.:: Crítica Teatro ::.

RESEÑA, 1964
NUM. 2, pp. 125 - 127

la casa de bernarda alba
federico garcía lorca

En 1964 nació la revista Reseña (Literatura, Arte y espectáculos). El diseño de la portada se encomendó al dibujante José Ramón. La sección de teatro abrió con las críticas de Los árboles mueren de pie (Alejandro Casona), La Casa de Bernarda Alba (Federico García Lorca, la segunda vez que se estrenaba en España), Los verdes campos del Edén (Antonio Gala, un autor dramático que comenzaba), Calígula  (Albert Camus, un consagrado)


Título: La Casa de Bernarda Alba
Autor: Federico García Lorca
Escenografía: Antonio Saura
Intérpretes: Cándida Losada (Bernarda), María Bassó ( La Poncia), Julieta Serrano, Alicia Hermida…
Compañía: Maritza Caballero
Dirección: Juan Antonio Barden
Estreno en Madrid: Teatro Goya, 10 – I- 1964

Esta tragedia del poeta granadino se escribió durante los primeros meses de 1936 y fue estrenada nueve años más tarde - exactamente el 8 de marzo de 1945 - en el Teatro «Avenida» de Buenos Aires, por la compañía de Margarita Xirgu. Importan tales datos porque en su representación ahora en España acaba de cuestionarse la vigencia, la realidad y la verosimilitud del drama, casi a los treinta años de su creación literaria, tras recorrer en triunfo el mundo entero y obtener los juicios más elogiosos de la crítica teatral. Únicamente, ante la puesta en escena española, las opiniones se han parcelado muy confusamente, siendo para unos la mayor tragedia del teatro contemporáneo ibérico, y para otros, una obra vieja, «de ayer», artificiosa e inverosímil. En esta como en otras ocasiones, quizá la verdad huya de extremos tan radicales.

El tema que plantea nos sigue pareciendo real y artísticamente verdadero. Precisamente, el valor de Lorca reside en haber delimitado con perfiles concretos, agobiadores casi, el fondo de tragedia de estas mujeres, su drama rural insólito, soterrado, que escapa a todas las formas pasionales descritas en los dramones al uso o en los sucesos sangrientos de los cartelones de ciego. Presentar a unos personajes ahogados en sus propios prejuicios - en los que se incluye una falsa idea de la dignidad y de la moral - ha sido tarea de buena parte de nuestro teatro de todos los tiempos. Las mujeres lorquianas se emparentan, en este sentido, con las heroínas de las tragedias griegas al exacerbar sus impulsos vitales, al referir su rebel­día con un contexto social hermético y caduco, lleno de murmuraciones y de hipocresías. Ciertamente, poseemos palpables muestras de una concepción límite de la honra - recuérdese buena parte del teatro de Calderón, Tirso o Ruiz de Alarcón. Pero siempre el choque o la violencia entre la humanidad personal y su condicionamiento social se resolvió y se disolvió en la comedia de enredo o en el juego admonitorio del drama moral, un si es o no es sentencioso. Difícilmente se ha cerrado el círculo como en La casa de Bernarda Alba donde la evasión no es posible, y la tragedia se encara directamente.

Pienso que importa poco, para la viabilidad del drama, si el aislamiento de estas mujeres se puede localizar con un mapa en la mano. Tampoco tendría nada que ver con la genuinidad de la obra, el hecho de que el autor haya extremado una situación. Lo verdaderamente necesario, desde el punto de vista dramático, es que la tensión producida por el enclaustramiento tenga valor representativo, y el registro de las pasiones se inscriba en las posibilidades del espectro humano. La sensación de ahogo, producida ontológicamente por la incapacidad ciega de superarlo, proporciona la materia dramática, su premisa catártica. Yo no puedo ver en la figura absorbente de Bernarda otra cosa que una «mujer fuerte» desenfocada, de raíz trágica más que bíblica, pero con parecida grandeza. Más que el afán de mando o la voluntad de dominio, tan traídos a cuento estos días, lo que esta mujer demuestra es un amor propio exacerbado, dentro de palpitación humana. Por supuesto, el friso vecinal y pueblerino actúa opresivamente sobre la casa de Bernarda, cerca de todas y cada una de sus hijas, aunque sin llegar al extremo de determinar el conflicto, ni siquiera dándole atmósfera. En tal caso tendríamos una mera crónica delictiva o unos allegamientos secundarios, insuficientes para construir el drama. El «pathos» anda por dentro, en el corazón despechado y endurecido de unas mujeres que han hecho de los prejuicios sociales una moral, y del resentimiento la fuente de su conducta. La situación colectiva que las une a todas no resta individualidad e intensidad a la angustia de cada una de ellas, sobre todo a la de Adela o de Martirio, sino que acumula una evidente carga psicológica. Así es posible la tragedia con materiales de entidad tan escasa. Al menos en los tiempos de Lorca, la neurosis o el complejo, adivinado en la obra por algunos espíritus avizores, aparecen muy problemáticos. Y cuando aparecen, como en el personaje de María Josefa, la abuela, viene traído por una intención de ambientación dramática.

