RESEÑA (JULIO-AGOSTO 1990)
(Nº 208, pp. 5 – 6) |
EN LA SOLEDAD
DE LOS CAMPOS DE ALGODON
MONÓLOGOS ENTRELAZADOS
(La obra se estrena antes que haya
sido editada.
La urgencia de la actualidad con respecto a su reciente
muerte,
hace de Koltés un autor interesante por su línea
rupturista
en el panorama teatral) |
Título: En la soledad de los campos de algodón.
Autor: Bernard-Marie Koltés.
Traducción: Sergi Belbel.
Dramaturgia: Guillermo Heras y Joaquín Hinojosa.
Dirección y espacio escénico: Guillermo Heras.
Intérpretes: Joaquín Hinojosa y Gabriel Garbisu.
Estreno: Sala Olimpia, l – VI - 90. |
FOTO: CHICHO |
La obra de Bernard-Marie Koltés, el autor francés recientemente
fallecido a una edad temprana, parece haber suscitado el interés
de los medios teatrales oficiales españoles. A la publicación
por parte del Centro de Documentación Teatral y puesta en escena
en el María Guerrero de Combate de negro y de perros ha seguido
el montaje en la Sala Olimpia de una pieza que aún no ha sido
editada en castellano: En la soledad de los campos de algodón.
En una época de carestía de dramaturgos los nuevos autores son
recibidos con entusiasmo.
Esta pieza cuenta la historia de dos personajes que se
encuentran de manera fortuita y se sienten inexplicable pero
irremisiblemente atraídos. No es nueva esta situación en Koltés.
El dramaturgo ha dicho en alguna ocasión que ve a sus personajes
teatrales como seres atrapados en un lugar del que están
deseando salir. Este lugar reviste siempre caracteres de
provisionalidad y con frecuencia resulta hostil y ha convocado a
los personajes de manera un tanto arbitraria, Lo mismo sucede en
Combate de negro y de perros y La noche justo antes de los
bosques. Los encuentros que comenzaban de una forma casual, casi
accidental, se transforman en unas relaciones que no se deshacen
sino con la muerte.
La diferencia de En la soledad de los campos de algodón con las
otras dos piezas de Koltés que conocemos en España es
precisamente el carácter de estos dos personajes. Los
protagonistas de las piezas anteriores se caracterizaban por su
desvalimiento —en lo cual coinciden, al menos con el personaje
de El cliente, con el de En la soledad de los campos de
algodón—, pero, mientras aquellos obedecían a una construcción
próxima al naturalismo y al psicologismo tradicionales, a pesar
de la intención universalizadora, estos últimos se acercan a la
alegoría. Sus parlamentos conforman no tanto un diálogo, como
dos monólogos que se entrelazan y en los que el contacto no
siempre se establece. La idea de plasmar mediante personas de
carne y hueso dos aspectos de la condición humana o dos
abstracciones de lo humano es, en principio, sugerente. La
metáfora del vendedor que ofrece una atractiva pero no pregonada
mercancía, y del comprador que no se atreve a solicitar lo que
precisa, pero que tampoco es capaz de abandonar la posibilidad
de la transacción, se convierte en el enfrentamiento entre la
vida reglamentada y honesta contra la vida del deseo, de la
ilusión y, paradójicamente, de la naturaleza. Pero, si bien con
esos supuestos teatrales era posible construir una interesante
historia, Koltés ha desperdiciado esa posibilidad para construir
un discurso voluntariamente difuso en el que no es difícil leer
una defensa de la homosexualidad, que pese a la aparente
brillantez de su lenguaje poético, resulta ya un tanto manida y
defrauda a quienes esperábamos del autor la posibilidad de una
auténtica renovación de la viciada escena del momento. Es
inevitable una cierta sensación de confusión en el espectador, y
no tanto por el hermetismo de la pieza sino por la falta de
coherencia del discurso del dramaturgo.
El montaje, que utiliza un espléndido decorado y una adaptación
más del espacio escénico disponible en la versátil Sala Olimpia,
en busca de una mayor movilidad de los personajes o tal vez de
su mayor proximidad al espectador, no contribuye en modo alguno
a la clarificación de la historia, ni aporta nada —todo lo
contrario— a lo que quedó escrito en el texto. La dirección
carece de ideas y se ha limitado a troquelar a unos personajes
que mantienen unas formas repetidas e invariables, mientras
deambulan sin convicción a lo largo y a lo ancho del espacio
escénico presidido por un decorado tan bello como inútil
dramáticamente. Los matices interpretativos están ausentes por
completo y la arbitrariedad es la norma para la representación
del proceso de los personajes. Dos actores con buena voz y con
recursos personales, como son Joaquín Hinojosa y Gabriel
Garbisu, se ven maniatados por una pobre concepción de sus
papeles, quizá no bien comprendidos por el director, y su
actuación queda muy por debajo de sus posibilidades.
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