RESEÑA
(DICIEMBRE, 1966)
(Nº 15, pp. 375 - 376) |
NUMANCIA
CERVANTES
(Era la época de los Festivales de España,
en los que el teatro giraba por las llamadas provincias.
En el reparto se puede ver nombres de actores jóvenes
como José Carlos Plaza – hoy director de teatro -, Ana
Belén,
José Luis Pellicena, Julieta Serrano… Miguel Narros,
director de la nueva generación.)
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Título:
Numancia.
Autor: Miguel de Cervantes. (En el 300 aniversario de
su muerte).
Escenografía y figurines: Francisco Hernández.
Música: Carmelo Bernaola.
Compañía: Teatro Español.
Intérpretes: Ana Belén, Berta Riaza, Pilar Muñoz, José
Carlos Plaza, María Rus, Pilar Sala, Fernando Nogueras, José
Manuel Cervino, Vicente Vega, José Luis Pellicena, Agustín
González, Francisco Vidal, Alberto Blasco, Ramón Corroto, Pablo
León, Dionisio Salamanca, Joaquín Pueyo, José María Guía, María
Luisa Ponte, Julieta Serrano, Pilar Puchol, Carmen Buylla,
Trinidad Reguero, Paca Ojea, Pedro Ceballos, J. L. Renovales,
Julio Morales, Maruja García, Eugenio Ríos y Claudia Gravi, y
gente de Numancia, hasta más de ochenta personajes.
Dirección: Miguel Narros.
Estreno en Madrid: Teatro Español, 3 de octubre de
1966.
En gira: Festivales de España 1968
Revisión en 1973 por el mismo Miguel Narros.
Intérpretes: Estrella Sanz, Alejandro Ulloa, Carlos
Lucena, José maría Grijalbo, José maría Blanco, Carlos Claudel,
Paca Ojea y otros…
Estreno en Barcelona: Teatro Griego de Montjuic, 12 -
VII - 1973.
El
teatro Español ha repuesto esta tragedia en una versión,
discutible por supuesto, de Miguel Narros. Uno no sabe
ante el nombre glorioso de Cervantes, el criterio a
seguir, porque aun reconociendo la reciedumbre de la obra —en
definitiva, reciedumbre y braveza que le comunica el propio tema
heroico—, ni obtuvo ni obtiene ahora felices comentarios en
nuestros historias literarias. Si ya, de entrada, tropezamos con
tales antecedentes de despego puede ocurrir que el resultado de
la versión venga lastrado por la fundamental carga plomiza de la
obra o por la insuficiencia de aliento del adaptador. Quiero
pensar que hay de todo un poco.
Históricamente la revalorización de Numancia coincide con
las épocas de ferviente nacionalismo. Nada de extrañar tiene que
el general Palafox la hiciese representar en Zaragoza en
los años de la resistencia contra Napoleón y que
en Madrid sus largas octavas reales entusiasmaran a la gente.
Porque es evidente que Numancia es una tragedia de fuerte
aliento colectivo, aunque en determinadas ocasiones se haya
escamoteado este extremo desplazándolo hacia un patriotismo
intransigente, un mucho suicida y hasta cierto punto parcial. En
Numancia — obra al fin y al cabo escrita en un momento
histórico de exaltación y hegemonía— se contiene y mantiene toda
la filosofía de la tragedia antigua, bajo cuyos cauces
tradicionales discurre. El sentido del honor, el estilo
arengario, el fatalismo de los hados, la apología de la guerra
como «hecho» o fasto, el reconocimiento del valor por el valor
abonan esta impresión. Los numantinos encauzan tales factores
por una constante muy ibérica y española: la independencia. Este
móvil de la independencia es el que ennoblece todos sus actos y
conductas, más que la pura gloria de vencer o que el heroísmo
gratuito, de signo espartano. Quiere decirse que el concepto
unitario, solidario, nacional en suma, se halla arraigado entre
los numantinos. En ellos cuaja eso que se llama un objetivo, una
unidad de destino; su estoicismo es un valor moral y, su
sacrificio, algo fértil de significado trascendente. El
patriotismo así informado, aunque no coincide con el modo
aislante y, modernamente, desfibrado de las nuevas tragedias,
confiere a Numancia una vigencia de prelación en orden a
las permanentes exigencias de la libertad. Creo que la usual
configuración de los personajes, donde alternan las figuras
históricas con las simbólicas — Cipión,
Yugurta, entre las primeras; el río Duero, España, entre
las segundas — incluye una insistencia en la grandeza épica, en
la nobleza de tono y elevación, consustancial a un género
literario de tanta tradición.
