RESEÑA, 1994
NUM. 249, PP.18 |
TIERRAS DE PENUMBRA
UNA HISTORIA DE AMOR
Primero guión televisivo y después teatro,
la historia de W.
Nicholson aterrizó en el cine de la mano
de R. Attenborough. |
Título original:
Shadow lands.
Producción: R. Attenborough y B. Eastman (Gran Bretaña, 1993).
Guión: William Nicholson.
Dirección: Richard Attenborough.
Fotografía: Roger Pratt.
Música: Gerry Humphreys.
Montaje: Lesley Walker.
Intérpretes: Anthony Hopkins (Jack Lewis), Debra Winger (Joy
Gresham), Joseph Mazzello (Douglas Gresham),
Edward Hardwicke (Warnie Lewis), John Wood (Christopher Riley).
Duración: 135 min.
Distribución: Warner Española.
Estreno en Madrid: Palacio de la Música, Renoir, Aluche, Tívoli,
4-1I-94
«Vivimos en tierra de nieblas: el sol siempre brilla al otro
lado, tras la curva del camino.» El excelente escritor británico
escribía estas dolorosas palabras en su diario personal. Las
escribía cuando ya le habían sucedido al escritor casi todas las
cosas fundamentales de su existencia: se había enamorado, había
amado profundamente, le habían arrancado del alma a la mujer que
había iluminado su vida cuando ya apenas sí le quedaban al
escritor ni años ni entusiasmos. El escritor se llamaba
C. S.
Lewis y había dedicado lo mejor de su literatura al mundo del
misterio. El escritor era cristiano, católico. Y había sido
educado en los moldes inalterables de un rigorismo universitario
que encontraba en los claustros de Oxford la mejor de las
fórmulas, la más intratable de las disciplinas.
Porque de eso trata Tierras de penumbra: de esa tremenda y
hermosa historia de amor que se descerraja en drama cuando casi
empezaba a nacer y a iluminar el alma del profesor de Oxford.
Richard Attenborough ha visto muy certeramente la atmósfera
machista y cerrada que envuelve y crea y recrea al profesor
Lewis. Mundo de hombres. Mundo de gente espiritualmente menuda
que ha crecido y se desenvuelve segura en el claustro opresor de
la universidad.
Era natural que, así descrito el panorama interior y logístico
del profesor Lewis, todo resultara progresivamente explosivo
cuando llega a Oxford la poetisa norteamericana Joy Gresham.
Joy
es la contrapropuesta natural. Joy es la mujer liberada, con
larga experiencia sentimental, defraudada por el marido que se
le ha quedado en Norteamérica, dispuesta a sacudir -apenas lo
conoce- a aquel universo de gallos viejos y descrestados que son
los profesores británicos. Joy no quiere arrasar nada. Lo que
sea sonará, debió decirse para sus adentros. Pero en la
película, desde el momento mismo en que llega a la universidad y
entabla conocimiento con Lewis, tiene la picardía suficiente
como para prever que todo va a ir entre el profesor y ella mucho
más lejos que lo que ella misma ha supuesto y, desde luego,
muchísimo más allá que previsto por el profesor.
Es el momento más hermoso de la película. Ese largo momento en
que Attenborough nos hace asistir a las fintas, regates,
disimulos, concesiones menudas, negaciones a media voz, miradas
a otro sitio. Estamos ante un romance verdadero. Una de esas
relaciones hombre-mujer - manejadas siempre por la hembra,
naturalmente - que son mucho más hondas y eróticas que
cualquiera de las manifestaciones físicas que en otro cine se
multiplican hasta el cansancio. Attenborough entra en ese mundo
de medias voces como de puntillas y con el mayor de los
respetos. Hay que agradecer al director la suprema dignidad con
que se asoma al proceso de las cosas. Ni un paso se da sin que
el anterior haya sido asumido como absolutamente natural y
lógico por el espectador. Joy Gresham no empuja jamás al
profesor Lewis. Al revés: por consentirle todo, lo consiente
hasta un matrimonio de conveniencia que, en declaración
disimulada de Lewis, sirve únicamente para que la señora
Gresham
- divorciada ya de su marido norteamericano - se le consienta
seguir residiendo en Gran Bretaña, aliado mismo de la
universidad, en una de las habitaciones de la casa de los
hermanos Lewis.
Allí surgirá el drama de la enfermedad de ella. Y la muerte. Y
el amor de verdad. Y otro matrimonio ante Dios y ante los
hombres. Y las últimas fechas de la vida de ella y los amores
más sinceros por parte de él. El hombre entrenado para no
salirse de las normas, el hombre que conocía del amor más por
los libros leídos que por el amor practicado, acabó por
comprender que el amor es felicidad. Y que el dolor es parte de
la misma felicidad gozada en otro tiempo. Attenborough se lo ha
creído así - con Lewis - y nos lo ha hecho creer. Y ésa,
posiblemente, es la mejor consecuencia de una película que ha
querido ser clásica, modélica, y que casi lo ha conseguido. |