RESEÑA,
2001
NUM. 326,
pp. 36 |
El matrimonio Palavrakis
ANGELICA LIDDEL Y SUS
ANGUSTIAS
Con
este texto el nombre de Angélica Liddel
comenzaba a ser familiar en los círculos de teatro off. Según el crítico la
obra de Angélica unía junto a una gran sordidez, una gran belleza plástica y
poética.
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Título: El matrimonio Palavrakis.
Autora: Angélica Liddel.
Dirección: Angélica González.
Espacio
plástico: Atra Bilis.
Intérpretes: Gumersindo Puche y Angélica González.
Compañía: Atra Bilis.
Estreno
en Madrid: Teatro Pradillo, 22- II– 2001
El matrimonio
Palavrakis
tuvo una infancia poco feliz. Tampoco lo será su matrimonio. Al regreso de un
concurso de baile que no han ganado, engendran a su hija en un cementerio.
Años después la perderán en un desgraciado accidente y su vida se
convertirá en un espanto. De describir ese espanto trata El matrimonio Palavrakis, de
Angélica Liddell. La voz de una
narradora sitúa los diversos momentos en que sucede la acción. El lugar es
siempre el mismo: un espacio sembrado de muñecos desmembrados. El
diálogo de los personajes, por su parte, ilustra las imágenes que se muestran
en escena. Imágenes que constituyen un amplio catálogo de truculencias y perversiones
sexuales que el atormentado matrimonio va arrojando sobre el escenario sin
solución de continuidad.
Que
no se produzca rechazo hay que atribuido a que el espectáculo, dominado por una
estética cursi, ofrece momentos de gran belleza plástica y que, en medio de su
sordidez, surgen situaciones no exentas de aliento poético. Ese es el mayor
mérito de la obra. En cuanto a la indiferencia, tan poco deseable en el teatro,
tiene que ver, a juicio del crítico, con el hecho de que Angélica Liddell y Angélica
González son una misma persona, de manera que ella asume la triple
función de autora, directora y actriz, y con su afirmación de que lo mostrado
sobre el escenario es una prolongación de sí misma, de lo que se desprende que
también se identifica con el personaje que interpreta.
El matrimonio
Palavrakis
tiene que ver, pues, con Liddell y
sus angustias. Éstas se las transmite al público, sin invitarle a reflexionar
y sin demandarle respuesta, entre otras cosas, porque ni la quiere, ni la
necesita. El público, testigo mudo o convidado de piedra de la pornográfica y
excesiva ceremonia, la contempla sin emoción.
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