PERRO MUERTO EN TINTORERÍA: LOS FUERTES
Violencia contra la violencia
Título:
Perro muerto en tintorería: Los fuertes.
Texto,
dirección, espacio escénico y vestuario: Angélica Liddell.
Iluminación:
Carlos Marqueríe.
Esculturas:
Enrique Marty.
Ayudante
de iluminación:
Eduardo
Vizuele
Ayudante
de dirección: Carmen Quintana.
Ayudante
de vestuario y escenografía: Liv Ö.
Producción: CDN-Atra Bilis.
Intérpretes:
Nasima Akaloo (Nasima),
Miguel
Ángel
Altet (Lazar),
Carlos Bolívar
(Octavio),
Violeta Gil (Getsemaní),
Angélica Liddell (El puto actor que hace de perro, Hadewijch),
Gumersindo Puche (Combeferre).
Estreno
en Madrid: Centro Dramático Nacional,
Teatro Valle-Inclán, Sala Francisco Nieva,
8 – XI - 2007. |

FOTO: ALBERTO NEVADO |
El Centro Dramático Nacional ha ofrecido su
escenario a una de las creadoras más arriesgadas y provocativas del teatro
español de vanguardia. Angélica
Liddell compagina, desde hace ya algunos años, las labores de
dramaturga, actriz, directora y diseñadora de escenografía y vestuario
en los espectáculos que realiza al frente de su compañía Atra Bilis, que integra junto a Gumersindo Puche. A ellos se unen en
esta ocasión otros actores y creadores a fin de responder a la invitación del
CDN con el espectáculo Perro muerto en
tintorería: Los fuertes, cuyo título sugiere ya la acre reflexión sobre la
violencia que el trabajo propone.

FOTO:
ALBERTO NEVADO |
Sorprende favorablemente esta iniciativa de
los responsables del CDN: Abrir las
puertas a los creadores escénicos que han ofrecido sus trabajos en salas
alternativas o en ámbitos minoritarios, pero han consolidado una trayectoria
artística notable, merecedora no sólo de un reconocimiento, sino, sobre todo,
de la posibilidad de confrontar su experimentación teatral con un público más
amplio y acaso distinto de aquel que acude con asiduidad a aquellas salas. Desde la lamentable
desaparición
del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, que precisamente se ocupaba de
exhibir las propuestas de los creadores emergentes, las instituciones públicas
han vuelto la espalda a cualquier tentativa que supusiera algún riesgo de
índole estética, que no se ajustara a determinadas convenciones o, simplemente,
que se adentrara por los territorios de la experimentación escénica. La
programación de un espectáculo de Angélica
Liddell en el CDN, al que
seguirá en breve un segundo, constituye
un estimulante precedente y sería deseable que se extendiera a otros grupos y
creadores individuales que podríamos considerar con el término, ya demasiado
impreciso, pero significativo, de vanguardia escénica.

FOTO: ALBERTO NEVADO
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Perro
muerto en tintorería: Los fuertes se construye desde
una multiplicidad de referentes, que cabría agrupar en dos bloques: un análisis
ferozmente crítico de la actualidad internacional y un entramado intelectual y
literario de procedencia clásica, en el más amplio sentido del término. La obsesión por la seguridad, sustancialmente
acentuada desde el atentado contra las torres gemelas, ofrece un contundente
punto de partida. La paranoia ante otros eventuales ataques empuja a una compulsión por el
blindaje que garantice una imposible seguridad
absoluta, lo cual genera un enloquecimiento colectivo y un recorte real y
perceptible de las libertades, que se traduce, paradójicamente, en una pérdida
de la verdadera seguridad personal y colectiva. Los estados sedicentes
democráticos transgreden las normas que les dan sentido como tales estados
precisamente en nombre de la defensa de la democracia y sus mandatarios
vulneran impunemente la ley y el espíritu que proporcionan el valor moral sobre
el que supuestamente se construyen las sociedades democráticas. El
contrasentido es dolorosamente evidente, pero no parece inquietar demasiado a
casi nadie.

