HAMELIN
CUENTO REPUGNANTE PARA ADULTOS

Título: Hamelin.
Autor: Juan Mayorga.
Espacio escénico y vestuario: Beatriz San Juan.
Iluminación: Pedro Yagüe.
Música original y sonido: Nick Powell.
Violoncello: Sarah Willson.
Violín: Lucy Wilkons.
Ayudante de dirección: Celia León.
Producción: Animalario y Vania Produccions.
Coproducción: Teatro de la Abadía.
Intérpretes: Andrés Lima, Alberto San Juan,
Javier Gutiérrez, Blanca Portillo, Helena
Castañeda, Guillermo Toledo y Roberto Álamo.

Dirección: Andrés Lima.
Estreno en Madrid: Teatro de la Abadía, 12-V-2005.



FOTOS: CLAUDIO DE LAS CASAS.

En Hamelin asistimos al proceso a la sociedad. Abundan los motivos para llevarlo a cabo, pero Juan Mayorga se ha centrado en uno de los más miserables: el que convierte a los niños en víctimas del abandono de los adultos y de sus abusos. Y, entre los abusos, ha elegido el que quizás provoque más repugnancia: la pederastia. El autor nos muestra una ciudad cualquiera que bien pudiera llamarse Hamelin, como la del cuento. Un nombre bello para un lugar idílico si no conociéramos la historia del flautista. Lo malo es que la conocemos de sobra y eso le ha servido a Mayorga para utilizarla como metáfora de un asunto de hoy, como le sirvió hace varias décadas a otro dramaturgo, Jordi Teixidor, para hablar de dictaduras y corrupción, cuestiones que estaban de plena actualidad. Lo que aquí se nos plantea es un caso de pederastia que es investigado por un juez. Un hombre ha abusado de un niño que apenas tiene diez años. La prensa se hace eco con cierta frecuencia de noticias como éstas. Hace algún tiempo el caso del barcelonés barrio del Raval llenó páginas enteras y hoy es actualidad el juicio que se


JAVIER GUTIERREZ y
ALBERTO SAN JUAN
celebra en Estados Unidos contra Michael Jakson. En los sucesos reales y en el que es fruto de la imaginación del autor, que seguramente bebe en aquellos, el delito suele ser el eslabón último de otros delitos. Las indagaciones del juez así lo acreditan. Las relaciones de un adulto de desahogada posición económica con el niño, hijo de familia con escasos recursos y formada por ocho miembros, se ven facilitadas por la existencia de un caldo de cultivo adecuado en el que se mezclan la falta de ética, el poder del dinero, la necesidad de supervivencia y la incultura. Los niños se convierten en mercancía y en el paso de las manos de unos padres ignorantes y sin escrúpulos a las de individuos avispados e inmorales pierden prematuramente su inocencia. Apenas entrados en la adolescencia han de optar entre la huida, si son capaces de emprenderla, o la delincuencia. Juan Mayorga no se detiene ahí. Habla del papel de la prensa, entre morboso y sensacionalista, a la hora de abordar estos asuntos. Además, entramos de su mano en la propia casa del juez y descubrimos con asombro que ese hombre preocupado por el destino de la criatura agredida, no es capaz de prestar la más mínima atención a su hijo, ni a sus problemas. La

ANDRES LIMA
BLANCA PORTILLO
soledad del muchacho y la incomunicación con su padre, le convierten en un ser capaz de golpear a su propia madre y cuya agresividad provoca su expulsión de la escuela. Así, al mostrarnos como ese otro sector de la ciudad, el habitado por la gente bien, no es mejor que el otro, completa un brutal retrato de nuestra sociedad.

