FLOR DE OTOÑO
UNA FLOR LOZANA
FOTO: MERCEDES RODRÍGUEZ |
Título: Flor de Otoño.
Autor: José María Rodríguez Méndez.
Versión: María José García.
Escenografía: Cecilia Hernández Molano y Natalia de la
Torre.
Vestuario: Rafael Garrigós.
Música y arreglos: José Antonio Montaño.
Iluminación: Mario Gas y Paco Ariza.
Realizador de video: Álvaro Luna.
Intérpretes: Beatriz Amezúa, Pedro Almagro, Ángel
Amorós, María Asquerino, Carmen Belloch, Juan Calot, Sergio
Castelar, Vicente Díez, Cesareo Estébanez, Ana Frau, Trinidad
Iglesias, Paco Maestre, Fele Martínez, Nacho Medina, Zulima
Memba, Jeannine Mestre, José Antonio Montaño, Roberto Mori,
Juanma Navas, Miguel Palenzuela, Francisco Piquer, Juan
Portilla, Pep Sais, Ruth Salas y Román Sánchez Gregory.
Voces en off: Constantino Romero, Santiago Ramos y
Beatriz Díaz.
Dirección: Ignacio García
Producción: Centro Dramático Nacional.
Estreno en Madrid: Teatro María Guerrero (Centro
Dramático Nacional) 22 –IX -2005.
En la
Barcelona de los años treinta, el Barrio Chino era feudo de
maleantes, matones a sueldo, prostitutas e individuos de todas
las procedencias varados en él tras haber recorrido el mundo sin
ninguna fortuna. Situado entre las Ramblas y el Paralelo, era un
dédalo de peligrosas y sucias calles en las que abundaban los
comercios cutres, las pensiones de medio pelo, academias de
canto y baile y un sinfín de tugurios en los que se ofrecían
espectáculos de variedades. Entre las más apreciadas por el
público figuraban las protagonizadas por trasformistas, que,
entre otras habilidades, imitaban, con mayor o menor fortuna, a
las estrellas más famosas. En uno de aquellos locales, La
Criolla, tuvo lugar un crimen sonado, que tuvo gran eco en
la prensa. En uno de sus reservados, apareció, cosido a
puñaladas, el cadáver de un travesti llamado Antonio Puig,
apodado La Asturianita. Las investigaciones policiales
apuntaron hacia el crimen pasional, pero no descartaron que
hubieran participado en él elementos anarquistas. Nuevos datos
implicaron en el hecho a Lluiset de Serracant, miembro de
una acomodada familia catalana, que llevaba una doble vida. De
día era un prestigioso abogado, bien trajeado y de exquisitos
modales; de noche, vestido de mujer, maquillado y con los labios
pintados en forma de corazón, una famosa estrella del Paralelo
conocida por Flor de Otoño. Adicto a las drogas y
homosexual, a las orgías en que participaba, añadía su relación
con pistoleros del sindicato libre. Su implicación en un oscuro
suceso ocurrido en el cuartel de Atarazanas, en el que fueron
robadas armas y municiones, le llevó a ser juzgado y pasado por
las armas en el castillo de Montjuith.
FOTO: MERCEDES RODRÍGUEZ |
Esa historia es la que Rodríguez Méndez cuenta en Flor de Otoño.
Escribió la obra en 1972 y la definió como tragicomedia
documental. Fiel a su interés por los desheredados de la
sociedad y los que, sin serlo, se mueven en sus aledaños, logró
el que, para muchos, es su mejor texto dramático. La sombra de
Valle, perceptible tanto en los diálogos como en las prolijas y
riquísimas acotaciones, planea sobre él y borra lo que de
sainete o naturalismo costumbrista pudiera haber en alguna de
sus anteriores propuestas. Estudiosos como Cesar Oliva, han
señalado como elementos positivos de la obra el gusto por la
alternancia estética, el humor y la variedad temática. Sus
protagonistas, dice refiriéndose no sólo a Flor de Otoño, sino a
los de otras piezas, son víctimas de la historia, más que de sus
propios destinos. “No mueren para remediar ningún conflicto,
como los héroes románticos, sino como víctimas de una leyenda
negra y terrible, que transparenta la realidad social en que fue
escrita, a modo de metáfora histórica en donde la parte negativa
la siguen llevando policías, militares y oportunistas”.
