RESEÑA, 1992
NUM. 2231, pp. 20 |
JUGAR CON FUEGO
AMOR SIN CLASES
EN LA NOCHE DE SAN JUAN
El Madrid Cultural 1992, por ser Madrid Capital Europea
contó con una serie de actos. Entre ellos ofrecer un
ciclo de Zarzuelas Madrileñas. Se aprovechaba para
inaugurar el Teatro Madrid. Entre ellas se estrenó Jugar
con Fuego, por la compañía Ópera Cómica de Madrid. |
Título: Jugar con Fuego.
Autor: Ventura de la Vega.
Música: Fco. Asenjo Barbieri.
Adaptación literaria: Opera Cómica de Madrid.
Edición crítica: María Encina Cortizo, Instituto Complutense de
Ciencias Musicales Madrid, 1992.
Escenografía: Carlos Cugat.
lluminación: José L. Rodríguez Moreno.
Coreografia: Tomé Arujo.
Vestuario: Cornejo.
Producción: Madrid Cultural.
Dirección escénica: Horacio Rodríguez Aragón.
Dirección musical: José Luis Temes.
Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid.
Intérpretes: María José Sánchez (Duquesa de Medina), Francisco
Matilla (Marqués de Caravaca), Santiago Incera (Félix), Pedro
Farrés (Duque), Enrique R. del Portal (Antonio), Marta Moreno
(Condesa), David Pinilla (Loquero).
Estreno en Madrid: Teatro Madrid
(La Vaguada), 7 de junio de 1992,
Madrid Cultural 1992. |
FOTOS: Mª RODRÍGUEZ TESTA |
Ventura de la Vega construye un libreto (1851), inspirado
(fusilado, dicen los menos piadosos) en La condesa de Egmont de
Lancelot. Maquilla de españoles el ambiente y personajes
franceses y los barniza con nuestros clásicos. De Francia
conserva el matiz de «figurón» en el Marqués de Caravaca, y lo
extiende al resto de los personajes masculinos: duque (padre de
la duquesa de Medina) y Félix (el hidalgo amante de la duquesa)
son igual de tontos. Pero quien se lleva la palma en la
pazguatería es Félix. En cambio, los personajes femeninos son
agudos e inteligentes. La duquesa de Medina (la protagonista)
sabe urdir veinte mil tretas para lograr a su pazguato
enamorado. ¿Quería indicar Ventura de la Vega algo más o se
limitó a trasladar las ideas francesas? No es extraño que en su
mente anidaran las mujeres escénicas de Lope. Este contraste de
rala masculinidad e inteligente feminidad, sazona a la obra de
cierta solapada carga feminista. Pero hay algo más -¿fruto de
las ideas liberales o rescoldo del original francés?-: la
ruptura de clases sociales: los amores entre la duquesa y el
«hidalgo de montaña».
Además, el ambiente es la «locura» del amor que lleva a
desquiciar todo (el último acto se desarrolla en el manicomio).
No es casual que esos amores locos surjan en la noche de San
Juan, a orillas del Manzanares. Una localización temporal y
espacial muy similar a la de El sueño de una noche de verano.
FOTOS: Mª RODRÍGUEZ TESTA |
Todos estos ingredientes ofrecen un libreto ingenioso, hábil y
de moderada crítica. Barbieri lo ha llenado de música más
cercana al estilo operístico italianizante que al español, y con
cierto toque rossiniano (el concertante del primer acto entre
barítono, bajo y soprano) o donizettiano (en el «De noche cuando
tiende la noche el negro velo» del tenor), romanza reiterativa
en la primera parte «la vi por vez primera», pero inspirada en
el «De noche... » (segunda parte) tanto en música como texto. En
esa época todavía no ha hecho el trasvase a melodías más
hispanas, si exceptuamos el aire de bolero del dúo del primer
acto entre tenor y soprano.
El tono operístico le da prestancia y calidad, sobre todo en el
concertante final del segundo acto. En nada tiene que envidiar a
cualquier fragmento de coloratura verdiana. De gran delicadeza
es la romanza de la duquesa «Un tiempo fue que en dulce calma»
rematada en un brillante agudo. La partitura, rica en
orquestación y coros que agrupa soprano, tenor, barítono y bajo,
se emparenta con la ópera bufa francesa y la ópera italiana.
