MUJERES
SOÑARON CABALLOS
Seres
desquiciados
Título: Mujeres
soñaron caballos.
Autor: Daniel Veronesse.
Dirección,
escenografía e iluminación: Daniel Veronesse.
Intérpretes: Celso Bugallo (Iván), María Figueras (Lucera), Ginés García Millán
(Rainer), Andrés Herrera (Roger), Blanca Portillo (Ulrika), Susi Sánchez
(Bettina)
Estreno
en Madrid: Teatro Valle-Inclán (Sala Francisco Nieva) CDN, 12 – IV - 2007. |
FOTO: ALBERTO NEVADO |
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ALBERTO NEVADO |
Cuenta Veronesse que escribió Mujeres soñaron caballos a partir
de un extraño suceso del que tuvo noticias. En algún lugar de Argentina
se estaba produciendo una ola de suicidios de animales. Llegaban éstos al borde
de un acantilado y, sin causa aparente ni nadie que les empujara a ello, se arrojaban al vacío. Lo que nos cuenta
en la obra es una traslación de esa historia. Tres hermanos y sus respectivas
parejas se han reunido a cenar en el piso de uno de ellos. Un chiste vulgar contado por uno de
los hombres, es el arranque de lo que se presenta como una velada familiar normal. Pero
enseguida descubrimos que ese era el prólogo, muy breve, a una ceremonia de autodestrucción
de un grupo de seres desquiciados. Como los animales suicidas, los personajes
se inmolan, sin que nada ni nadie explique la razón de su conducta. La
diferencia entre ambos casos, es que, en éste, mientras caen, se enfrentan unos
a otros y se despedazan mutuamente, dominados por una furia aniquiladora. Nada
sabemos, al inicio, de su pasado, pues su peripecia arranca en el momento en
que le emprenden el viaje hacia la muerte, un viaje realizado a cámara lenta.
Es a lo largo de él, cuando recibimos, de forma fragmentada, alguna información
sobre su pasado: episodios que desembocan en fracasos personales y
profesionales, violencia contenida que estalla a la menor provocación, odios
antiguos que engordan con el paso del tiempo, el secreto deseo de cambiar de
pareja… En la antesala de la muerte, los personajes muestran sin pudor sus
sentimientos más íntimos, hasta entonces ocultos o vagamente insinuados. Pero
ese repertorio de miserias, siendo importante, es insuficiente para entender
cabalmente las dimensiones de la tragedia familiar a la que asistimos.
FOTO:
ALBERTO NEVADO |
La acción se desarrolla en el
reducido espacio de una sala que hace las veces de comedor. Apenas siete metros
cuadrados ocupados por una mesa, un sofá, una tabla de planchar plegada, algunas
sillas y una canasta de baloncesto. En el espacio que queda se mueven, no sin
dificultad, los seis personajes y aún uno de ellos, el anfitrión, lo usa como
improvisada cancha en la que se desfoga botando un balón y ensayando tiros al
aro. Dos puertas, una que da a la cocina y otra al exterior de la vivienda,
permiten despejar la estancia cuando los
diálogos
exigen cierta intimidad. No llega a entenderse
bien la necesidad de ese escenario claustrofóbico, máxime teniendo en cuenta que
no es la causa de los que sucede, pues los personajes han llegado a él desde el
exterior con sus problemas y sus obsesiones a cuestas. Tal vez se haya querido
convertirlo en una especie de olla a presión en la que aumente la sensación de
angustia, pero el ambiente que se crea sobra, pues algo tiene de redundante. Es
como si se hubiera pretendido reforzar la violencia de la palabra con la que
produce el agobio físico. En una estancia más amplia, el desenlace hubiera sido
el mismo.
FOTO: ALBERTO NEVADO |
A lo que si contribuye el reducido
espacio, junto a la ausencia total de música y una iluminación que permanece
invariable a lo largo de la representación, es a dar al espectáculo un carácter
experimental que le aproxima a los que el propio Veronesse dirigió en la compañía bonaerense Periférico de
Objetos. Pero con todo, lo mejor es el minucioso trabajo realizado con los
actores, al que éstos han respondido espléndidamente, en especial Blanca Portillo y Ginés García Millán, que rayan a gran altura. Sin ellos, Mujeres soñando caballos hubiera
sido otra cosa.
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