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LA TABERNA FANTÁSTICA
ESISTIR EL PASO DEL TIEMPO

Título: La taberna fantástica.
Autor: Alfonso Sastre
Escenografía: Quim Roy.
Vestuario: Pedro Moreno.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo.
Música y espacio sonoro: Miguel Malla.
Asesor histórico: Lorenzo Díaz.
Ayudante de dirección: Raúl Fuertes
Ayudante de escenografía: Montse Figueras,
Silvia de Marta
Ayudante de vestuario: Val Barreto
Ayudante de iluminación: Ion Aníbal
Lucha escénica: Markus von Wachtel
Producción: Centro Dramático Nacional
Intérpretes: Enric Benavent (El Caco), Celia Bermejo ( La Vicente), Paco Casares (El autor), Félix Fernández (El Machuna), Saturnino García (Ciriaco), Felipe García Vélez (El Carburo), Carlos Marcel (Luis, el tabernero), Luis Marín (Loren, el Ciego de las Ventas), Francisco Portillo (Guardia Civil 2), Antonio de la Torre (Rogelio el Hojalatero), Paco Torres (Guardia Civil 1), Julián Villagrán (Paco el de la Sangre) y Miguel Zúñiga (El Badila).
Actores/locutores: Alfredo Sanzol, Luis Bermejo, Vicente Gisbert, Ana Otero y Maruchi León.
Dirección: Gerardo Malla.
Estreno en Madrid: Teatro Valle-Inclán
(CDN), 11 - XII - 2008.

ANTONIO DE LA TORRE
FOTO: ALBERTO NEVADO


FOTO: ALBERTO NEVADO
Han transcurrido poco más de cuarenta años desde que Alfonso Sastre escribiera La taberna fantástica y veintitrés desde que subiera por primera  vez a un escenario. La primera espera fue, sin duda, larga y un tanto sorprendente, pues si durante la dictadura estuvo guardada en el cajón de su autor, no se explica que, al cabo de una década de democracia, siguiera sin representarse. Son cosas que pasaban en aquellos años. La segunda espera también ha sido larga, aunque en verdad no tanto si tenemos en cuenta que muchos de los espectadores actuales ya lo fuimos entonces, que Gerardo Malla es el director de ambas puestas en escena y que Carlos Marcet, el tabernero, formaba parte del primer reparto haciendo el mismo papel. Y, sin embargo, la alegría que nos produjo a los devotos del teatro de Alfonso Sastre la noticia de la vuelta de esta obra a una sala teatral, se mezcló con el miedo a que el público la rechazara, no por la calidad de su escritura o sus valores dramáticos, sino porque la considerara obsoleta. No es casual que en las numerosas entrevistas realizadas a Sastre y a Malla en vísperas del estreno, no faltaran preguntas sobre esta cuestión. Por otra parte, en la memoria de muchos está la mala acogida dispensada en años recientes a algunas reposiciones de obras emblemáticas de otros autores de su generación. En este contexto, he de reconocer el sobresalto que me produjo advertir que en la ficha técnica del espectáculo figuraba Lorenzo Díaz en calidad de asesor histórico. Si tan pronto era necesario, malo. (Para mi tranquilidad, en la representación quedaba claro que Díaz era el responsable de la selección de los materiales radiofónicos de la época que aparecen en ella).

Pasado el trance del estreno, las dudas han quedado despejadas. La taberna fantástica sigue viva. El público la ha acogido bien. Mejor que cuando se representó por vez primera en 1985 en la sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes, pues hay que recordar que por aquel escenario pasó sin pena ni gloria y sólo cuando pasó al del desaparecido teatro Martín alcanzó, por razones difíciles de entender en el mundo del espectáculo, el éxito que ha quedado registrado en la historia del teatro español del pasado siglo. Es cierto que lo que se cuenta en la pieza pertenece a otro tiempo, aunque no tan lejano ni distinto al actual. España ha cambiado mucho, política y socialmente. Pero aquel paisaje de descampados, vertederos y chabolas que había junto al Arroyo del Abroñigal, hoy ocupado por los edificios de la calle de Alcalá y del cercano barrio de la Concepción y atravesado por grandes avenidas y arterias como la M-30, sigue existiendo, aunque más lejos del centro de la ciudad. Las chabolas no han desparecido. Si algo ha cambiado es el origen y ocupaciones de sus moradores y que su refugio no es el alcohol, sino las drogas. De lo que en esos suburbios sucede en materia de delincuencia suelen dar cumplida cuenta las páginas de sucesos de la prensa. Historias como las de Rogelio, el Carburo y demás clientes de cualquier taberna como ésta, siguen siendo el pan nuestro de cada día: trifulcas por nada en las que salen a relucir las navajas, cruces de amenazas que pocas veces se cumplen, salvo cuando media el alcohol y concluyen en tragedia.


FOTO: ALBERTO NEVADO

Sin embargo, a mi entender, la vigencia de la obra debe más a su estética que al argumento. La sombra del Valle-Inclán de los autos para siluetas y de algunos esperpentos se proyecta sobre la obra de Sastre y también anda por medio el Brecht distanciador y didáctico. Ahí están, para demostrarlo, la hechura de los personajes y su lenguaje, tan estudiado por nuestro autor, y su presencia en el escenario, representado por un actor, al empezar y al concluir la representación, presencia que se repite en varias de sus obras. El parentesco con el teatro de esos dos pilares del del siglo XX, le permitió lidiar con acierto, en plena busqueda de un nuevo drama, lo que el llamó el toro del naturalismo y superar la condición de lo que uno de los personajes califica de sainete costumbrista.  La taberna fantástica pertenece por voluntad de su autor, pero también con todo derecho, a ese teatro que él bautizo con el nombre de tragedia compleja.


FOTO: ALBERTO NEVADO

La puesta en escena de Gerardo Malla sigue, en lo esencial, la que realizó en el 85. Entonces y ahora se suprimieron algunas escenas. Entre ellas, el intermedio, en el que tenía lugar el sueño del Caco, y alguna otra de carácter onírico. También el epílogo se vio y se ha visto alterado. Seguramente son supresiones oportunas, todas ellas aceptadas por el dramaturgo, pues lo que buscaba en ellas el director era una mayor uniformidad estilística.
En cuanto a la escenografía de Quim Roy, de gran belleza y muy bien iluminada por Gómez Cornejo, recrea con realismo la taberna y su entorno. En lo que respecta a la interpretación de esta obra de borrachos, aunque digna y con momentos brillantes, se pone de manifiesto la enorme distancia que hay entre estar borracho y fingirlo. No todos los actores logran acortarla lo deseable. Si lo consigue Antonio de la Torre, cuya recreación de Rogelio ha sido mirada con lupa para ver si estaba a la altura de la que en su día hizo Rafael Álvarez, el Brujo. Nada tiene que envidiarle. Está espléndido.


JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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TEATRO VALLE INCLÁN
(Polivalente)
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