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13 AÑOS SIN ACEITUNAS
Maduro y con
sello propio
en el
EL CANTO DE
LA CABRA
DE
madrid
PROGRAMACIÓN
NACIONAL TEATRO
1,
2, 3 y 4 de febrero: 21:00 h.
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Título: 13 años sin aceitunas.
Creación, dirección,
interpretación y vestuario: Juan
Úbeda y Elisa Gálvez.
Iluminación: Carlos Marqueríe.
Estreno en Madrid: Sala El Canto de
la Cabra, 31.I.2007. |
FOTO: SILVIA SARDINERO |
Se
van a cumplir quince años desde el comienzo de El Canto de la cabra. Una
historia intensa para la sala y la compañía homónima, compartida por un
no demasiado amplio, pero fiel y comprometido, grupo de espectadores. Y en
ella, algunos jalones significativos, vinculados a la escritura de Beckett, a la de Federico
del Barrio, colaborador habitual de la compañía, y más
recientemente, el trabajo que firmaban Juan
Úbeda y Elisa Gálvez, los
responsables de El Canto de la cabra,
y que llevaba el beckettiano título de Los
días que todo va bien, estrenada el 13.XI.2003 (Reseña, 357). En aquel espectáculo predominaba ya lo
autobiográfico, tratado con distancia irónica, el guiño a unos
espectadores que habían compartido muchas de las cosas que se ventilaban en el escenario,
y la necesidad del balance o hasta del ajuste de cuentas, que se verificaba con
humor y hasta con una cierta ternura, a pesar de los evidentes motivos para el
escepticismo e incluso para el desánimo. Han
transcurrido más de tres años y llega ahora esta segunda entrega, que, sin
romper con la intencionalidad y el discurso que inspiraban la producción anterior, no sólo exhibe características
propias, sino también una notable madurez estética, como si la compañía
hubiese llevado a cabo un riguroso proceso de reflexión y depuración formal, y hubiera
extraído cuidadosamente el cúmulo de experiencias proporcionadas por la
trayectoria profesional de la sala y de la compañía misma.
En 13 años sin aceitunas sus
creadores proponen una mirada crítica e indulgente, humorística e intensa, descorazonada
y agradecida a la vez, sobre la tarea teatral que ellos mismos llevan a cabo,
como ocurría en Los días que todo va bien.
Pero ahora su confianza en las posibilidades de las imágenes es mayor, como lo
es también su audacia en las elipsis y en las fracturas, la incisividad verbal,
el pulso con el que se suceden las distintas etapas de la función o su
capacidad para dotar de significado dramático a los objetos comunes que forman
parte del equipamiento y la decoración de la sala o que se utilizan para el
espectáculo, a veces de inusitadas y pintorescas procedencias. 13 años sin aceitunas se presenta
sin explicaciones, despojado de adherencias, valiente y convencido de sus propias
posibilidades escénicas, sólido en su conjunto y pleno de hallazgos parciales.
Es
brillante y divertida la glosa dramática del cuento de la lechera, llevada cabo
en tres ámbitos: el de la palabra, la acción física y el juego con los objetos.
Resultan de gran belleza las secuencias de los desnudos, entrañables las
confidencias infantiles y familiares, hilarantes invitaciones a la permanente
subasta que se convierte en el hilo conductor del espectáculo.
Y
es también más profunda la asimilación de la rica herencia beckettiana, que se hace más personal, más inteligente y más aguda. La creación de
rituales –irónicos- propios, el juego con
determinados ritmos, que se establecen de una manera sugestiva, humorística y
limpia, o la expresión de la perentoriedad y el desvalimiento mediante las
imágenes corporales o mediante la propia acción dramática proporcionan algunos
ejemplos de esta maduración propia del teatro de Beckett. Como lo es también
el tratamiento divertidamente crepuscular de un teatro y de unas vidas
dedicadas a él, expuestas en permanente almoneda, desprotegidas e
ingenuas ante ese territorio intermedio entre la intimidad y la dimensión
pública que evoca el espectáculo. Pero el referente beckettiano se enriquece precisamente
con esta línea de trabajo, frecuente en cierto teatro contemporáneo, que
desdibuja o cuestiona abiertamente la ficcionalidad y propone una asunción de
la propia personalidad, sin el disfraz del personaje, mostrada a la mirada del
espectador, a quien se convierte en singular cómplice de este juego, que plantea
nuevas dimensiones para el fenómeno teatral. Si Los días que todo va bien se sumaba ya a esta manera de afrontar el
espectáculo, en 13 años sin aceitunas los procedimientos se han perfeccionado y el resultado es plenamente
original.
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