No es ocioso delimitar la línea argumental. Contribuye a
ilustrar y a reforzar la motivación ético de la obra.
Numancia está sitiada desde hace dieciséis años por las
tropas de Escipión, que han perdido la moral de
lucha, distraídos con los placeres y los vicios. El general
romano viene a despertarlos de su letargo y aviva los
sentimientos bélicos. Una embajada numantina pide la paz a la
que Escipión no da mayores esperanzas que
promoviendo el cerco de la ciudad. Entonces los numantinos
urgidos por su sentimiento religioso deciden aplacar a los
dioses mediante sacrificios, pero los dioses, con arreglo al más
riguroso «pathos», decretan el fin de la ciudad. Uno de los
caudillos ibéricos ofrece a Escipión dirimir su
destino en una batalla, reto que no es aceptado por el caudillo
romano sencillamente por estrategia: los numantinos están
agotados. Es el núcleo trágico provocador del heroísmo y de la
entrega al desaliento. En el paroxismo de la perdición, los
numantinos se dan muerte unos a otros, obligados por la Guerra,
Enfermedad y Hambre que juegan aquí su viejo papel barroco y
simbólico. Cuando el silencio y la tragedia reinan sobre
Numancia, Escipión entra en la ciudad. Sólo
Banato, joven guerrero, temeroso refugiado, está
vivo; arrepentido de sus indecisiones pasadas, rubrica el
sacrificio de su ciudad arrojándose también de la torre. El
final aparece desolado, patético, catártico, pero los vencedores
no uncen a su carro glorioso ningún cautivo. El «valor tanto» y
«la fuerza no vencida» queda lenta, majestuosamente narrada.
¿Hasta qué punto se nos comunica la ebriedad racial de
Numancia? ¿Son válidos los módulos expresivos en que se nos
ofrece? ¿Está respetado sin adulteraciones el espíritu nacional
y patriótico de la tragedia? Las respuestas nos pueden
tranquilizar. Narros ha respirado más la línea
(“resistente” de los numantinos que su notación «heroica», pero
resulta algo natural, si quería referir su espectáculo a nuestro
tiempo. Yo reconozco que no ha traspasado ciertos límites y ello
va en beneficio suyo. Quizá aparece menor la sensación casi
física del acoso, del cerco, y de la presión tratándose de una
versión, querámoslo o no, expresionista. Y sin duda, la frialdad
— a la que contribuyen algunos factores permanentes: deficiente
registro para decir el verso, opacidad de las indumentarias,
actores de mayor o menos categoría, etc.— es más que una nota,
una verdadera tónica. Los decorados de Antonio Hernández
tienen una indudable grandeza, y su impresionismo macrocósmico
recoge, por los caminos de la libertad artística, ese mundo
cuasi-religioso y sacral de toda tragedia. Ya en la aplicación
de los volúmenes ambientales y de la distribución posicional de
los «campus» existe cierto galimatías que, más que centrar la
atención en la densidad trágica, distrae y dispersa, con mengua
de la definición plástica de los dos antagonismos.
Numancia ha ido ganando conforme suceden las
representaciones. Sobre todo porque unas abreviaciones oportunas
vinieron a salvarla. Uno concibe la representación con brío,
braveza y vigor. Y con un ritmo más embridado. Hay que reconocer
que el estreno — con efectos chocantes o sin ellos — discurrió
entre diversos signos: grandes aciertos en el primer acto, con
finos y muy estilizados hallazgos y soporífero el segundo donde
el final, bonito y bien realizado, salva la representación.
Pienso que la timidez de Narros ante la tragedia de
Cervantes le hizo respetar parlamentos y parlamentos, cuando
lo lógico hubiera sido linear su «versión» sobre la nervadura de
los polos dialécticos, simbólicos y morales que, a niveles
elementales si se quiere, Numancia, posee. Verso arriba o
abajo no supone nada. La interpretación fue desigual y desvaída.
Con excepciones poco excepcionales, por lo demás.
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