RESEÑA, 2000
NUM. 322, pp - 27

DON JUAN TENORIO

EL RITO DEL SEDUCTOR



FOTO: JESÚS ALCÁNTARA
JUAN CARLOS NAYA (D.JUAN)

Título: Don Juan Tenorio.
Autor: José Zorrilla.
Revisión del texto: Enrique Llovet.
Dirección: Gustavo Pérez Puig.
Escenografía: Francisco Sanz.
Música original: Gregario García Segura.
Intérpretes: Juan Carlos Naya (Don Juan, joven), Ramiro Oliveros (Don Juan, mayor), Ana María Vidal (Brígida), Juan Luis Gallardo (Oon Luis), Joaquín Molina (Don Oiego Tenorio), Abigail Tomey (Doña Inés), Antonio Medina (Don Gonzalo de Ulloa), Pepe Sanz (Ciut/i), José Carabias (Butarelli), Verónica Luján (Abadesa).
Estreno en Madrid: Teatro Español, 18–X-2000.


El Teatro Español anticipa los difuntos y estrena Don Juan Tenorio, que lo va mantener en programación. Por lo tanto no es mero ritual por difuntos.

Desde su creación, Don Juan Tenorio tuvo dificultades de aceptación por parte del público. El 28 de marzo de 1844 el Teatro de la Cruz estrenaba una refundición-divulgación de El burlador de Sevilla de Tirso de Molina. Su autor, José Zorrilla. Ya existía una adaptación de Salís - calificada de deleznable en su época-, No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Zorrilla era de versificación rápida, fácil y a veces diarreica. Cualidades importantes cuando el estreno apremia.

Estreno de discreto éxito y de plumas críticas decepcionadas. Gusta la versificación y se pone en entredicho la declamación naturalista de Carlos Latorre (Don Juan) y los ochenta kilos y sus alejados 15 años de Bárbara Lamadrid (Doña Inés). Y después está la crítica al tema: demasiado manido en la literatura dramática. Pocas representaciones. Se vuelve a poner y el público no responde. El cementerio parecía una premonición del texto. El RIP se cinceló sobre este Don Juan zorrillesco. Estaba claro que nadie le quitaría el puesto a Tirso.

La mermada economía de Zorrilla le lleva a regatear la venta de sus derechos al editor Manuel Delgado. Los ocho mil reales le dejan sin la patria potestad del Don Juan, que se queda en mera letra impresa.

Desde aquella fecha del estreno hasta el 1860, Pedro Delgado, uno de los espectadores que quedó decepcionado con el primer Don Juan del teatro de la Cruz, había progresado en la carrera de actor. Siendo primer actor y director, decide reestrenar aquel Don Juan. La farándula intenta disuadirle. Zorrilla no muestra ningún interés, una vez que no cobrará los derechos.

Pedro Delgado levanta telón y milagrosamente el éxito pide seguir levantando el telón hasta nuestros días. Tirso de Molina va a quedar en la trastienda. Zorrilla se hace más autocrítico y aprovecha cualquier ocasión para denostar su obra. La realidad es que no soportaba que sus dineros los disfrutaran otros. Hay un artilugio para recuperar los derechos: crear un Don Juan zarzuelero. Don Juan se musicó y cantó en escena, pero el primer Don Juan prosiguió su triunfante carrera y la zarzuela donjuanesca feneció.

Y es que a no ser que pensemos en Don Juan como un rito, acudimos a la cita todos los años esperando ver algún apunte nuevo. A lo largo de toda la historia teatral donjuanesca, la ha habido. Al menos en la plástica, como aquella de Dalí. O la versión de Miguel Narros que, aunque lenta de ritmo, ofrecía soluciones estéticas y dramatúrgicas importantes. También hace unos años Gustavo Pérez Puig desdobló a Don Juan en dos actores: joven para la primera parte y maduro para la segunda. Esto es lo que repite ahora con Juan Carlo Naya y Ramiro Oliveros.

La doble «actoría» funcionó en su momento y funciona ahora. La distinta edad de los dos actores componen dos tipos distintos: el brío y la madurez. Su recitación es discreta sin entusiasmar. Y esto sucede con todos. Más vida aparece en Ana María Vidal con su Brígida, por ser un personaje agradecido y por su veteranía. Ha habido, por otro lado, una limpieza de la interpretación de dicho personaje dándole un matiz más humano y menos esperpéntico, como sucede en otras versiones. No ha ido a lo facilón.

Una escenografía de volumen limpia y atractiva, aunque dudosa en cuanto su ambientación local, entorpece excesivamente el ritmo de toda la narración. Ya sabemos que el drama romántico gusta de muchísimos ambientes. Los telones pintados de sube y baja resolvían con rapidez la «mutación». Ahora, lógicamente, esos telones son historia y se han creado nuevas concepciones escenográficas tridimensionales. A ellas recurre esta versión, pero se cargan el ritmo.

Actualmente el teatro ha dejado de ser un acto social en el que el público va a encontrarse o a exhibirse. La mayoría del respetable - salvo tal vez los estrenos o los homenajes - a ver una narración. El cine ha marcado esas pautas. Y una narración necesita del ritmo como la tierra seca del agua. Y este ritmo se pierde cuando el telón está levantado y sobre todo cuando se baja. ¿No se ha podido meditar un poco más sobre las transiciones de los cuadros? Desde hace unos cuantos años, los musicales americanos en nuestro país nos han enseñado cómo hacerla. Y nuestros clásicos del teatro de la comedia, también.

Junto a éste hay otros errores muy llamativos. Sobra el prólogo de las máscaras con tanto protagonismo, cuando sólo es mero ambiente de fondo. Y sobra el recogerse de las monjas a sus celdas en el cuadro tercero.

Es también un texto de efectos especiales. Muertos y apariciones. Salvo la resurrección de unas blanquecinas momias de entre los humos, efecto de ultratumba muy conseguido, el resto transcurre por los trillados caminos de siempre.

 

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José Ramón Díaz Sande
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