RESEÑA, 1971
NUM. 47, pp 413-415 |
Tiempo de 98
Juan Antonio Castro
Eran todavía los últimos años de franquismo y en el teatro
ya habían comenzado tiempos de nuevos horizontes. Juan
Antonio Castro se presentaba con un texto que se
apartaba de la historia oficial
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JUAN
ANTONIO CASTRO |
Título: Tiempo de 98.
Autor: Juan Antonio Castro.
Director: José Manuel Garrido.
Música: Pedro Luis Domingo.
Escenografía: Gerardo Vera.
Intérpretes: Terele Pávez, Yolanda Farr,
Vicente Cuesta, Francisco Guijar, José Hervás, Juan Jesús Valverde.
Estreno en Madrid: Teatro de
la Comedia, 20 de mayo de
1971.
Para
hacer un comentario justo de este espectáculo que, después de recorrer más de
veinte ciudades españolas, se representa en el teatro madrileño
de
la Comedia,
lo primero que hay que decir es lo que no es. No es una segunda versión
de Castañuela 70. No es una descripción, ni histórica
ni costumbrista, de la segunda mitad del XIX. No es un «collage» de textos de
los escritores noventayochistas. No es teatro de aficionados. Es un
espectáculo de intención didáctica muy clara, que, apoyado en datos históricos
y en algunos textos - los más conocidos - de los escritores del 98,
pretende hacer reflexionar al espectador 1971 sobre una serie de fenómenos
actuales, usando divertida y dramáticamente la coartada del XIX como
distanciamiento histórico que haga aparecer más clara y hábilmente a los españoles
de hoy nuestros defectos de hoy, que siguen siendo herederos de los defectos
del 98.
Hay,
por tanto, una pretendida selectividad en los datos y textos que se manejan,
atendiendo a aquéllos que más puedan significar y aludir a
la España de
hoy. Una selectividad legítima -algún crítico ha dicho que tendenciosa-, para
que el espectador ría, se emocione, compare tiempos con tiempos y, en
definitiva, se purifique. Creo que Juan
Antonio Castro ha conseguido brillantemente su fin. Tal vez, por cierto
miedo explicable, se justifique excesivamente declarando una y otra vez su
amor a España, a esa España «que nos duele». Tal vez abuse demasiado del
didactismo reiterando y explicando con exceso la finalidad pedagógica de la
obra. Pero el espectáculo resulta en su conjunto inteligente y dinámico, con
pequeños lunares y concesiones a la facilitonería.
Toda
la trama de la obra se estructura en torno a dos hilos conductores, uno
histórico y otro literario. El histórico va enhebrado, en una clase de un
colegio de niñas que canturrean, los datos de la segunda mitad del XIX y
va dando paso a una revista de lo que podríamos llamar nuestros demonios
seculares: los toros, la guerra civil, el caciquismo, la ramplonería, el
flamenquismo, la tertulia politiquera, la pobreza del campo, la crueldad y la
huera retórica. Este hilo histórico va entreverado con el literario, urdido en
torno a textos de Valle, Unamuno, Baroja, Azorín y Antonio Machado, corporeizados en
escena por un único actor - Juan Jesús
Valverde -, de un modo desigual.
La
presentación de los cinco escritores está hábilmente conseguida con un mínimo
de caracterización física y apoyada en textos originales de ellos mismos en
los que cada uno nos cuenta su nacimiento. Es en todo el tratamiento que Castro hace de estos cinco grandes
autores en donde reside, a mi juicio, la parte más floja, menos conseguida, del
espectáculo. Sus figuras quedan desdibujadas y superficializadas en sus rasgos
más tópicos: el Valle ceceante, el Unamuno enfático, el Azorín minucioso, el Baroja bronco... Únicamente Antonio Machado adquiere perfil y
relieve gracias a la interpretación sentida que de sus versos hace Juan Jesús Valverde. Los otros cuatro
pasan y repasan fugazmente la escena sin comunicar
al público toda la hondura de su emoción y de su personalidad.