FOTO:
ALBERTO NEVADO
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A partir de estas reflexiones y de algunas
noticias extraídas de la prensa en relación con este conjunto de fenómenos, Liddell escribe un texto que, según sus
propias palabras, pertenece al género
apocalíptico de la política-ficción. Un imaginario futuro presenta una distopía en
la que el enemigo ha sido aniquilado, pero, naturalmente, no se ha conseguido
extirpar el miedo, un miedo oscuro y vergonzante, pero no por ello menos agudo.
El
espectáculo transcurre en
este paraje emocional,
configurado por un complejo mosaico en el que reconocemos teselas procedentes
de la literatura ilustrada –Diderot, Rousseau- de la literatura bíblica –vetero
y neotestamentaria, desde el Génesis
al Apocalipsis, pasando por el Libro de Job o los Evangelios - y, por supuesto, de la variada literatura utópica,
entre otras.

FOTO:
ALBERTO NEVADO |
El atractivo del
planteamiento es evidente, como lo es la riqueza de los materiales literarios,
musicales y culturales empleados y asimilados por la dramaturga, la incisividad
de su contundente discurso. Por lo demás, Angélica Liddell ha
demostrado en sobradas ocasiones, y aquí lo confirma, su capacidad para crear
imágenes –verbales y escénicas- de inequívoco cuño personal, su pertinencia para
la representación de la violencia estética, su audacia para sumergirse en las
zonas más oscuras de
la
conciencia humana y
su valentía a la hora de enfrentarse con los monstruos engendrados por el sueño
de la razón individual y colectiva y su capacidad para representarlos con
singular plasticidad. Perro muerto en tintorería: Los fuertes
ofrece también momentos de una rara belleza, emanada precisamente de la fealdad
y de la mostración de la irracionalidad a través de una despiadada y rigurosa
ritualización. A estos elementos ha de añadirse el trabajo esforzado y poderoso
de algunos de los actores – de todos, pero singularmente de Miguel Ángel
Altet, de Violeta Gil, de Gumersindo Puche y de la propia
Angélica Liddell- o la inquietante y sugestiva construcción del espacio
escénico, sonoro y lumínico.

FOTO: ALBERTO NEVADO |
Sin embargo, hay algo que defrauda en este trabajo.
Las expectativas que despierta el planteamiento no se ven teatralmente
satisfechas a lo largo de un dilatado espectáculo, cuya intensidad decae en
muchos momentos y al que le falta la contundencia ideológica y estética que era
legítimo esperar, al tiempo que se dispersa por desviaciones innecesarias y por
reiteraciones tediosas que desdicen de la poderosa imaginación de Liddell y que hubiera sido preferible
que se depuraran
en el proceso. Menos justificable aún es la empalagosa verbalización de las vacilaciones - excesivas, también - sobre el propio
trabajo, que se extienden más allá de las dudas razonables de todo creador y de
todo pensador que se asoma a una realidad compleja, y que se aproximan, por el
contrario, a una irritación y a un malestar personal, acaso comprensible, pero
que, reducidos a la mera expresión infantilizada de la rabia, parecen estéticamente
estériles, como lo es su resolución en reconvenciones o en decepcionantes y
edulcoradas prédicas “buenistas”.
La pretendida sinceridad de algunos
parlamentos, a mitad de camino entre la agresividad o la solicitud de
indulgencia, resulta demasiado ingenua y teatralmente está superada ya al menos
desde la década de los setenta, como sabe muy bien la artista. La decisión de
exhibir o no su espectáculo en el CDN y
en unas determinadas condiciones es algo que atañe a la institución y a la
creadora, pero no hay por qué implorar el perdón de los espectadores ni
asignarles extrañas culpabilidades. Quizás en ese innecesario
ajuste de cuentas haya
malgastado Angélica
Liddell energías
que, empleadas en el espectáculo, lo hubieran elevado al nivel que muchos
esperábamos y que, sin duda, su creadora y su equipo son capaces de alcanzar y
aun de superar.
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FOTO: ALBERTO NEVADO |
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