LA RETIRADA DE MOSCÚ
SEPARACIÓN CONYUGAL TARDÍA
Título: La retirada de Moscú.
Autor: William Nicholson.
Versión: Nacho Artime.
Escenografía: Daniel Bianco.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo.
Vestuario: María Luisa Engel.
Música original: Yann Diez Dolzy
Producción: Concha Busto y Nacho Artime
Intérpretes: Toni Cantó (Jaime), Gerardo Malla
(Edward), Kiti Mánver (Alice).
Dirección: Luis Olmos.
Estreno en Madrid: Centro Cultural de la Villa, 15 –
IX - 2005.
La
retirada de Moscú es una comedia – dramática - sobre la crisis
de la pareja. Una más, aunque concurre en ella la circunstancia
singular de que los miembros que componen esta pareja se
encuentran ya en los umbrales de la vejez, lo cual proporciona
un contrapunto doloroso y cómico a la vez, siempre contenido y
sutil, a los tonos que suele revestir el enfrentamiento
matrimonial cuando llega a la situación de la ruptura. En la
historia interviene el hijo de la pareja, un hombre ya maduro
que vive solo desde hace algún tiempo, y que visita
ocasionalmente a sus padres, pero, que, a raíz de la ruptura, se
convierte en árbitro, confidente e intermediario.
Como música de fondo, resuenan en el conflicto dramático las
palabras que el padre lee en un libro sobre la retirada de las
tropas napoleónicas de Moscú, jalonada por una interminable
sucesión de bajas, que presenta la supervivencia como algo casi
inimaginable. Metafóricamente ocurriría algo semejante con la
vida de cada ser humano. Sobrevivir es ya una utopía casi
inalcanzable en una existencia marcada sistemáticamente por la
derrota. Así, desde el comienzo de la comedia - ¿o se trata de
un drama? -, durante el cual se leen unas vívidas pero
desoladoras líneas sobre aquella retirada, entendemos que los
personajes están abocados al fracaso personal, a pesar de que se
nos presenten en una intimidad familiar tópica y aparentemente
feliz, con los atributos habituales en la representación de ese
bienestar.
Pronto un impensado enfrentamiento entre el matrimonio, que
adquiere un imprevisto y desproporcionado grado de violencia
verbal e incluso física por parte de la mujer, nos sitúa ante
dos personajes que han convivido durante muchos años sin lograr
por ello una comprensión mutua ni la armonía como pareja,
características que ahora se adivinan ya imposibles. El anuncio
de la separación es también brusco y se presenta como algo ya
consumado por parte del marido. Y si la reacción intemperante,
casi brutal, de la mujer ponía de manifiesto un cierto grado de
desequilibrio y de histeria o, al menos, un desasosiego profundo
y mal contenido, las confidencias del padre al hijo, nos revelan
a aquel como un hombre endeble, inseguro y dependiente, que ha
decepcionado, sin duda, a una mujer imaginativa y temperamental.
Los días que siguen a esta separación no harán sino confirmarnos
estas características de los personajes. La mujer, obsesionada
por recuperar al marido, lo acosa o urde toda suerte de
estrategias para conmoverlo o para fastidiarlo. El hombre
continúa con su manso carácter y sigue al detalle las precisas
instrucciones de su nueva compañera. El hijo, mientras tanto,
trata de atenuar el dolor experimentado por la madre y de que
esta deje de atosigar al padre.
No le faltan a la pieza momentos de intensidad, rasgos de
interés dramático en el conflicto y en los personajes ni
pulcritud en el lenguaje, pero el interés decae antes de la
mitad de la historia, cuando se ha consumado la separación y no
caben ya sino variables de los encuentros entre el hijo y la
madre, el hijo y el padre u, ocasionalmente, entrevistas del
matrimonio ya separado. Así, la acción avanza tediosamente sin
sorpresas ni relieves, abusando de relatos o de conversaciones
prescindibles, hasta que termina por inanición dramática, aunque
podría haber seguido indefinidamente.
No ayuda mucho una concepción del espacio, configurado por un
imponente salón del hogar del matrimonio, que sirve
exclusivamente para las escenas iniciales, pero que, inamovible,
se convierte en una trampa para buena parte de la acción
dramática subsiguiente. Cuando los personajes se desplazan a
otros lugares hay que recurrir a extrañas semipenumbras en las
que sustraerse al contundente salón familiar que ocupa el
escenario. Las transiciones resultan de este modo un tanto
mecánicas inciertas por momentos.
El trabajo actoral, por el contrario, se muestra comprometido y
convincente. Gerardo Malla – el padre -, en un papel que parece
cortado a su medida como intérprete, da vida a un personaje que
se muestra tranquilo incluso en las situaciones más
desquiciantes, carente de iniciativa sin la ayuda de una mujer y
desvalido, pese a que no carece de convicciones y de seguridades
intelectuales y morales. Menos entonada está Kiti Mánver – la
madre - en un personaje difícil, quizás, por el desequilibrio de
su carácter, pero que lleva en ocasiones, e innecesariamente, a
límites próximos a lo caricaturesco. Toni Cantó – el hijo -
lucha con verdadero esfuerzo para conseguir un personaje
creíble, aunque su buena voluntad no sea suficiente para suplir
algunas carencias actorales que se manifiestan, por ejemplo, en
sus dificultades para desenvolverse físicamente en el escenario.
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