La versión ofrecida por el Teatro Madrid, que recupera el número
de la «Donosa Tapada», ausente en otras ocasiones, consigue una
digna puesta en escena, en la que Horacio Rodríguez Aragón mueve
a los personajes inteligentemente sacándole buen partido, con un
sobresaliente en el movimiento coral del segundo acto: la danza
palaciega y los corrillos de murmuración en la introducción y el
concertante final, con el deambular del coro según líneas
espaciales acordes con la música. Lo mismo sucede con el
brillante final de los locos y el marqués de Caravaca.
No obstante, hay otros momentos inexplicables, pobres en
inspiración. Parece como si la dirección tuviera dos manos
distintas. A la introducción en el Manzanares le falta el
encanto, la poesía y el misterio de la noche de San Juan. Es
más, saca de escena demasiado pronto al coro y la figuración
cuando entran la duquesa, marqués y duque, con lo cual el
escenario, amén de desangelado, se queda sin el juego de
ocultación de la duquesa entre los personajes. En el segundo
acto hace entrar en acordes estáticos a la corte, cuando
Barbieri ha escrito una sugerente partitura descriptiva de la
llegada de todos los participantes. La bella escenografía del
último acto olvida la obligada visibilidad del público. Las dos
pilastras centrales ocultan la acción y, ya que consiente en ese
desafortunado espacio escénico, resulta una torpeza el situar la
última romanza detrás de ellas. No vemos a la soprano.
La época se ha adelantado. En vez de los trajes dieciochescos a
lo «pompadour», se diseñan los de la época española de Felipe
IV. Lo cual, acertadamente, caracteriza más el ambiente español
y crea una bella composición, resplandeciente en el segundo
acto.
Carlos Cugat construye una bella escenografía, con gran
personalidad en el tercer acto y menos brillante en el primero,
aunque es funcional. Le falta el toque del madrileño Manzanares
y cierto encanto de noche de San Juan.
José Luis Temes -director musical y habitual en la ópera joven-
dirige con brío, fuerza y sensiblidad, logrando un punto álgido
en el mencionado concertante. Esta es la parte más brillante a
todos los niveles: solistas, coro y orquesta. Al oírlo se siente
la nostalgia de que Barbieri no hubiera seguido ciertas huellas
operísticas. Es un número brillante.
FOTOS: Mª RODRÍGUEZ TESTA |
María José Sánchez (duquesa, soprano), Santiago Icera (Félix,
tenor) y Francisco Matilla (Marqués de Caravaca, barítono)
fueron los intérpretes de mi velada. María José es una bella voz
con bajos algo dudosos, cuya romanza del último acto sonó con
gran delicadeza. Con gran soltura en la interpretación construyó
una pícara y agradable duquesa. Santiago Icera, más vacilante
tanto a nivel vocal como interpretativo en ciertas ocasiones, y
Francisco Matilla mostró una gran soltura interpretativa - ya en
aquel Viva la ópera de Donizzetti hizo gala de ello - y una
seguridad vocal a toda prueba, que llega a la cúspide en la
escena de los locos al unir cante y movimiento en escena. Pedro
Farrés (duque, bajo) está dotado de seguras y bellas calidades
sonoras. El coro de la Comunidad de Madrid supo estar a la misma
altura y mostró también unas buenas dotes interpretativas.
Jugar con Fuego ha sido un bello espectáculo, tanto por el texto
como por la música y versión ofrecidas en el ciclo de «Madrid
Cultural 92». A pesar de ello, sigo pensando - desde que la vi
por vez primera, allá por los años cincuenta que es un texto con
un final musical poco feliz. La brillantez se acaba en el
segundo acto. Las crónicas cuentan que para este acto final
había un bello «duetto». Se suprimió por consejo de
Ventura de
la Vega. Probablemente es el brillante broche que necesita. No
sé si existe la partitura del tal «duetto». Incluirlo en esta
versión hubiera sido una aportación al proceso investigativo que
ha caracterizado a esta muestra.
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