RESEÑA (ENERO 1986)
(Nº 160, pp 5- 7) |
EL CASTIGO SIN VENGANZA
¡AY, EL VERSO!
(En esta ocasión el crítico
arremete con el deficiente modo de decir el verso. Eran
años en que volvíamos a potenciar los clásicos, después
de un olvido generacional. Comenzaba también el
Centro Nacional de Teatro Clásico y con él nacía una
esperanza de un buen decir). |
Título: EJ castigo sin venganza.
Autor: Lope de Vega.
Música: José García Román.
Escenografía: Andrea D’Odorico.
Iluminación: José Luis Rodríguez.
Intérpretes: Jose Luis Pellicena (Duque), Ana Marzoa (Casandra),
Juan Ribó (Federico), Inma de. Saatis (Aurora), Femando Valverde
(Batin), Claudia Oravi (Lucrecia).
Dirección: Miguel Narros.
Estreno: Teatro Español de Madrid, 15 de noviembre de 1985.
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FOTO: ANTONIO DE BENITO |
Hay
directores de teatro que creen en el texto que van a levantar
sobre un escenario. Lo estudian, lo analizan, lo desentrañan y
lo potencian para que llegue al público con toda su fuerza y
belleza. Y hay directores que
desconfían del texto, que temen que pueda resultar para el
público un texto difícil o pesado. Entonces, en vez de
desentrañarlo lo adornan, en vez de luminarlo lo ilustran, en
vez de potenciarlo lo disimulan. Y el texto queda reducido a
pretexto.
J.L.PELLICENA
FOTO: ANTONIO DE BENITO |
Esta amenaza del texto disimulado pende sobre nuestros
directores de escena de un modo especial cuando abordan el
teatro clásico, cuando abordan un texto en verso. Porque todos,
directores, actores y críticos, sabemos — y lo hemos hecho ya
tópico a fuerza de repetirlo — que en España se ha perdido la
tradición del recitado, que no existen actores ni actrices que
sepan decir el verso. Por esto cada nueva reposición de un texto
clásico conlleva ya un obstáculo muy firme. Se dijo que en esta
ocasión Miguel Narros se había preocupado especialmente del
problema y efectivamente en el programa aparece el nombre de
Josefina García Aráez en “asesoramiento y técnica de la
versificación”. Lamentablemente el resultado ronda los límites
de lo calamitoso. No sólo no se ha avanzado sobre anteriores
representaciones de teatro clásico sino que incluso se ha
retrocedido: no es ya que falle la recitación — que falla —,
sino que falla la dicción, no es que no se diga bien el verso,
es que sencillamente no se entiende. Con la excepción de
Pellicena — el único actor que cuida la dicción - el resto del
reparto lucha infructuosamente no sólo con el verso sino con la
mismísima prosodia.
CONVENCIONALISMO
Y NATURALIDAD
Voy a permitirme evocar un recuerdo personal para señalar más
claramente lo que quiero decir. Hace veinte anos asistí a una
representación de El alcalde de Zalamea en un teatro de
Zurich
siendo yo entonces estudiante en la Universidad de aquella
ciudad suiza. En el escenario en penumbra los dos actores —
Pedro Crespo y el capitán don Lope — iluminados fuertemente por
dos focos cenitales, vestidos con largos ropones inconcretos
(para que el público no se distraiga ni siquiera con los
detalles del vestuario) recitan el texto de Calderón. Ni música,
ni escenografía, ni figurines, ni atrezzo, ni apenas movimiento:
toda la escena quedaba reducida a escuchar el texto soberano que
caía imponente desde el escenario hacia los espectadores
desgranado, paladeado, potenciado por la dicción impecable, por
las inflexiones dramáticas, por la musicalidad y por la fuerza
interpretativa de los dos actores...
Sé que estoy poniendo un ejemplo límite; esa noche inolvidable
los espectadores escuchamos y saboreamos el texto de Calderón
con la misma fruición estética con que en la ópera se escucha al
tenor cuando, olvidado por un instante de la acción y adelantado
hacia el público, canta su aria atento tan sólo a desentrañar y
potenciar la belleza de la partitura. Ves aquí precisamente
donde yo quería llegar: a la tensión insolucionable entre el
convencionalismo y afán de naturalidad. Porque, “mutatis
mutandis”, el teatro en verso necesita — lo mismo que la ópera —
crear en el público la implícita aceptación de lo convencional.
Nadie habla, en la vida corriente, cantando, como nadie habla en
verso y tan absurdo sería querer disimular la música en un aria
como disimular el verso en el parlamento de un actor. Ni un
cantante puede cantar su papel como si hablara, ni un actor
puede decir el verso como si fuera prosa. En ambos casos hay que
hacer aceptar al público — en aras de otra belleza superior — lo
que de artificial y convencional existe en ese tipo de lenguaje
sea musical o lírico.
