.:: Crítica Teatro ::.

TÍO VANIA
Al fondo, Chéjov

Título: Tío Vania.
Autor: Antón Chéjov.
Traducción y adaptación: Rodolf Sirera.
Escenografía: Max Glaenzel y Estel Cristiá.
Vestuario: María Araujo.
Iluminación: Carles Alfaro.
Diseño de sonido y efectos: Javier Almela.
Caracterización: miguel Álvarez
Ayudante de dirección: Rafa Díez-Labin
Ayudante de escenografía: Esmeralda Díaz
Ayudante de vestuario: Mireia Llatge
Ayudante de iluminación: Ion Aníbal
Producción: Centro Dramático Nacional
Figurantes: Jai Carrasco (Bracero),
Jean de Dieu Madangi (Criado),
Joy (Enfermera), Diana Omijie (Criada),
Malcolm Sité (Bracero)
Intérpretes: Malena Alterio (Sonia),
María Asquerino (María), Enric Benavent (Vania),
Sonsoles Benedicto (Marina),
Emilio Gavira (Comino [Teleguin],
Francesc Orella (El doctor), Emma Suárez (Elena)
y Víctor Valverde (El profesor)
Dirección: Carles Alfaro.
Estreno en Madrid: Teatro María Guerrero
(Centro Dramático Nacional), 7 – II -2008.

ENRIC BENAVET/
MARÍA ASQUERINO/
EMILIO GAVIRA
FOTO: ROS RIBAS


FRANCES ORELLA/EMILIO GAVIRA
ENRIC BENAVENT
FOTO: ROS RIBAS
Uno de los platos fuertes de la actual temporada del CDN era Tío Vania. Una exquisitez para la que no se ha reparado en medios. La dirección ha sido confiada a Carles Alfaro, cuya sólida trayectoria le acredita para llevar adelante un proyecto de estas características. Alfaro ha encargado la traducción y versión de la obra a un excelente dramaturgo, como es Rodolf Sirera. El reparto, encabezado por Enric Benavent y Francesc Orellá, en los papeles masculinos, y Emma Suárez y Malena Alterio, en los femeninos, es de lujo. Como lo es el vestuario que ha diseñado María Araujo, que, en algún caso, como sucede en el diseñado para Elena, parece destinado a ser lucido en una pasarela. En cuanto a la escenografía de Max Glaenzel y Estel Cristiá, un espectacular y bello edificio cuyos amplios ventanales y terraza se abren a un espeso bosque, impresiona por sus dimensiones. A primera vista estamos ante un suculento banquete. Más las apariencias engañan, pues no siempre un buen cocinero consigue elaborar un buen plato con los mejores ingredientes.
 
Nada hay que objetar al trabajo de Sirera, que se ajusta a las pautas que Alfaro le ha marcado, orientadas a situar el texto en unas coordenadas espacio temporales distintas a las fijadas por el autor ruso. La acción ha sido trasladada desde la Rusia rural de finales del XIX a un escenario tropical africano en la época colonial de la primera mitad del siglo pasado. En consonancia con ello, el jardín que rodea la propiedad en la que transcurren los hechos ha sido transformado en una lujuriosa y amenazante selva. Este cambio ha provocado otros, como que el obrero que se ocupa de del jardín haya sido sustituido por varios servidores y braceros negros. ¿Qué necesidad había de hacer semejante mudanza? Desde luego ninguna, si se trataba de universalizar el retrato de una decadente sociedad local. Esa lectura emana del propio texto. No requiere maquillajes ni subrayados que hagan explícito su contenido y alcance.
SONSOLES BENEDICTO
EMILIO GAVIRA
FOTO: ROS RIBAS

¿Entonces? Cuesta trabajo pensar que se haya hecho en aras de una espectacularidad supuestamente exigida por la institución que patrocina la puesta en escena. No lo creo, pero, sin embargo, el protagonismo adquirido por la escenografía apunta en esa dirección. Es cierto que el espacio por el que se mueven habitualmente los personajes chejovianos es agobiante, pero lo es, entre otras cosas, por su quietud, por que es una cárcel de la que no son capaces de salir, en la que sus angustias no hallan vías de escape. Todo lo contrario de lo que sucede aquí. El decorado no es un elemento estático, sino que tiene vida propia. En la separación entre los actos se desatan las fuerzas de la naturaleza, que destruyen la casa. Primero vuela el tejado, arrastrado por el vendaval, luego las zonas altas de la vivienda y, al cabo, puertas y paredes, dejando a la intemperie, en un claro de la amenazante selva, el mobiliario y a los desvalidos personajes. La demolición se produce en medio de terribles tormentas y del ruido producido por la tala de los árboles, evocación, tal vez, de la de guindos que se produce al final de El jardín de los cerezos. La diferencia es que, en ésta, los hachazos se escuchan tan lejanos que nos los sentimos hasta que en escena se ha hecho el silencio. Aquí, el estruendo tiene una presencia importante y, cada vez que se produce, causa sobresalto.  


EMMA SUÁREZ/MALENA ALTERIO
FOTO: ROS RIBAS

Se diría que el terremoto escenográfico alcanza a los actores, los cuales, arrastrados por él, se ven obligados a sobreactuar si no quieren quedar relegados a un segundo plano. No reconocemos en ellos a las criaturas chejovianas, en las que la mayor riqueza no está en lo que dicen, tan cotidiano, sino en lo que sucede en su interior, en eso que Stanislavsky llamó corriente subterránea. Una corriente alimentada por grandes dosis de sufrimiento provocado por la frustración y la incapacidad para superarla, en la que apenas queda sitio para la felicidad. Son seres que se mueven en un mundo que agoniza a un ritmo cercano a la quietud, todo lo contrario de lo que aquí sucede. Del alejamiento del camino trazado por Chejov y seguido por sus más files intérpretes no son responsables los actores, que, como buenos y respetuosos profesionales, han asumido las indicaciones de Alfaro. Ese es el reproche a su lectura de Tío Vania. Pero si hacemos abstracción de ello, justo es reconocer que la interpretación está llena de momentos de gran brillantez. Los ofrecen, sobre todo, Francesc Orella, en el papel de doctor Astrov, un ser lúcido, soñador, atractivo, irónico y desvergonzado, al que el alcohol no hace perder la compostura; Emma Suárez, una elegante y sensual Elena, la joven esposa del profesor Serevriakov; Malena Alterio, triste, dulce y sensible Sonia, condenada a envejecer y enterrar sus sueños en aquel lugar sin futuro; y, en fin, en papeles menores – son la madre y el ama -, las veteranas María Asquerino y Sonsoles Benedicto.


JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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y
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