RESEÑA (NOV- DIC 1983)
(Nº 147, pp. 18 -19) |
LAS AMBICIONES DEFRAUDADAS
LA TEMPESTAD
WILLIAM SHAKESPEARE
Para el crítico esta versión es
contraria
al código formal y espiritual de la obra. |
Título: La tempestad, de William Shakespeare.
Versión de Terenci Moix.
Actores: Nuria Espert, Mirea Ros, Miguel Palenzuela, Pep Munné,
CarIes Canut, Joan Miralles, Camilo García, Josep Minguell,
Boris Ruiz, Kim Llovet, Juanjo Puigcorber y Rafael Anglada.
Voces: Remei Teel y Montse Marti (sopranos). Angela Civil
(mezzo).
Músicos: Fedra Borrás, Jep Nuix (flauta y piccolo), Agustí
Brugada e lgnasi Henderson (flautas).
Música: Carlos Miranda.
Escenografía y vestuario de Mas Bignens, realizados por
Corominas-Farré y Pep Romeu, respectivamente.
Productor ejecutivo: Armando Moreno.
Dirección: Jorge Lavelli.
Estreno en Madrid: Teatro Español, octubre 1983 |
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Un Shakespeare, sea el que sea, es siempre bien recibido por los
aficionados. Sea quien sea, podríamos casi asegurar, quien lo
ponga en pie. Siempre será un Shakespeare. Los nombres de
Nuria
Espert y Jorge Lavelli como responsables de una Tempestad
crearon una gran expectación. Después vinieron los resultados
escénicos… y la decepción. |
La
Tempestad ha sido considerada como una de las obras más
enigmáticas de Shakespeare en cuanto a sus intenciones últimas.
Emparentada con sus comedias, parece en realidad une
continuación, basada en la magia y en el mito de la
omnipotencia, de lo que pudo haber sido uno de sus dramas: la
desposesión de Próspero como duque de Milán, su huida con la
pequeña Miranda, la sumisión del hermano usurpador a una
potencia más poderosa, es decir, uno de los temas más
shakespearianos, el estudio de los negros abismos del alma de
los hombres cuando ambicionan el poder y acuden a cualquier
medio para conseguirlo, desde Ricardo III a Macbeth, desde el
rey Claudio de Hamlet hasta el bastardo
Edmundo de El rey Lear.
La tempestad, que por algunos ha sido considerada testamento del
ideario shakespeariano, parece constituir una suerte de
reconciliación final — de perdón, según Astrana Marín— con ese
mundo trágico anterior. A ello no es ajeno la vejez y el afán
pacifista y tolerante tan propio de lo más granado de la
intelectualidad europea de la época, en el tránsito al Barroco,
desde Montaigne a Suárez, desde Cervantes a
Shakespeare, tras el
desasosiego de las guerras de religión, cuando parecen
decantarse y secularizarse los ideales de las reformas
protestante y católica y las adquisiciones del Renacimiento.
MIREIA ROS y NURIA ESPERT |
El poder que creyó tener el príncipe renacentista mediante una
confianza desmedida en la humana capacidad política para cambiar
fronteras y conductas viene a parar en este Próspero desterrado
que utiliza la magia y los espíritus para sus designios de
justicia, conciliación y consenso. Lo justo coincide con sus
aspiraciones y deseos, como en las fantasías de los niños. El
niño, inerme en el mundo incontrolable de los adultos, elabora
las mismas fantasías de omnipotencia que seducen al Shakespeare
prebarroco en su ilusión de última hora por un mundo pacífico y
justo. Es el mundo deseado en Los Ensayos, escritos por
Montaigne al margen de las feroces luchas que asolaron su país,
pero nunca desconociéndolas, ensayos que leyó Shakespeare, como
recuerda Astrana en su comparación de la utopía de Gonzalo y un
fragmento del humanista francés. El mundo de La tempestad tiene
que ver con las grandes utopías de Tomás Moro, Tommaso
Campanella y Francis Bacon, en la medida en que, pese a su
proyección exterior — Nápoles, Milán —, mensaje político
conciliador se resuelve en un ámbito cerrado — la isla—, con
resultados en los que el conflicto desaparece, y mediante el
poder de un ilustrado sabio —el mágico Próspero— pues un mago ha
de ser el sabio gobernante de la tradición platónica en la
conflictiva y harta Europa anterior a la terrible guerra de los
Treinta Años, una vez renunciada la simple virtuosa prudencia de
Maquiavelo o las solas cualidades morales de la tradición
erasmista.
