Título: Ni sombra de lo que fuimos.
Autor: Eusebio Calonge.
Iluminación: Eusebio Calonge.
Intérpretes: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos, Francisco Sánchez, Fernando Hernández y Carmen Sampalo.
Compañía: La Zaranda. (Teatro Inestable de Andalucía la Baja)
Espacio escénico y dirección: Paco de la Zaranda.
País: España (Andalucía).
Idioma: español.
Duración aproximada: 1 hora y 10 minutos.
Estreno: Teatro de la Abadía (Sala Juan de la Cruz), 28-X-2004.

Llevan los de la Zaranda casi veinticinco años arrastrando por los escenarios su colección de objetos desvencijados construidos con maderas bastas y oscuras e hierros oxidados, cubiertos a veces con paños que parecen desechos de cortinas y con sábanas que bien pudieron ser lienzos mortuorios. Habría para llenar un Rastro con tanto material. Tienen sus espectáculos muchas cosas en común con los de Tadeusz Kantor, tanto en la estética como en la constante presencia de la muerte, aunque en el dramaturgo polaco es muerte rememorada, mientras en la compañía andaluza es muerte anunciada que se consuma durante la representación. Aquel, convoca a una legión de parientes, compañeros de escuela y vecinos de su aldea natal ya difuntos, muchos por culpa de las guerras que arrasaron Europa en el pasado siglo, y los hace desfilar ante el público. Éstos, muestran a unos personajes que, en su aparente ir y venir por esos mundos – aparente, porque pocas veces se alejan de dónde están -, se van topando con la descarnada, si no es que ya la llevan dentro y no pueden quitársela de encima. Los dos teatros son ceremoniales, con mucha procesión y músicas rotundas, pero el de la Zaranda responde a la presencia de la muerte a su manera, que tiene mucho que ver con la Andalucía de la que procede, es decir con fatalismo, dolor, alguna que otra mueca dibujada por la risa nerviosa y resignación ante lo inevitable.

Los personajes de Ni sombra de lo que fuimos son un grupo de feriantes, cuyos cuerpos decrépitos apenas pueden con su alma ni con los cachivaches que arrastran, entre ellos un cajón con ventana que, puesto de pie, parece una taquilla o un confesonario y, tumbado, lo que en realidad es: un ataúd. Algunos se interrogan sobre el mejor camino a seguir, decididos a no mirar atrás, pues en lo andado poco bueno había y, ese poco, ya es pasado irrecuperable. Pero lejos de avanzar, lo que hacen es dar vueltas alrededor de un tiovivo. El chirriar de su maquinaria es como un lamento que se une a la calamitosa letanía que entonan los personajes. Cuando el eje de la atracción se rompe, se rompen sus vidas. La soledad invade el escenario y hasta un caballito de vivos colores, elemento del carrusel, es cubierto por una tela que hace las veces de sudario.

Cinco son los oficiantes del esperpéntico acto teatral, a los que cuesta trabajo llamar actores. Se diría que no quieren serlo, ni parecerlo, hasta el punto de que, en contra de lo habitual, jamás salen a recibir los aplausos del público. Quiénes hemos seguido su trayectoria, tenemos la sensación de que, hagan el papel que hagan, se interpretan a sí mismos, de que lo suyo no es la ficción, ni el uso de la mentira – el teatro lo es - como recurso, sino que expresan lo que realmente sienten. Utilizando la definición que de ellos hizo la autora Itziar Pascual, se muestran ante el espectador como poetas de la derrota.

No deja de ser curioso que esta compañía, que se definió como Teatro Inestable de Andalucía la Baja, haya sobrevivido a otras que nacieron al mismo tiempo con vocación de duraderas, pero de las que hoy apenas queda rastro.

Jerónimo López Mozo
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