RESEÑA, 1975
NUM. 88, pp. 16-17 |
FLOR DE OTOÑO
JOSE MARIA RODRIGUEZ MENDEZ
CONDENADA AL INVERNADERO
Este artículo sobre la obra de Flor de Otoño, se
escribe en septiembre octubre de 1975. En Noviembre de
ese año morirá Franco. Desde hace algunos años la
censura litigaba con los autores y los silenciaba.
Además de un análisis de la obra, el crítico aprovecha
para denunciar el ostracismo al que están sometidos
autores como Sastre, Olmo y el propio
Rodríguez Méndez. |
El texto teatral aún no se había estrenado y este análisis se
hace a partir de la lectura del texto. De ahí que no haya
ninguna alusión al montaje. La salida del texto, primero fue en
cine de la mano de Pedro Olea (1978) y posteriormente, el primer
montaje teatral se realiza en 1982, gracias a la Diputación y
Ayuntamiento de Valencia. |
«Un espíritu demoníaco preside las noches infamantes del «barrio
chino» de Barcelona: busconas, veteranos en oficios de
tercerías, mercaderes de drogas y sujetos de aspecto andrógino,
sacerdotes de los más repugnantes ritos y maestros en toda
suerte de delitos y crímenes, se muestran hondamente preocupados
por su inmediato porvenir. Los burdeles y music-halls que brotan
a lo largo de la antigua calle del Conde del Asalto y sus
adyacentes ven amenazada su leyenda de enfermizo encanto por la
nueva Ley de Vagos.» |
La Criolla. (Cabaret de los años 30) |
El auténtico LLUISET
FLOR DE OTOÑO |
Este trozo de un artículo de J. M. Aguirre publicado en 1933 nos
introduce en la atmósfera que refleja Flor de Otoño, la última
(1972) y, para muchos, la mejor obra de José María Rodríguez
Méndez (Publicada en Primer Acto, núm. 173, 1974).
Si he reproducido una cita histórica como introducción al
análisis de la obra, esto se debe a la base real de la mayoría
de los lugares, acontecimientos y personajes del texto. Flor de
Otoño era un joven de maneras afeminadas, cejas depiladas y
labios pintados en forma de corazón que en sus delicadas
contorsiones al bailar se metamorfoseaba hasta aparentar un
adolescente con la mitad de sus treinta y dos años. Individuo
considerado como muy peligroso por la policía
como muy peligroso por la policía, asiduo concurrente de como
muy peligroso por la policía, asiduo concurrente de los medios
extremistas y de los pistoleros, incluso colaboraba con los
anarquistas. «La Criolla” (“Bataclan” en la obra) era el más
típico cabaret del «barrio chino», feudo de los transformistas,
travestís o “imitadores de estrellas”, que cantaban disfrazados
de mujer, y que proliferaron en los últimos años veinte y
primeros treinta.
En esta obra, subtitulada Una historia del Barrio Chino,
Rodríguez Méndez prosigue su temática crítica sobre la sociedad
española del siglo presente, estructurada como una serie de
«episodios sociales» que «tratan de expresar dramáticamente los
sufrimientos, frustraciones y esperanzas de la sociedad en todos
sus estratos: desde los infrahombres hasta los niños burgueses y
canallas», como dice el mismo Rodríguez Méndez. Sus personajes
suelen ser víctimas que no se resignan al papel que les ha
tocado en una España de injusticia y pandereta, de crueldad y
peso muerto. Su rebelión es vitalista y sus posibilidades de
éxito no existen: están abocados a la derrota.
Miembro de la «generación perdida» o «amordazada» que intenta
hacer algo en
los años cincuenta, Rodríguez Méndez participa también de su
visión realista del teatro, sus escenas violentas y críticas que
apenas han tenido oportunidad de subir a los escenarios. A pesar
de sus catorce obras escritas, Rodríguez Méndez apenas es
conocido del gran público como autor teatral. La censura, en su
doble vertiente estatal y comercial de los empresarios que
dictaminan qué tipo de teatro debe ofrecerse al público, ha sido
la responsable de que casi todos los montajes de sus obras lo
hayan sido por grupos independientes para representaciones
marginales y casuales. «La verdad es que no puedo dejar de
considerarme deprimido. Pero no fracasado ni siquiera frustrado.
Deprimido, cansado de tanta lucha, sí, pero también convencido
de que... traté de expresarme como mejor pude», dirá
R. M., para
concluir que «ya no escribo para estrenar». El drama personal de
esta generación (en la que se hallan Sastre, Olmo y
Martín
Recuerda entre los más característicos) es que en su momento,
cuando el tipo de teatro que escribían pudo haber sido eficaz,
las circunstancias políticas del país y la limitación cultural
de la población se opusieron como un muro infranqueable ante
ellos. El desánimo, después de años de lucha agotadora, explica
en parte la, para muchos, destructiva postura del mismo R. M. y
de Martín Recuerda al prohibir recientemente a una serie
heterogénea de personas, grupos independientes e instituciones
(donde se mezclaba a Marsillach y la Espert con los
Goliardos y
la Organización Sindical) que representaran ninguna de sus
obras. ¿Amarga constatación de que lo que el Régimen no aceptaba
tampoco era del agrado de los progresistas del teatro?