¿Qué porvenir aguarda a este drama?, se preguntaba Lázaro
Carreter al año siguiente de su escritura, teniendo en cuenta
las dificultades para su puesta en escena y el escaso interés
mostrado hacia su producción por parte de los empresarios. Para
vergüenza de éstos, llegó antes a las pantallas que a los
escenarios. Al cine la llevó Pedro Olea en 1978, en una versión
discreta y no del todo fiel al original que la inspiró. Se
representó por vez primera a principios de los años ochenta de
la mano de Antonio Díaz Zamora, que hizo una puesta en escena
espectacular con un reparto de cincuenta actores. Hasta el 2003,
no hubo más montajes importantes. Fue en Barcelona, en la
desaparecida sala Artenbrut, en un austero montaje de Josep
Costa. Escasa vida escénica para una de las mejores obras
españolas del último tercio del pasado siglo. Por eso, es
importante que el Centro Dramático Nacional la haya programado.
Vista la representación, cualquier duda sobre la vigencia de
Flor de Otoño ha quedado rotundamente despejada.
La puesta en escena de Ignacio García es más fiel a la
literalidad del texto que a la viveza y al tinte grotesco que
sugieren las acotaciones. Aquél se ha mantenido, aunque la
inclusión en el programa de mano de María José García como
responsable de la versión genera cierta confusión al respecto.
Seguramente su labor ha sido la de traductora al español de los
muchos parlamentos en catalán que hay en la obra. Un catalán
que, en rigor, no es tal, sino, como dijo el propio autor, una
lengua inventada por él, propia de Barcelona, una especie de
lunfardo castellano catalán con incrustaciones de vocabulario
portuario. Es el catalán fonético captado por el charnego
Rodríguez Méndez en sus idas y venidas por las calles de la
ciudad condal. La decisión de representar la obra en español ha
sido oportuna, pues, si bien, la idea era reforzar el aire
caricaturesco de la propuesta, lo cierto es que, como se vio en
el montaje de Díaz Zamora, el público no bilingüe tiene
dificultarles para entenderlo, y lo rechaza.
El ritmo que el director ha imprimido a la acción es lento,
creando un ambiente excesivamente frío. El funcional decorado y
la débil iluminación contribuyen a ello. Por otra parte, la
existencia de un soporte escenográfico único facilita las
transiciones, pero apenas sirve para recrear y definir
adecuadamente todos los espacios en los que se desarrolla la
historia. Salvo en el atrezzo y en algunos detalles mínimos, en
poco se diferencia la casa del ensanche barcelonés en la que
vive la madre del protagonista del cuartel de Atarazanas o de la
cooperativa obrera del Poble Nou. Lejos queda de identificarse
aquella vivienda con lo que demanda la acotación en la que se
indica que el saloncito ha de decir el “qué”, el “como” y el
“por qué” de la vida de sus habitantes: clase burguesa entre las
burguesas.
FOTO: MERCEDES RODRÍGUEZ |
El mayor acierto corresponde a la elección del reparto. Quizás
hubiera sido conveniente hacerlo más extenso o añadir algunos
figurantes para hacer más nutrida la clientela del cabaret o
llenar de obreros el bar de la cooperativa del Poble Nou. En
todo caso, los actores que están responden a lo que sus
trayectorias profesionales prometen, a veces en papeles pequeños
para su categoría. Brilla con luz propia, erigiéndose en la
verdadera protagonista, Jeaninne Mestre, en el papel de
doña
Nuria, la madre de Lluiset. La transición desde la caricatura de
una burguesa decadente y puritana, celosa de los privilegios de
su clase, a la mujer comprensiva y dulce que vemos cuando está a
punto de consumarse el trágico destino de su hijo, es una
lección de interpretación dramática inolvidable. A Fele
Martínez, que resuelve bien las dificultades de mostrar la doble
personalidad de Flor de Otoño, hay que elogiarle que, en la que
muestra su lado canalla, haya evitado los excesos en que tan
fácil es caer. Del resto de los actores, Trinidad Iglesias,
que hace el papel de una cupletista, personaje creado para este
montaje, se ganó, desde su primera aparición en escena, con su
gran vis cómica, la simpatía del público.
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