm, ¿qué les quedaría a estos personajescon­denados a vivir juntos en ese ago­biante interior, como los perso­najes sartrianos de Huis clos? Fuera, acaso el vacío posterior a un desastre, al caos. Pero el exte­rior es referencia constante en los oteas de Clov, en las preguntas y referencias de Hamm, en el aguar­dar (distinto al de Godot) de los personajes, aunque nunca sepa­mos qué ve Clov ahí fuera, y si lo que cuenta es realidad, ilusión o nueva arma arrojadiza contra Hamm. Este narra todos los días parte de un relato en que acaso apunta claves sobre el origen de la relación entre Hamm y Clov. Pero en esta obra nada es concreto o preciso, sino abierto y sugerente.

Un clima de humor absurdo, grotesco, penoso, mantiene una situación que es en sí misma la protagonista de la pieza, una pieza que carece de personajes, de psicología, incluso de frases, que es sólo situación, como lo era Go­dot. Al final, Clov abre esa puerta que creímos destinada a estar siempre cerrada. Clov se va con sus cachibaches. Pero ¿se marcha realmente? El monólogo final de Hamm lo dice éste solo, aunque en esta puesta en escena permanezca Clov ante la puerta franca, como si fuera a salir. Narros ha querido dar cuerpo a ese no saber si la huida de Clov no forma parte de la comedia irreversible que acaso plantean todos los días amo y cria­do, como parte cotidiana de su ce­remonial de daños mutuos, daños que aparecen como única posibili­dad de supervivencia. Porque sa­bemos que si Clov se marcha, Hamm, inmóvil, morirá; pero tam­bién morirá él en ese exterior caó­tico, porque Hamm monopoliza los alimentos en ese interior que dejaría atrás. Y aunque ambos pa­recen querer la muerte, nunca se muestran dispuestos a dársela, ni siquiera mutuamente. Frases bre­ves y duras, sólo hábilmente hilva­nadas en el "relato literario" de Hamm -especie de burla a la que Beckett somete cierta literatura-, relaciones ridículas y crueles, si­tuación de angustioso absurdo... Estos son los elementos que utili­za Beckett para poner en pie lo que hemos intentado "contarles".

La puesta en escena de Narros es, en muchos sentidos, un consi­derable acierto. Casi siempre ha huido de lo patético, la gran tenta­ción de quienes no comprenden o se oponen al mensaje de Beckett y tienden a dar a su teatro un aire de gran desastre irrepetible, singular y lacrimoso, en contra de una si­tuación absurda y angustiosa sin salida que se desconoce como tal, en las que los personajes (los tipos) nunca filosofan sobre "su mal". La gran baza es la dirección de actores, ante la que palidece un montaje musical sumario y bas­tante gratuito (especialmente las ilustraciones a base de vanguardia posserial). Los actores, sin ser ex­celentes, son adecuados, com­prenden el sentido de lo que están haciendo y saben darlo, lo que ya es más que suficiente en una obra que requiere una interpretación tan lejana al psicologismo y otras pautas en nuestro teatro. El aire de gran abstracción es respetado, sin sugerencias sobre realidades ac­tuales ni nada por el estilo. Narros es uno de nuestros escasos gran­des directores. Su grandeza ha consistido ahora en recrear a Bec­kett respetándolo y en conseguir con ello una obra de arte, pese a escasos medios.

(1) Final de partida fue estrenada hace casi treinta años, en francés (aunque antes en Londres que en París). Eran los años del auge de lo que Martin Esslin denominó "teatro del absurdo" en un libro que aún es indispensable. En ese libro se trataban con detalle las figuras de Ionesco, Adamov, Genet y el mismo Beckett, y se estudiaban de modo más general otros catorce dramaturgos (Pinter, Frisch, Albee, Pedrolo, Pinget, Vian y otros). Beckett fue encuadrado en la "vanguardia francesa", en la que ninguno, salvo Genet, era francés, y en la que sólo él y el suizo Pinget tenían el francés como lengua materna (Vian es, sobre todo, un novelista). A España le trajeron, no demasiado tarde, Trino M. Trives y "Dido, pequeño teatro", la inquieta y entrañable compañía de Josefina Sánchez Pedreño. Eran sesiones únicas, seguidas por un entusiasmo minoritario y una hostilidad generalizada de la crítica de la época. Por entonces surgió la revista "Primer Acto", estética e ideológicamente comprometida (con perdón) y dedicó su primer número a Esperando a Godot, la pieza anterior a Final de partida. Ahora que el tiempo ha relativizado a muchos de aquellos vanguardistas -como Ionesco-, Beckett aparece casi como un clásico. Pero un clásico vivo, vigente, lleno de fuerza poética, libre ya de manipulaciones y hojarasca ideológica comentadora. Contra la que temíamos, ni siquiera el Premio Nobel ha podido con él.


SANTIAGO MARTIN BERMUDEZ
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