El niño omnipotente, mito utilizado por Shakespeare como
solución a su metáfora de la Europa fratricida, es ese Próspero
que se vale de otras presencias infantiles — Ariel — y de su
dominio de los espíritus del mal — Calibán — para imponer un
orden ilustrado “avant la lettre”, benéfico y consensual. Para
desgracia de su generación y de Europa, no fueron Shakespeare ni
Cervantes las mentes que atinaron a ofrecer la gran visión de su
tiempo, sino el inglés Thomas Hobbes, cuarenta años más joven
que ellos, al que sí le dio tiempo a saber de la guerra de los
Treinta Años y de las luchas civiles en su propio país. A la
utopía del consenso, al anhelo de la república universal y al
afán pacifista de comienzos del siglo XVII sucedió la realidad
descrita en el Leviatán, la lucha de todos contra todos, la
violencia del estado natural, le concepción del individuo
aislado y alterado, el poder como tremendo protector no
ilustrado ni siquiera benéfico, que al menos pone orden en aquel
invisible caos y al que los hombres acuden guiados por su razón
y su utilidad, en un pacto que es necesaria aunque amarga
renuncia a buena parte de su albedrío originario.
La tempestad, con todas sus bellezas, con el optimismo de su
mensaje humanista, permanece así como el testimonio de los
hermosos ideales de una época que pronto serían desmentidos por
la horrible realidad. Una mágica naturaleza desencadenada, que
conduce al estupor de los personajes hacia el estado de
reconciliación, sirve de escenario al desenvolvimiento de la
utopía. La obra se desarrolla toda ella en el cielo abierto de
esa naturaleza animada por la magia de los espíritus obedientes
a la omnisciencia del todopoderoso Próspero.
La puesta en escena de Lavelli y Nuria Espert comete dos
tremendos errores contrarios al código formal y espiritual de la
obra, por una parte, el desafortunado dispositiva escénico, que
convierte en una alta caja da madera, opresiva y agobiante —
como si se pretendiera una sugerencia, que resulta errónea, de
una caja de sorpresas o una caja de Pandora que en lugar de
males concediera beneficios — esa natural en desencadenada que
tan decisivo papel cumple en el original y a la que se renuncia
en un preciosismo absurdo, estéril y, además, feo. Una horrible
forma de dar presencia escénica al mando cerrado de la isla.
Por otra, la asunción por
Nuria Espert de los papeles de
Próspero y de Ariel, en un desdoblamiento que a menudo resulta
confuso para el público que no conoce la obra previamente — por
la actuación, que sólo consigue gruesa diferencia donde hay que
dar matices —, pero que sobre todo altere lo que es una
relación, no una identificación. Parece como si el mito del
niño, omnipotente hubiera querido llevarse hasta la
identificación de Próspero y el niño-espíritu
Ariel. El
resultado es el escamoteo de una imprescindible presencia
infantil —como si en El sueño de una noche de verano
Oberón
fuera al mismo tiempo Puck, el genio, no niño, pero sí presencia
infantil— en esa narración para críos que, como todos los buenos
cuentos infantiles, es especialmente interesante para adultas.
Con la asunción por Nuria Espert de ambos
papeles pasamos del mito del niño omnipotente a la realidad del
adulto infantilizado narcisista. Ariel — el otro con respecto al
yo, Próspero— se convierte en una sucursal de
Próspero. Como
sabemos, para el narciso, el otro sólo existe en la medida en
que forma una parte sucursalista de ese yo desmesurado y
omnipresente que impide una perspectiva siquiera mínimamente
adecuada con respecto al mundo exterior.
Este es el gran peligro que no ha sabido ni querido evitar el
divismo de Nuria Espert a la hora de poner en escena una obra
que carece de protagonista escénicamente arrollador, en la que
todos los papeles poseen una relativa igualdad de presencia.
Miranda, otro fascinante personaje de la obra (que encarna muy
bien Mireia Ros), queda aplastado por este sucursalismo que la
opción de Lavelli y Nuria Espert impone el texto. A todo ésto
hay que añadir la insuficiencia de la dirección escénica de
Lavelli, un director con gran experiencia operística, cuya labor
es sólo ilustrativa, espectacularista, superficial, con una
serie de guiños al espectador en que parece subrayarnos lo
sublimes que pretenden ser sus “poéticas” ocurrencias, sus
gigantitos que recuerdan las absurdas traducciones escénicas de
Patrice Chérau de los gigantes de El oro del Rin, de
Wagner, el
más difícil todavía de las continuas apariciones tras la
abrumadora caja que se abre y se cierra, pero donde siempre
falta una desentrañadora potenciación de un texto al que se ha
decidido desconocer, y sólo utilizar.
La empresa de Nuria Espert, una mujer de teatro con gran gusto
para la selección de su repertorio, es ambiciosa, pero fallida
por insuficiencias imputables a su propia compañía. Es un
intento que se queda muy por debajo o muy al margen de sus
pretensiones, de su enorme costo, muy por debajo de las
expectativas que crea todo montaje de una compañía suya y, sobre
todo, muy por debajo del texto elegido. Muy mal se lo ponen a
los aficionados al teatro: o la sosa corrección de ciertos
proyectos de relativo o escaso interés, o la insuficiencia de
más altas pretensiones.
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