LA TEMPESTAD
PIEZA CREPUSCULAR Y DE ESPERANZA
Título: La tempestad.
Autor: William Shakespeare.
Versión y dirección: Helena Pimenta.
Escenografía y vestuario: José Tomé.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Espacio sonoro: Eduardo Vasco.
Intérpretes: Ramón Barea (Próspero), Álex
Angulo (Esteban, contramaestre), Jorge Basanta (Ariel),
Vicente Díez (Trínculo), Jesús Berenguer (Gonzalo),
Jacobo Dicenta (Sebastián), Pietro Olivera (Calibán),
Concha Milla (Miranda), José Tomé (Antonio)Jorge
Basanta, Mikel Losada y Fernando Ustarroz.
Compañía: Ur Teatro.
Estreno en Madrid: Teatro Albéniz, 24-II-2005. |
|
El de
La tempestad es otro Shakespeare, aunque abunden en ella
referencias a su teatro anterior. Esta obra, seguramente la
última que escribió, se cierra con un final insólito: el perdón
sustituye a la venganza. Próspero renuncia a castigar a quiénes
le despojaron del trono y le abandonaron en alta mar en un barco
a la deriva sin más compañía que su hija Miranda, pretendiendo
la muerte de ambos. Se ha escrito, no sé si con razón, que, en
el teatro del autor inglés, es el exceso dramático lo que pone
los límites en el escenario, y no los sentimientos. Aquí sucede
todo lo contrario. Esto significa que, en esta ocasión, no se
pretende subvertir, a través del caos, el orden establecido para
instaurar otro nuevo. Lo que el protagonista propone, después de
tener a su merced a los culpables de su desgracia, no es el
castigo, sino olvidar sus infamias y que le sea devuelto el
ducado del que fue despojado. Hay más cosas, claro está, en las
que bucea Helena Pimenta, cuyo conocimiento de la obra
shakespeariana ha acreditado sobradamente en trabajos
anteriores: la ciencia, disfrazada de magia, como vía para
alcanzar el bien; la exaltación del primer amor, que crece a
espaldas de la maldad que le rodea; y la visión del mundo,
reducido al tamaño de una isla, en el que cuanto sucede nos
parece irreal, como soñado, porque, al tiempo que es fiel
reflejo de los males que le aquejan –entre ellos, la ambición,
la violencia y la esclavitud-, muestra que la razón y las ansias
de libertad de algunos pueden salvarle.
Una vez más,
Pimenta sitúa el texto fuera de su época. No
traslada la acción a nuestros días, aunque algunos elementos
escenográficos y parte del vestuario remitan a ellos, sino a un
tiempo indefinido. A pesar de los deliberados anacronismos, la
propuesta resulta armónica y estéticamente bella. Una gran
pantalla apaisada y luminosa ocupa el fondo del escenario y ante
ella se extiende un espacio limpio en el que los actores recrean
las fantásticas aventuras tejidas por Shakespeare. Sorprende
gratamente, por su plasticidad y fuerza, la primera escena, la
del barco que naufraga en medio de la tempestad. No obstante,
algún borrón cae sobre tan cuidada caligrafía escénica, como es
la fugaz presencia de unas señales de tráfico que se nos antoja
innecesaria.
La interpretación tiene la uniformidad que suele distinguir a
las compañías estables, aunque en esta ocasión figuren en el
reparto algunos nombres que no son habituales en las
producciones de UR. No hay, pues, actores cuyo trabajo destaque
sobre el de los demás, salvo por la mayor o menor
importancia de
los personajes que representan. Ramón Barea es un digno
Próspero; Alex Ángulo, en el papel de contramaestre beodo,
consigue que pase desapercibida su larga ausencia de los
escenarios; y la veteranía le sirve a Vicente Díez para no
dejarse arrastrar por el payaso Trínculo hacia un histrionismo
que, como actor, siempre ha evitado. Entre los más jóvenes, el
buen hacer de Concha Millán resuelve el difícil reto de
enfrentarse a una Miranda que, en esta puesta en escena, ha
dejado de lado la ternura que muestra hacia su padre o el
desprecio que siente por el monstruoso Calibán, para convertirse
en un ser anodino e ingenuo, con una tan inmensa como
incomprensible tendencia a sorprenderse ante cualquier
acontecimiento que presencia.
|