El texto es denso y sin concesiones, como la mayoría de los firmados por el autor. También largo, y, a pesar de ello, algunas de las cuestiones que plantea no llegan a desarrollarse, sino que quedan como apuntes necesarios para entender mejor el asunto principal y para decirnos que lo que se nos cuenta es sólo la punta de un iceberg de colosales dimensiones. El formato de investigación judicial elegido le aleja del peligro de adentrarse en florituras literarias que hubieran llevado la obra por derroteros melodramáticos y quién sabe si truculentos. Tampoco compromete al autor a proponer soluciones o a tomar partido por unos u otros. Con un lenguaje a caballo entre el judicial y el periodístico, o mejor dicho inspirado en ellos, va poniendo sobre el tapete la información necesaria para que el espectador saque sus propias conclusiones. Tarea difícil, por cierto, pues los personajes no son buenos o malos, sino que, en cada uno de ellos, andan mezcladas la culpabilidad y la inocencia. Cuento duro, pues, el que Mayorga narra a unos adultos de cuya inteligencia no duda, pero que, como espectadores de teatro, están perdiendo el hábito de la reflexión, porque lo que ven no suele invitar a ello.
 

ESCENOGRAFIA MINIMA
La puesta en escena de Andrés Lima está llena de espitas por las que se libera en dosis muy medidas la tensión que se va acumulando sobre el escenario. La escenografía es mínima. La idea es que sea el espectador el que se encargue de poner el decorado y de vestir a los actores, que se convierten, de ese modo, junto al texto, en los protagonistas de la representación. Para ayudarle, el propio Lima hace las veces de narrador o lector de las acotaciones del texto, describiendo los lugares en los que se sitúa la acción. Algo recuerda esta puesta en escena a esa modalidad de lectura dramatizada tan en boga, que va más allá de la simple lectura por parte de unos actores, pero que no alcanza la categoría de representación con “todo”. Es lo que en Argentina se llama semimontado. No significa que Lima y sus compañeros hayan pretendido ofrecer una muestra de ese sucedáneo escénico, pues a la descripción del espacio, añade comentarios sobre lo que va sucediendo y algunas reflexiones sobre su trabajo como director. Explica, por ejemplo, porque, para interpretar al niño de diez años, no ha buscado a un actor de esa edad, sino que lo hace uno de los miembros de la compañía, quién, además, no imita en sus movimientos, ni en su voz, al personaje. Estamos ante un ejercicio metateatral en el que se produce un distanciamiento conveniente.

A propósito de esta puesta en escena desnuda, en la que todo se reduce a una pequeña jaula con ratas, varias sillas y una puerta que, cuando se abre, deja entrever una alcoba con una ventana, Mayorga se ha declarado contrario a las producciones en las que todo se le da hecho al espectador, afirmando la inutilidad de intentar competir con Spielberg desde el teatro. Estoy de acuerdo con él. Sin embargo, la reciente puesta en escena en el CDN de su obra Himmelwerg, de aparatosa escenografía,

GUILLERMO TOLEDO
se sitúa en el polo opuesto. No son frecuentes estas coincidencias y, tratándose de una cuestión de enorme interés, no parece que sea ésta mala ocasión para someterla a debate.

Siete actores integran el reparto, de los que seis son miembros de la compañía Animalario. Blanca Portillo se ha unido a ellos después de cosechar numerosos éxitos en otras aventuras escénicas de gran calado. Su papel en esta obra no destaca sobre el del resto, de ahí que, además de su trabajo, haya que elogiar su predisposición a participar en empresas aparentemente modestas, pero que son, en definitiva, las que mantienen vivo el teatro. Todos realizan una labor ejemplar, tanto más meritoria si tenemos en cuenta la complejidad de algunos personajes y la ambigüedad de sus conductas. Tal es el caso del acusado de pederastia, interpretado por Guillermo Toledo, sobre cuya culpabilidad planean algunas dudas, o

ROBERTO ALAMO
HELENA CASTAÑEDA
las del propio juez, papel que asume Javier Gutiérrez, que muestra con acierto las dos caras de una misma moneda: la de funcionario comprometido con la búsqueda de la verdad y la que refleja el fracaso de su vida familiar. Alberto San Juan es el niño objeto de los abusos. Tanto como su talento para interpretar un papel que no se corresponde con su edad hay que valorar su capacidad para expresarse a través del silencio. Algunos actores, como Roberto Álamo y Helena Castañeda, asumen más de un personaje. Ella es, alternativamente, la madre de la víctima y la esposa del juez, dos mujeres de muy distinta cultura y condición. Su trabajo es todo un ejercicio de versatilidad. Aquél destaca en el del padre despreciable que, para sobrevivir, pone precio al cuerpo de
su hijo.

 

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JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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