ANA MARZOA Y JUAN RIBÓ
FOTO: J.R. DÍAZ SANDE |
Pero en España hace ya años que nuestros directores intentan
inútilmente hacer perdonar a los textos clásicos el que estén
escritos en verso y aborrecen y escapan de todo lo que pueda
oler a convencionalismo o artificio porque están obsesionados
con un naturalismo a ultranza y anticuado. El resultado es
siempre el mismo: los textos clásicos no se potencian, se
disfrazan. Y como no hay más remedio que cargar con el verso, se
busca entonces aliviar la situación acumulando en el escenario
“otras” bellezas: escenografías suntuosas, figurines originales,
música, color, movimiento.., Cuando se desconfía del texto o de
la capacidad del público para asimilarlo siempre se acude al
pretexto que lo aligere o que lo camufle. |
EL TEXTO DE LOPE
Hacia el año 450 antes de Cristo escribió Eurípides su tragedia
Hipólito que aparentemente era un conflicto entre dos diosas:
Artemis, diosa de la caza, favorece a Hipólito que le rinde
culto — él mismo gran cazador, muchacho joven y casto — y que
desprecia el amor. Afrodita entonces se siente despreciada como
diosa del amor y suscita en Fedra, casada con
Teseo y madrastra
de Hipólito, una pasión irrefrenable hacia el hijastro. Pero
Eurípides, oscilando como autor entre la religiosidad y la
psicología, convierte la venganza de una diosa en la venganza de
una mujer, Fedra, despechada y desesperada por el rechazo del
joven Hipólito y casi abandonada por el marido,
Teseo, ausente
siempre del hogar. Unos siglos más tarde es Séneca quien hacia
el año 50 de nuestra era escribe su tragedia Fedra en la que la
intervención de los dioses queda minimizada y toda la obra está
centrada en esa pobre mujer, delirante y exaltada, poseída por
una furiosa pasión por un Hipólito casi misógino y en la que
Teseo, descubierto el conflicto, duda entre su afecto paterno y
su venganza. El tema tiene tal potencialidad dramática que ha
sido retomado y cambiado una y otra vez a lo largo de la
historia del teatro y cada autor ha aportado un nuevo enfoque o
un diverso desarrollo al conflicto central de los tres
personajes. Así Racine (Fedra), Gabriele D’Annunzio (Fedra),
Unamuno (Fedra), Benavente (La Malquerida),
Eugene O’Neill (Deseo bajo los olmos), etc...
FOTO: ANTONIO DE BENITO |
En El castigo sin venganza Lope escribe su propia
Fedra e introduce en el tema tres importantes variantes.
En primer lugar y por vez primera su Hipólito (el
conde Federico) se enamora también de su madrastra (Casandra);
antes de Lope era únicamente Fedra la
arrebatada por la pasión imposible hacia el hijastro y era
siempre rechazada por él. Lope advierte las posibilidades
dramáticas que ofrece el mutuo enamoramiento y hace de la
descripción gradual e intensísima de este amor el centro de su
tragedia. En segundo lugar, Lope intuye sagazmente el
contraste patético que se deriva de la relación padre-hijo, una
relación de amor sincero, cariño y amistad, que corre paralela a
la relación pasional entre hijo y madrastra; con ello su
Teseo (el duque de Ferrara) cobra nueva importancia y
protagonismo y no es ya el mero ausente que llega cuando la
tragedia ha ocurrido. Pero además Lope ha subrayado en
los dos personajes masculinos de padre e hijo una acentuada
evolución: el Duque se convierte de su anterior
vida desordenada y el joven Federico intenta al
final romper su relación con Casandra y casarse
con Aurora. En tercer lugar, Lope,
impregnado del código del honor de su época, cambia el desenlace
haciendo que sea Teseo (el Duque) quien precipita
el castigo de los dos amantes, un castigo
sin venganza.
Pocas veces alcanza Lope un clima de tragedia absoluta como en
esta obra. Pocas veces ha conseguido dominar su tendencia a la
precipitación como en el análisis y desarrollo matizado de las
escenas en que gradualmente nos va dando el amor y la pasión de
Federico y Casandra, el conflicto interior del
Duque al conocer
su deshonra. Y, como otras veces, el verso suelto, ágil,
inspirado brota de su pluma convertido en soberbias décimas,
sonetos, octavas o quintillas y en aquella magnífica glosa de
Federico ante Casandra:
“En fin, señora, me veo
sin mi, sin vos, y sin Dios;
sin Dios, por lo que os deseo;
sin mí, porque estoy sin vos;
sin vos, porque no os poseo...”
Versos inmortales, llenos de una incontenible pasión, que caen
destrozados y desangelados por un Juan Ribó que ha convertido el
ardiente personaje de Federico en un muñeco balbuceante y
llorón.
EL PRETEXTO
DE NARROS
ANA MARZOA Y JUAN RIBÓ
(Rodillos imitando la cascada)
FOTO: ANTONIO DE BENITO |
Andrea D’Odoríco en la escenografía y José Luis Rodríguez
en la
iluminación han creado un espacio escénico muy bello y parecido
al que hace años nos ofrecieron ellos mismos en el Don Carlos de
Schiller. Narros ha diseñado el vestuario inspirándose en los
cuadros de Velázquez. El decorado único, negro, majestuoso,
imitando un edificio barroco — tal vez pesa excesivamente por su
unicidad a lo largo de toda la obra — se abre tan sólo para dar
paso a unas nubes ya un salto de agua del río. Da la impresión
de que se ha pretendido sugerir la escenografía de la época —
esos rodillos girantes que simulan el agua —, pero desde luego
no se ha llegado a los alardes de los escenógrafos de entonces —
Lotti, Fontana, Vaggio, Rizi — que compusieron tramoyas
asombrosas en la corte de Madrid. Baste recordar a Cosme Lotti
que en 1629 pone en escena La selva sin amor de Lope de Vega con
un famoso mar “con tal movimiento y propiedad que los que lo
miraban salían mareados” según nos cuenta un testigo de la
época.
Narros ha dirigido la obra preocupado sobre todo por la agilidad
imprimiendo a la escena casi un continuo movimiento, añadiendo
disfraces coloristas, juegos de salón, etc., en un intento más
de decorar el texto que de potenciarlo. Una vez más, se ha
perdido otra ocasión para el teatro clásico español.
Ahora nos queda la esperanza del recientemente creado Centro
Nacional de Teatro clásico, encomendado a Adolfo Marsillach,
para ver si por fin somos capaces de recuperar una tradición
perdida y de superarla.
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