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A ELECTRA LE SIENTA BIEN EL LUTO
UN AMBICIOSO PROYECTO

Título: A Electra le sienta bien el luto (Mouring becomes Electra)
Autor: Eugene Gladstone O’Neill
Versión: Mario Gas
Escenografía: Antonio Belart/Mario Gas
Iluminación: Carlos Lucena/Mario Gas
Vestuario: Antonio Belart
Ayudante de dirección: Damià Barbany
Coproducción: Festival de Teatro Clásico de Mérica, Festival de Teatro y Danza de Las Palmas de Gran Canaria.
Producción delegada: Ves Quina Cosa, S.L.
Producción ejecutiva: La Perla Lila, S.L.
Intérpretes:
Los Mannon: Constantino Romero (Ezra Mannon),
Maru Valdivieso (Cristine), Emma Suárez (Lavinia),
Eloy Azorín (Orín)
Los Niles: Bea Segura (Hazle), Albert Tripla (Peter)
Los otros: Emilio Gutiérrez Caba (Seth),
Ricardo Moya (Amos, Dr. Blake, Small),
Sergio Ramírez (El Bastardo, Capitán Brant),
Cantor (Constantino Romero).

Director: Mario Gas.
Duración: 2 horas (sin intermedio)
Estreno en Madrid: Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional), 3–II-2006.



FOTOS: M. RODRÍGUEZ

O’Neill escribió esta personal versión de la Orestíada en 1931. Situó la acción dramática a mediados de la década de los sesenta del siglo XIX, en una localidad costera de Nueva Inglaterra, y conservó una curiosa proximidad fonética entre los nombres de los personajes imaginados por los tragediógrafos griegos y los concebidos por él mismo en la Norteamérica decimonónica. Mantuvo también la estructura de trilogía, heredada de la propuesta de Esquilo, lo que proporcionó a la obra una


EMILIO G. CABA
FOTOS: M. RODRÍGUEZ
extensión inusitada en el teatro moderno, y emplazó los acontecimientos de la historia al final de una guerra, que, como la griega, bien podría tener carácter fundacional de un Estado emergente. No falta tampoco el orgullo de clase y de casta, que convierte a los Mannon en una familia excluyente y soberbia, en cuya historia anterior a los sucesos que se desarrollan en A Electra le sienta bien el luto, ha demostrado su crueldad moral, circunstancia que contribuirá, a su vez, a la tragedia que destruirá a la familia, porque, a diferencia de lo que ocurría en la Orestíada, no hay aquí perdón.

Y es precisamente desde este concepto de la ausencia de perdón, tan ligado al de la guerra misma, desde el que O’Neill reelabora su lectura del mito. La historia se presenta como un proceso de destrucción en cadena, de prolongación de la violencia de una contienda sólo aparentemente terminada. Lavinia significa, más que ningún otro personaje, esa negativa al perdón, lo que la acerca, acaso más que a la Electra originaria, a las Erinias de la trilogía griega y su implacable exigencia de remordimiento y de venganza. Por eso su personaje aparece siempre como detonante de cada una de las muertes y, además, de su propio castigo, una especie de muerte civil, también de inequívoca raigambre trágica.

 

EMMA SUÁREZ/ C. ROMERO
MANU VALDIVIESO
FOTOS: M. RODRÍGUEZ
La causa de la guerra y de la violencia tiene su expresión dramática en las relaciones incestuosas entre los personajes, que converge con la tradicional interpretación psicoanalítica, pero que otorga una mayor dimensión teatral, nuevamente, al personaje de Lavinia. Lavinia verá a su madre – Cristine - como una intrusa, como una rival en el amor que la hija profesa a su padre, el general Ezra Mannon, pero también como una rival en las relaciones con el amante, el capitán Brant, con el que Cristine se ha consolado de la ausencia del déspota Mannon, y al que Lavinia desea y acosa. Y Lavinia pretende también atraer hacia sí a su hermano Orin, justamente porque es el preferido de su madre, con quien mantiene una singular relación afectiva, que, si bien carece de consumación sexual, sugiere un deseo latente y una intimidad que excluye a los demás personajes. Frente al deslumbramiento que siente por la guerra el general Mannon, Orin, prolongación del espíritu de su madre, es un héroe a su pesar, lo que lo convierte paradójicamente, en una víctima más de la violencia de su padre.

Si tanto Sófocles como Eurípides habían titulado ya con el nombre la hermana de Orestes la historia de la trilogía de Esquilo, O’Neill agiganta a este personaje y lo convierte en el elemento axial de esta trilogía, cuya riqueza simbólica permite leerla como una imagen apocalíptica, precursora y de visionaria, de determinados aspectos relacionados con el papel que desempeñaría la sociedad que, en el momento en que se sitúa la acción, se encontraba en proceso constituyente.
 

FOTO: M. RODRÍGUEZ
Mario Gas ha acometido el montaje de A Electra le sienta bien el luto inmediatamente después de poner en escena a su antecesora, la Orestíada. Y, como hizo con aquella, ha procedido a una tarea de dramaturgia que reduce drásticamente su extensión, sin que, en ninguno de los dos casos, haya implicado una mutilación de los contenidos dramáticos. En la escenificación, siguiendo los códigos de la tragedia, predominan la austeridad y la elegancia. Una monumental fachada, flanqueada por unas grandiosas escalinatas, evoca a partes iguales la residencia de los Mannon y los palacios de las tragedias griegas. Esta impresionante escenografía no sólo enmarca la acción, sino la simboliza y la determina, proporciona la atmósfera moral y comunica ambos mundos, tan distantes históricamente. Pero, además, señala la pauta estética de una escenificación en la que dominan la verticalidad y la majestuosidad, el estatismo, y la casi total ausencia de accesorios. Los tonos blancos dominan en la iluminación. El vestuario prefiere los colores oscuros y, es siempre elegante y señorial. El movimiento escénico busca resaltar la rigidez y hasta el hieratismo, al menos en los personajes principales, lo que contrasta con el personaje del viejo criado Seth, feliz resolución por parte de O’Neill del problema del coro trágico, cuyas intervenciones quedan confiadas a este hombre, que constituiría la voz del pueblo. Por ello el director lo hace deambular sobre todo por las escalinatas inferiores, encorvado y hablando temeroso con su voz rota, pero poco proclive al silencio.
 

MANU VALDIVIESO/ELOY AZORIN
FOTO: M. RODRÍGUEZ
El reto que supone la interpretación de esta tragedia griega releída por la incipiente literatura dramática norteamericana no es precisamente sencillo, máxime si tenemos en cuenta la escasa tradición española última en la representación de la tragedia clásica. Tal vez por ello haya que mostrarse indulgente con algunos trabajos actorales que, si no resultan brillantes, sí parecen correctos, elegantes o eficaces. Así sucede, por ejemplo, con los de Maru Valdivieso, Emilio Gutiérrez Caba o Bea Segura. Menos acertados están, en mi opinión, una Enma Suárez, pobre en recursos y en imaginación, muy alejada del complejo y atormentado personaje que encarna; un impostado y fantasmagórico Constantino Romero, y un Eloy Azorín todavía muy inmaduro para un trabajo de estas características.


Eduardo Pérez – Rasilla
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