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EL PORTERO
UN FRAGMENTO DE VIDA




FOTOS: ROS RIBAS

Título: El portero.
Autor: Harold Pinter.
Traducción: Inmaculada Garín.
Escenografía e iluminación: Carles Alfaro.
Vestuario: Alejandro Andujar.
Realización vestuario: Maribel Rodríguez y María Calderón
Maquillaje y Peluquería: Nines Rivera
Diseño de sonido: Javier H. Almela
Fotografía: Ros Ribas
Diseño gráfico: Estudio Manuel Estrada
Ayudante de dirección: Rafael Díez-Labín
Taller de escenografía: Jordi Casstells
Utilería y atrezzo: Vázquez Hnos. y Teatro de La Abadía
Equipo técnico: Teatro de La Abadía
Producción: Teatro de La Abadía
Coproducción: Bitò Producciones
Intérpretes: Enric Benavent (Davies), Luis Bermejo (Aston) y Ernesto Arias (Mick).
Dirección: Carles Alfaro.
Duración aproximada: 2 horas
Estreno en Madrid: Teatro de la Abadía,
5 – X - 2006.


El portero es un fragmento de vida cogido al vuelo por un autor observador en el que tres personajes se encuentran en un espacio cerrado comunicado con el exterior a través de un sórdido pasillo y de una ventana. Es una sucia estancia llena de camas, armarios desvencijados, fogones, un cubo bajo una gotera, sillas, maletas y otros mil cachivaches inútiles. Se trata de una vivienda de un barrio a las afueras de Londres en la que se encuentran tres individuos de rara personalidad. Uno, Mick, es el dueño del piso, aunque no suele ocuparlo; otro, Aston, su hermano, vive en él y se encarga de cuidarlo; el tercero, Davies, es un anciano vagabundo al que Aston invita a alojarse allí hasta que encuentre solución a sus problemas. Poco más es lo que llegamos a saber de su pasado. A través de sus conversaciones, averiguamos algunas cosas, no muchas. Por ejemplo, que las relaciones entre los hermanos son tensas y que Aston estuvo internado en un centro psiquiátrico. De Davies, que es un tipo intrigante y agresivo, poco de fiar. Tampoco llegamos a intuir su futuro. Davies dice que regresará a su ciudad natal para recuperar sus documentos de identidad, Aston, que construirá un cobertizo en el jardín de la casa, y Mick, que convertirá la vivienda en una lujosa residencia. Pero el largo silencio con el que concluye la obra anuncia que ninguno de los tres cumplirá sus deseos. Entre ese pasado desconocido y el futuro incierto, sólo nos es permitido conocer el presente, esto es, lo que sucede en el tiempo concreto en que se desarrolla la representación.
 

FOTO: ROS RIBAS
Davies acepta la invitación de Aston para quedarse temporalmente en la vivienda, pero enseguida se comporta como si fuera el dueño. La gratitud inicial muda en insolencia. Logra enfrentar a ambos hermanos y, según de que lado se inclina la balanza, se pone de una u otra parte. Hay algo en estos personajes que les emparenta con los de Esperando a Godot. Ellos también esperan algo que no acaba de llegar. Pero, a diferencia de lo que sucede con las criaturas de Beckett, desconfiamos de lo que dicen. No se expresan con claridad y sus palabras, a veces irónicas y siempre corrosivas, merecen menos crédito que los silencios. No percibimos que aquellas, sobre todo las que pronuncia Davies, sean vehículo de comunicación, sino herramienta para hacerse con el poder. Nada nuevo, pues. Alguien dijo que, El portero, es un drama sobre personajes de carne y hueso. Definición tan sencilla como precisa.

Es un acierto que La Abadía haya producido este espectáculo, dado a conocer en España por partida doble en 1962, apenas tres años después de que fuera escrito, pero que no había sido representado de nuevo, al menos en el ámbito profesional. Entonces lo hicieron, en Madrid, Dido Pequeño Teatro, con dirección de Trino Martínez Trives, y, en Barcelona, la compañía Adriá Guall, a cuyo frente estaba Ricard Salvat. También está bien que el encargo de la puesta en escena haya recaído en Carles Alfaro, buen conocedor de la obra del dramaturgo inglés. Su trabajo es respetuoso con el texto original y con el espíritu que presidió su escritura, lo cual, hoy en día, es digno de alabanza. Estamos, pues, ante un Pinter sin adulterar.
 


FOTO: ROS RIBAS
Los tres actores que forman el reparto responden a las características de los personajes que interpretan. Aunque Luis Bermejo está lejos de aparentar la edad que el autor señala para Aston - los primeros treinta años de su vida -, es el tipo sobrio, huraño y sin demasiados bríos que sugiere el texto. Tampoco, por su físico, Ernesto Arias parece haber llegado a sus últimos veinte años, pero reconocemos en él al provocador que, sin haber dado un palo al agua, está de vuelta de todo. Enric Benavent es el viejo vagabundo. Un personaje agradecido que permite mostrar muchos registros interpretativos. Pasa, sin solución de continuidad, de la humildad a la soberbia, de la ignorancia a la sabiduría y de la sumisión a las ansias de poder. Su afán por convertirse en dueño y señor de un espacio que no le pertenece provoca en el espectador, alternativamente, compasión y rechazo. Conmueve su situación, pero mueven a risa sus tretas para intentar modificarla. Unas risas reclamadas por Pinter, a cuyo estallido contribuye el actor de buena gana. No creo que sea culpa suya ni del autor que, la noche del estreno, parte de los espectadores no siempre las colocaran en el lugar adecuado.


JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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