La casa de Bernarda Alba habría que juzgarla como una enorme deformación de la realidad, si no fuera porque se levanta sobre los sobrios y elementales bastidores de las pasiones en libertad. El mismo tratamiento técnico - ausencia física de hombres a lo largo de los tres actos, presión del luto y del silencio, como un personaje, presencia “impalpable”- limpia de convencionalismos el drama y nos lo ofrece desnudo, olímpico, ritual. Y, sin embargo, los corazones se sienten chocar, se «oyen» los pen­samientos, se fulminan las miradas y el clima espeso y caliginoso podría cortarse con un cuchillo. Posiblemente estos seres pudieron trascender esta presión vecinal, traspasar la barrera de sus mue­cas y de sus gestos, romper en sollozos o quebrar su envaramiento. Esa sería siempre una ulterior fase perfectible, tras el estadio de la exaltación. Pero Lorca prefiere cortar el «clímax» y presentarlo en primera toma, como algo irremediable, en su trágico y desolado final. Su novedad consiste en elevar a categoría la sencilla anécdota de unas mujeres solas y aburridas. Y darnos tragedia verdadera allí donde otros autores nos hubieran largado un anodino y vulgar sainete.

A pesar de todo, la representación de La casa de Bernarda Alba deja entre bastidores mucha de su fuerza y buena parte de su clima sobrecogedor. El público - que acude reclamado por el nombre de Lorca y por la historia de la obra - no entra del todo en ella. La dirección de Juan Antonio Bardem es de una frialdad de radiografía, muy intelectual, pero escasamente comprensiva del mundo dramático lorquiano. No es que se haya ido por barroquismos o alucinaciones, sino que siendo fiel a la letra - la indumentaria colectiviza e impersonaliza a las mujeres; las paredes de cal más que asfixiar reducen y estilizan en demasía; la interpretación se produce con un cierto envaramiento ritual, no ha conseguido retener el «tempo» de la obra. Así los personajes, más que representar La casa de Bernarda Alba, nos la cuentan, metidos en sus gestos y asomados a sus trajes largos y monótonos. Por otra par­te, el comportamiento de la protagonista - Cándida Losada - imprime un tono recitatorio inadecuado, que arrastra a las demás. Bernarda Alba más que la mujer dominante del clan familiar - no se olvide que tenemos delante una ajetreada y laboriosa cocina rural - semeja ser una dama de salón, autoritaria pero sin sitio emocional. Únicamente, al final, se anima algo, no siempre lo suficiente para recabar la atención, polarizada y excluyente. El tipo de la Poncia, la criada, señorea la escena, haciendo variar el eje de la obra, por la verdad y el arte - temperamento en suma - de María Bassó. Por ese lado, entre socarrona y sentenciosa, va la línea de la tragedia lorquiana, realista, pero lúcida, prieta, pero vibrante, hermética, mas encelada fotográfica si se quiere, aunque siempre acosadora. En cualquier caso, danaica, ciega, turbadora, «presente».

Improcedente parece incoar sobre los extremos de La casa de Bernarda Alba la posible trayectoria de Federico García Lorca, ya sea moral o simplemente artística. El dramaturgo granadino no acusa tanto a las ideologías o a las instituciones como a las formas en que aquéllas se asientan. Los motivos religiosos aparecen con un sentido ornamental u ocasional; las presiones sociales se ejercen en su sentido menos militante, quizá porque Lorca huye de lo revolucionario tanto como de lo estático para atenerse a valores simplemente estéticos. O que él cree que lo son.


Florencio Martínez Ruiz
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TEATRO GOYA
MADRID