ANTÍGONA
Mitos
a escala humana
SARA MARTÍNEZ |
Título: Antígona.
Autor: Jean Anouilh.
Traducción:
Sara
Martínez Otero.
Escenografía
y vestuario:
Esperanza Alonso.
Iluminación: Elías torres.
Escenografía y vestuario (realización):
Puntocero S. L.
Intérpretes: Sara Martínez (Antígona),
Miguel Torres (Creonte),
Nuria Garrudo (Ismene),
Pedro Ampudia (Hemón),
Alberto
Panadero (Guardia),
Miguel Sepúlveda (Guardia),
Armando
Jaramillo,
Cesi Pedraza (Eurídice),
David
Solera, Olga Martín-Meseguer (Corifeo)
y Maite Zahonero (Corifeo),
Arantza Díaz
Matad (Nodriza),
Álavaro Madrid (Paje),
Elía Torres (Mensajero),
David García
(Guardia).
Compañía: Espacio Oscuro.
Director: Miguel Torres.
Estreno
en Madrid: Teatro
Lagrada,
14 – XII - 2007.
En
Antígona, Anouilh despojó al mito del ropaje de la tragedia y lo vistió con
el propio del de los ciudadanos de los primeros años de la década de los
cuarenta del siglo pasado, cuando se estaba gestando el mayor conflicto bélico
de
la historia. El
resultado fue un drama protagonizado por seres humanos, una especie de examen
de conciencia de la burguesía destinataria del espectáculo. El dramaturgo
francés, con profundo conocimiento de la carpintería teatral y de otros
secretos de la práctica escénica, supo satisfacer lo que el público de la época
demandaba. Lo logró conjugando sabiamente la herencia recibida de Sardou y otros maestros de la piece bien faite, en la que, como dijo Francisco Nieva, hincó su colmillo retorcido,
y las aportaciones de las vanguardias europeas. Anouilh es hoy una de las grandes figuras del teatro contemporáneo.
Por tanto, su presencia en el ciclo sobre clásicos griegos en el siglo XX que
ha programado el teatro Lagrada, no
puede ser más oportuna.
Miguel
Torres |
Esta Antígona debe a la vanguardia su carácter metateatral. En ella se
finge que cada actor asume el papel que el azar le ha asignado. Para resaltar
ese aspecto, Miguel Torres ha
dispuesto que los intérpretes estén mezclados con los espectadores en el
vestíbulo mientras aguardamos a que las puertas de la sala se abran para acceder
a ella. Son los miembros del coro los que, aprovechando esta espera, nos
advierten de su presencia y, señalándolos, nos informan de a quién representa cada
uno en
la
ficción. Luego, ya en el escenario, mientras se disponen para
actuar, cambiarán la ropa que visten por la de sus personajes. Lo que sigue, es
una historia que, siguiendo el hilo argumental del original griego, ofrece una
visión distinta de sus protagonistas y de las razones que determinan sus
conductas. Así, Creonte, no es un tirano al uso, sino un gobernante de nuestro
tiempo que mide cuidadosamente los pasos que da. No renuncia a la violencia
para ejercer el poder, pero, si puede, procura evitarla. Antígona, por su parte,
aspira a esa libertad absoluta que sólo proporciona la muerte y busca
alcanzarla con total desprecio al daño que pueda causar a sus seres más
queridos y sin tener en cuenta que el pretexto del que se vale – dar sepultura
al cadáver de su hermano contraviniendo la orden de Creonte - no es digno de
su sacrificio. Lo que Anouilh
escribió no fue una obra protagonizada por héroes, sino por seres de carne y hueso. Y eso es lo
que vemos en esta representación.
Miguel Torres
|
En un escenario despojado de
escenografía, en el que sillas y sillones de diversas épocas rodean tres de los
lados de un cuadrilátero – sólo queda abierto el más próximo a la sala -, los
actores van desgranando los textos sin demasiada pasión, con esa indiferencia propia
de quiénes los asumen sin haberlos elegido. Salvo Creonte, nadie parece
interesado en cambiar el curso de los acontecimientos, como si el hecho de que
sus parlamentos hayan sido escritos previamente sin posibilidad de
modificarlos
les impida intentarlo. No es fácil para
un actor escapar a la tentación de fingir que tiene capacidad para torcer el
curso de los acontecimientos o, sin llegar a tal extremo, renunciar a las
posibilidades de lucimiento que ofrecen personajes como los que aquí
comparecen. Sin embargo, lo consiguen, a riesgo de que su frialdad
interpretativa sea entendida como una limitación de su talento actoral. En ese
sentido hay que decir que no es el caso y que, en su conjunto, el trabajo que realizan es digno, mereciendo
atención especial el que llevan a cabo Sara
Martínez, en el papel de Antígona, y Miguel Torres, en el de Creonte. La escena central de la
obra, el tenso diálogo que ambos mantienen en el que queda sellado el destino
de ella, resume las virtudes de este riguroso trabajo. En ese enfrentamiento
entre la razón práctica del gobernante y la pureza que preside la conducta de
la joven destaca la madurez interpretativa de Miguel Torres y la aparente frágil tozudez de una Sara Martínez que ha traído a mi
memoria, bien es cierto que muy desdibujada, la interpretación que, a mediados
de los setenta, hizo, de este mismo personaje, Ana Belén.
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