Más
brillante y más consistente resulta la parte no literaria del espectáculo, en
donde Juan Antonio Castro, libre ya
de los textos noventayochistas, pasa revista por cuenta propia a los defectos
de la sociedad española. Es aquí donde consigue sus aciertos más plenos
en la línea dramática y en la cómica. Dramáticamente, me pareció magnífico el
cuadro de la guerra. Con una economía enorme de recursos, apoyado únicamente
en un diálogo sencillísimo e intencionado, logra un momento lleno de tragedia
y emoción contenida que arranca cada día un aplauso incontenible de los
espectadores. Carlistas y liberales están significando y transcendiendo otros
enfrentamientos civiles posteriores, y el público así lo entiende cuando
aplaude este cuadro. Magnífico también es el cuadro de los trabajadores del
campo en el coro: «Ara, hermano, suda, hermano, muere, hermano, que es tu único
poder..,» Musicalmente, es tal vez lo más conseguido del espectáculo
ese coro «in crescendo» y disonante, muy bien interpretado trágica y
vocalmente por el grupo de jóvenes actores. Gran calidad de ritmo y tensión
dramática alcanza también el coro en el recitado de los versos de Machado hacia el final de la obra. La
dosificación del ritmo, el ensamblaje de las voces, la expresión plástica y
dramática de todo este cuadro dejan a mucha distancia los resultados de un mero
teatro de aficionados. Menos conseguida está la escena del agarrotamiento de Otero con el texto de Baroja y Valle, aunque se logre un contraste certero entre la crueldad
negra del hecho y la suavidad armoniosa del canto de
la Salve, porque los recursos
-los cirios encendidos, las gentes enlutadas y contrahechas, son más fáciles y
obvios. El cuadro de la muerte del torero Pepete,
apoyada en el romance que canta Yolanda
Farr, roza tan sólo la crítica antitaurina y subraya más un cierto aspecto
antimonárquico. (Esta escena del torero muerto por el capricho de la reina
enlaza más tarde con los coros que cantan a nuestros reyes «castizos y
campechanos», con el orador retórico que ensalza ridículamente los valores
monárquicos, integrando un conjunto de crítica tímida y algo soterrada a la
monarquía española.) Para una crítica más honda y eficaz de lo taurino
hubiera servido más directamente cualquier texto de Eugenio Noel, otro escritor del 98.
En
la línea cómica alcanza también Juan
Antonio Castro brillantes resultados. Deliciosos la canción flamenca de Terele Pávez (“Que qué pasa en Cuba, pues no pasa ná”)
y el cuplé de Yolanda Farr (“La medalla que me
diste / en el momento de marchar...”), llenos de gracia y de
intención y simpáticamente interpretadas por las dos actrices. Muy conseguido
el coro de los mantones de Manila, certeramente cortados por el «¡Ramplones!» de Unamuno. Muy graciosa, aunque
excesiva, resulta la parodia de Echegaray con que se cierra la primera parte. Muy bien observados los apartes, las
exclamaciones, el énfasis y hasta los bises de Ricardo Calvo. Pero tal vez hubiera sido más eficaz el representar
meramente cualquier escena de O locura y santidad o El gran Galeoto sin
subrayar el ridículo, sino exponiéndolo simplemente.
La
escenografía de Gerardo Vera - esa
arrugada piel de toro de España - es sencilla y muy funcional en la
estructura del escenario graduado. La interpretación es sobresaliente en Terele Pávez ligeramente exagerada como Maestra y en Vicente Cuesta, magnífico de
emoción, comicidad y naturalidad y que, además, canta muy bien. Todo el conjunto
está muy ajustado y disciplinado bajo la eficaz dirección de José Manuel Garrido.
Creo
que el espectáculo, en su conjunto, está muy bien logrado, tiene ritmo, gracia
y emoción. Dramáticamente, está muy bien estructurado el montaje de datos
históricos y textos literarios noventayochistas, contrastado además por los
dos personajes de Alfa y Beta, que distancian y contrapuntean
todo el contenido acercándolo y relativizándolo con nuestro mundo actual. Creo
que Tiempo de 98 es algo más que
«un espectáculo de aficionados» o «una tentativa simpática» como ha querido
minimizarlo un cierto sector de la crítica (Lorenzo López Sancho en A B C). Se ha intentado
presentarlo como un mero «collage» de textos literarios tópicos del 98, cuando,
en realidad, la parte más valiosa del espectáculo está precisamente fuera del
entorno de estos textos. No es éste el momento de preguntamos por la validez y
la vigencia crítica de ese grupo de escritores que - de un modo u otro -
formaron esa generación. Se ha dicho de ellos que “no realizaron ninguno de los
pensamientos que se propusieron. Todos sin excepción se fueron acomodando al
medio ambiente que maldijeran, y unos, pasando a la literatura como admirables
modelos de bien escribir; otros, ocupando pensiones y puestos del Estado, se
convirtieron poco a poco de recios protestantes en ortodoxos oportunistas”. Castro intenta, hacia el final de su
obra, una rápida defensa de la acusación de ineficacia que pesa sobre la
generación. Pero Tiempo de 98 no es ni un estudio ni una reflexión sobre
los generacionistas, ni pretende serlo. Es, mucho más sencilla y certeramente,
una reflexión sobre España, la de entonces y la de ahora, que nos
divierte, nos purifica y nos obliga a pensar. Un espectáculo joven, dinámico y
sonriente que ha venido a despertar nuestros escenarios dormidos en la rutina,
la concesión y la mediocridad. “Dos ojos
que avizoran y un ceño que medita”, según el conocido verso de
Machado. Tiempo de 98 avizora despiadadamente unos datos históricos
incontrovertibles y medita - no tan ceñudamente - su sentido y su
actualidad.
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