EL
VALS DEL ADIÓS
Gritos
con sordina
Título: El Vals del adiós (inspirado
en un texto original de Louis Aragon)
Autor: Louis Aragon
Adaptación
y dramaturgia: Carlos
La Rosa
Música
original y acordeonista: Alfredo Valero
Vestuario: Tanya Sánchez
Espacio
Escénico: Paco
Ponte
Multimedia: Carlos
La Rosa
Iluminación: Roca
Producción
ejecutiva: Ester
Rodríguez
Intérprete: Fernando Guillén
Dirección: Carlos
La Rosa
Estreno
en Madrid: Teatro
Español
(Sala Pequeña), 31 – V - 2007 |
FERNANDO GUILLÉN |
Fernando Guillén ha elegido
para su retirada de los escenarios este texto no teatral de Louis Aragon, el mismo con el que hace
ya seis años el actor francés Jean-Louis
Trintignant dictó una lección magistral en el marco del Festival de Otoño de Madrid. ¿Qué
tiene El vals del adiós para que haya
interesado a estos importantes actores? No su teatralidad, desde luego, que es
nula. Estamos ante el repaso en voz alta de las páginas escritas en forma de
carta a los lectores por un hombre que cuenta, en pasado, algunos
pequeños acontecimientos vividos en las calles de Paris a los largo de
una noche. Louis Aragon, uno de los
máximos representantes de las vanguardias históricas y miembro activo del partido Comunista Francés, de cuyo Comité
Central formó parte, quiso despedirse con ese texto de sus lectores de Les Lettres Francaises, revista que
había fundado y que dirigió durante varias décadas. Se trata de un escrito
surgido de quién une al dolor causado por la muerte reciente de su esposa y compañera, el producido por el
obligado cierre de la revista al haber perdido el apoyo financiero del Partido
Comunista en represalia a sus críticas por la invasión rusa de Checoeslovaquia
en 1968. No se trata del testamento de un suicida, sino del anuncio de su
voluntaria muerte política y literaria y el punto de partida hacia una muerte
anunciada, pero que todavía tardaría diez años en llegar. Un texto
estremecedor que destila el sentimiento de haber librado una batalla estéril,
el dolor de la derrota y una cólera apenas contenida. Varias veces está a punto
de estallar, pero, como dice el personaje, “cuando sufro he aprendido a no gritar”.
Es harto curioso que en los trabajos
de Trintignant y de Guillen, no aparezca la palabra “interpretación”.
En el primero fue sustituida por “lectura” y, en el que ahora nos ocupa, por “dicho”.
Esta calificación se justifica por las características de un espectáculo basado
casi exclusivamente en la repetición a viva voz de lo previamente escrito, en
el carácter pretérito de los acontecimientos, que no son, pues, vividos en
escena,
FERNANDO GUILLÉN
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sino narrados. Pero es una definición humilde, pues lo que se ofrece no
es una disertación o una conferencia. El actor no es un orador que transmite
sus conocimientos al auditorio, sino que interpreta a un personaje que relee un
texto que ha redactado él mismo y, al hacerlo, reaviva la emoción que sintió al
concebirlo. El espectador escucha sus palabras, pero a través del gesto
austero, aunque siempre expresivo, se
introduce en el interior del ser que las pronuncia, y comparte su desazón. Un
acordeón convierte el soliloquio en diálogo. La música de Alfredo Valero, que él mismo interpreta, es muy bella, pero no
imprescindible. Lo que sí sobran son las imágenes que se proyectan. Distraen de
lo que importa, que es la palabra, la palabra de un poeta genial, y de quién,
sobre el escenario, la hace suya y la transmite en una de los mejores trabajos
de su dilatada vida de actor.
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