De hecho, aunque la época del realismo crítico pertenezca a un
pasado ya superado, la fuerza creativa de estos autores puede
seguir ofreciendo material muy aprovechable, con un nuevo
tratamiento por su parte, más cercano a las preocupaciones y
estética de la gente del teatro comprometido actual. Si no caen
en el peligro de la búsqueda de la comercialización (que podrían
conseguir con el oficio que han adquirido), hay lugar (y
necesidad) para gente como ellos en la brecha de la lucha
cultural.
Una buena prueba de la posible vigencia de los «dramaturgos de
la mordaza» se encuentra en Flor de Otoño, obra de enormes
sugerencias que merecía ser montada con seriedad.
Flor de Otoño, con estar situada en plena época «retro», tiene
de todo menos nostalgia. Quizás su característica más acentuada
sea la dicotomía, su división dolorosa en mitades
irreconciliables, hermanadas tan sólo por sus condicionantes
brutales. Flor de otoño,
«imitador de estrellas» que trata de
crearse una imagen con su canción:
«Flor de cabaret /
Ojos de pasión /
Flor de Otoño me llaman a mí. /
Flor de invernadero del viejo París. /
Flor de coca, coca, coca ... iiina .. /
misteriosa flor, /
rosa de la Chiina .. Chiiina ... Chiiiina ... Ay ... »
y que es capaz de asesinar ,por celos a otro travestí, es al
mismo tiempo «Lluiset», abogado bien considerado y miembro de
una familia de la más encopetada burguesía catalana. Entre la
alta sociedad y el barrio chino, la homosexualidad y la acracia,
su doble vida, lo configura como un personaje extraordinario. En
torno suyo, la distinguida familia Serracant (uno de cuyos
miembros proclama, como fórmula, que todo lo resuelve la
«tranquilidad y buena alimentación»), fabricantes de textiles,
paraguas y perfumes, hijos de un general de los de Cuba y
Marruecos, forma un bloque para defender el apellido, envuelto
en vapores fúnebres y crepusculares.
Para escapar de este encorsetado e hipócrita ambiente, el
Lluiset se transfigura en la espectacular Flor de Otoño, capaz
de las mayores provocaciones, que se mueve a placer entre el
vicio y la pasión. La noche de su .presentación estelar en el
«Bataclan» la inicia vestida de lentejuelas en el escenario,
para desencadenar una violenta trifulca .Y terminar robando
armas en el cuartel de las Atarazanas.
La última parte ofrece la vertiente más «política» del Lluiset,
en la cooperativa obrera del «Poble Nou», centro de reunión de
,los anarquistas locales. Allí dirige atentados y atracos, que
culminan con un ataque de la Guardia Civil que rodea el edificio
y llega a utilizar hasta la artillería pesada para doblegar a
los rebeldes que resisten en el interior, entre humo y ruinas.
Capturados el Lluiset y sus dos íntimos amigos, son condenados a
muerte. Al preguntarles, según la ordenanza, si tienen algo que
manifestar, uno escupe, el otro grita hosco: «¡Viva el comunismo
libertario!», mientras que Lluiset pide permiso para pintarse
los labios, ante la consternación de los militares presentes.
La dualidad temática se acompaña de la lingüística. Parte de los
personajes hablan castellano y parte catalán... o, como dice
Rodríguez Méndez, «una especie de lunfardo castellano-catalán,
con ciertas incrustaciones de 'lingua francá' portuaria que se
habla en Barcelona... es el catalán fonético que he escuchado
por las calles y las residencias señoriales, captado por mi oído
de "'Xarnego' como un elemento folklórico más».
Este sentimiento de R. M. de ser un «extraño», en Cataluña, a
donde fue a vivir su familia en 1939 cuando tenía catorce años
(él había nacido justo al lado del Rastro madrileño) Y que ha
sido su morada más habitual, explica también la separación entre
personajes según su lengua y las connotaciones que ello posee.
Otro desgarro, entre nativos Y foráneos que deben convivir
juntas.
Para mí, la catástrofe final, ese combate con sangre, sudor y
hierro, con unos anarquistas de cartón piedra que no evidencian
ideas coherentes, no es más que eje, pretexto para datar de
mayor carga a la obra, y encarrilarla hacia la efectista
ejecución. Crea que es una exageración que perjudica el ritmo
del conjunto.
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