LA MEUA FILLA SÓC JO
MI HIJA SOY YO
(O VAYA USTED A SABER)
Título: La meua filla sóc jo.
Música, libreto y dirección: Carles Santos.
Traducción del libreto: Jesús Royo.
Vestuario, caracterización y elementos escenográficos:
Marianela Roqué.
Iluminación: Luis Martí.
Sonido: Damien Bazin.
Coreografía: Toni Jodar.
Intérpretes: Antoni Comas (tenor), Xavier
Galán (barítono), Iván García (bajo), Monserrat Melero
(soprano), Leticia Rodríguez (soprano), Oriol Roses
(contra tenor), Claudia Scheneider (mezzo) y Alina
Zaplàtina (soprano).
Voz en off: Alicia Pérez.
Músicos: Inés Musso (flauta-flautín), Iker Rey
(oboe), Ona Cardona (clarinete), Pepa Fusté (fagot),
Cati Mariano (trompeta), Josu Alcalde( trompa), Cassiel
Antón (trombón), Joan B. Doménech (tuba), Marcel Pascual
(percusión) y Paco Montañés (percusión).
Bailarín: Xavier Estrada.
Música grabada: Sergi Alpiste y Vassil
Lambrinov (violín).
Coros grabados: Bernat Catalá, Neus Franch,
Clara Tarruell, Judit Urgelés y el coro Lieder Cámara.
Producción: Teatro Español y Teatre Lliure.
Estreno en Madrid: Teatro Español 2 – VI -
2005. |
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Carles Santos es un creador inquieto. Su trayectoria,
iniciada a finales de la década de los setenta, así lo acredita.
Es, por otra parte, un artista de éxito. Su presencia es
reclamada en importantes festivales nacionales e internacionales
y sus trabajos han obtenido numerosos galardones. Su punto
fuerte es la música, pero también, sobre todo en los últimos
años, los espectáculos de tipo multidisciplinar, en los que, a
la música, se suman la voz y la danza. El trabajo que aquí se
presenta, La meua filla sóc jo, ha sido definida como
ópera de pequeño formato.
Estructurada
en una serie de escenas breves, la obra carece de argumento,
aunque el propio título y algunas referencias nos remiten al
ámbito de una extraña familia en la que el padre es la hija de
sí mismo. Si aceptamos como posible tan insólita circunstancia,
cuanto sigue resulta admisible. Que la hija, que en realidad es
él, sea la hija de cuatro sopranos y de un clarinete, pero
también de una madre fetichista. La hija, o el padre que es
ella, mantiene relaciones con varios amantes, de los cuales uno
tiene un naranjo lleno de partituras y un olivo con libros de
los que se suspenden para consumar sus prácticas amorosas,
aunque finalmente decidirá casarse con la primera persona que se
cruce en su camino. Es hora de advertir que la hija cambia de
nombre varias veces, de modo que se desdobla en otras tantas
personalidades, las cuales deciden matar al padre, para lo que
proponen recurrir a cuatro métodos diferentes: obligarle a comer
hostias en mal estado, ahogarle en orina, limpiarle el corazón
con lejía o extirparle del cerebro la palabra yo. En la obra se
abordan otras cuestiones de distinta trascendencia. Al debate
sobre la diferencia entre el alioli hecho con mortero o con
batidora, se suman los discursos de un feto y de un recién
nacido, aunque su lenguaje fonético nos impide conocer su
alcance. Diversos orgasmos de los personajes y otros curiosos
acontecimientos van consumiendo el tiempo del espectáculo, que
culmina con un bello y colorista canto de gallos.
Carles Santos ha dotado a la acción de un gran dinamismo.
Los músicos prescinden de los atriles y van de un lado al otro
del escenario y de la sala con sus instrumentos a cuestas.
Libres de la batuta del director y de las partituras, se diría
que persiguen a los cantantes no tanto para acompañar sus voces,
sino, sobre todo, para subrayar su frenética actividad escénica.
Y es que, amén de ejercer su oficio de belcantistas con
brillantez, demuestran ser, además, buenos acróbatas. Dar cuenta
de un aria suspendido de un cable o reptando por el escenario e
ir vestido con cutres y aparatosos trajes de papel, plástico y
otros materiales de difícil identificación es, sin duda, cosa de
mérito. Ante un fondo escenográfico minimalista, esta tropa
entre chabacana y obscena brinda una orgía escénica en la que lo
acústico y lo visual andan de la mano.
Espectáculo
a la medida de los admiradores del artista y para quienes gustan
de este tipo de espectáculos provocadores a los que suele
ponérsele la etiqueta de vanguardistas. Tengo serias dudas de
que éste lo sea. Lo que se nos ofrece repite mucho de lo que se
hizo antes, en la primera mitad del siglo pasado, y ya sabemos
que estos movimientos artísticos son, por su propia naturaleza,
efímeros o acaban siendo asimilados. Lo que sucede en este caso,
como en otros muchos, es que la incorporación de técnicas
modernas da apariencia de nuevas a las viejas vanguardias. Si no
obstante alguien insistiera en calificar a esta propuesta
escénica de vanguardista, habrá de reconocer que, al margen del
tratamiento desinhibido que se da a las escenas eróticas, se
trataría de una vanguardia laight, en la que el creador
ha puesto límites a su propósito trasgresor. No se entiende, por
ejemplo, el intento de poner cierto orden en el caos argumental
del espectáculo mediante la introducción de una voz en off
que explica el contenido de determinadas escenas. Santos
afirma que, con ese recurso, pretende facilitar las cosas al
espectador, que entienda lo que quiere decir, pero no cabe duda
de que, al clarificar parte su discurso, da al traste con una de
las principales señas de identidad del espectáculo. Más curioso
y contradictorio resulta lo sucedido con la pieza 4’33’’,
del John Gage, que ha sido incorporada a La meua filla
sóc jo. Estrenada en 1952, los intérpretes permanecían en
silencio ante sus instrumentos durante el tiempo señalado en el
título, de modo que lo único que se escuchaba eran los ruidos
procedentes de la sala. El propósito del compositor
norteamericano era borrar las fronteras entre la música, el
sonido y otros fenómenos no musicales. A la vista del
desconcierto que ese inesperado silencio provocó en el publicó
cuando la obra se representó en Barcelona, Santos ha
decidido advertir a los espectadores madrileños de su
existencia. ¿Por qué?
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