RESEÑA,
1976
NUM, 94,
pp.29-30 |
UN RECITAL DE VIDA
LA TREGUA
SERGIO
RENAN
La
Tregua
introdujo a Héctor
Alterio en
España. Cuando en 1977 obtuvo
la Concha de Plata al mejor Actor en el Festival de
cine de San Sebastián, su suerte estuvo echada: España sería su segundo
país a nivel interpretativo. En La tregua, actuaba un jovencísimo Óscar Martínez
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Título original:
La tregua.
Guión: Aida Bortnik y Sergio Renán
Fotografia: Juan Carlos Desanzo.
Música: Julián Plaza.
Jefe de Producción: Bernardo Zupnik
Asistente de Dirección: Carlos Galettini
Fotografía: Juan Carlos Desanzo
Cámara: Carmelo Lobótrico
Montaje: Oscar Souto
Sonido: Aníbal Libenson
Asistente de producción: María Ponti
Secretaria de producción: Helena López Gil
Ayudante de dirección: Luis Fernández (IV) y José Szlam
Ambientación: Tita Tamames y Rosa Zemborain
Vestuario: Tita Tamames y Rosa Zemborain
Maquillaje: Horacio Pisani
Foto fija: Federico Frontini
Asistente de Cámara: Aldo Lobótrico y Juan Carlos Lenardi
Asistente de montaje: Norberto Rapado y Silvia Ripoll
Asistente de sonido: Roberto Bozzano
Regrabación de sonido: Cándido Hours
Nacionalidad: Argentina, 1974.
Producción: Tamames Zemborain Prod. S. R.
L.
Distribución: Cinema International Corporation.
Intérpretes:
Héctor Alterio, Luis Brandoni,Ana María Picchio, Marilina Ross, Aldo Barbero,
Juan José Camero, Carlos Carella, Cipe Lincovsky, Oscar Martínez, Lautaro
Murúa, Walter Vidarte, China Zorrilla, Luis Politti, Hugo Arana, Norma
Aleandro, Sergio Renán, Víctor Manso, Antonio Gasalla, Constantino Cosma, Jorge
Sassi, Ignacio Finder, Diego Varzi
Dirección: Sergio Renán.
Estreno
en Madrid: Cine
Españoleto, febrero de 1976.
No
resulta nada fácil hablar de estas películas sencillas, que nos cuentan
historias sencillas. La dificultad aumenta cuando te pones a escribir sabiendo
que el lector espera una crítica, y tú no acabas de distanciarte de la
impresión de veracidad, de inmediatez, de “directo”, de estar allí, que te ha
producido el film. Decir ahora que hemos visto una película tan real corno
la vida misma suena ya a majadería y a fotonovela (que viene a ser la
misma cosa), pero si la tan manida frase estuviera recién acuñada y la
aplicáramos por vez primera a la película de Sergio Renán habríamos dicho la pura verdad.
Viene esto a cuento porque La
tregua se presta a una pequeña reflexión en torno al realismo y a lo
que llamamos tópico. O, mejor,
sobre el falso tratamiento de lo real por su reducción al tópico. Es algo muy
en boga - y que da el pego con relativa frecuencia - entre nuestros cineastas
supuestamente realistas. Se construye la historia a base de un recorrido por
los lugares comunes de nuestra vida común, resaltando precisamente aquellos
instantes más quintaesenciables. Pero se les nota demasiado esa búsqueda de lo
quintaesenciable. Se les nota el plumero. Es ahí donde lo típico se
desprestigia, y donde 'la realidad se vuelve tópica. Se nos muestra lo que
siempre se suele hacer en tales ocasiones, lo que siempre se suele decir en
tales ocasiones; y no se respeta lo único e irrepetible, que también siempre
lo hay, de cada ocasión. Se procede por denominadores comunes, y se articula
una situación en la que todo el mundo pueda sentirse reflejado como colectividad
o como masa, pero en la que ninguno encuentra su sitio como individuo, de una
manera personal. La verosimilitud de los tópicos procede, en el fondo, de esta
despersonalización, o, por decirlo de otra manera, de una tremenda falta de
realismo. No se respeta la historia concreta, la situación concreta, la frase
concreta, que, por otros caminos, resultará en definitiva la común; sino que
más bien se presenta todo por el lado de lo paradigmático. Es, quizá, un recital
de vida, pero no es la vida. Esta es la diferencia que existe, a mi
juicio, por ejemplo, entre las películas de Jaime de Armiñán y La tregua, de Sergio Renán.
Sergio Renán, inspirado
en una novela del uruguayo Mario
Benedetti, nos cuenta el breve paréntesis de ilusión y de ganas de vivir
que supuso para un viudo de cincuenta años, cansado por dentro y por
fuera, el corto encuentro de enamorado con una joven oficinista. Esta relación
despertó en él sentimientos dormidos y dio un nuevo rumbo a la vulgaridad de
todos los días; tras muchos años de rutina estaba dispuesto “a empezar
de nuevo”. Cuatro meses después de conocerla, cuando sólo llevaban dos viviendo
juntos, la muchacha muere. Ha finalizado la tregua, y comienza una soledad peor
que la anterior.
La
existencia - que no vida - de Martín Santomé transcurría entre dos
mundos perfectamente paralelos: la oficina
y la familia. Y en ambos, aun siendo suyos, se encontraba de alguna manera
marginado. En su familia desconocía los problemas reales de sus hijos (un joven
con tendencias homosexuales; una chica dividida entre las obligaciones de la
casa y su libertad, y un muchacho al que le horroriza ser como su padre). En el
trabajo es un hombre serio y cumplidor –“resignado” sería la palabra
justa-
que tan apenas participa en la broma y en la superficialidad de sus
compañeros de oficina. E] ambiente de la familia
pequeño-burguesa que se basta a sí misma, y la rutina sin horizontes y
adocenada de la oficina, son el marco adecuado, desde el punto de vista
sociológico, para el desarrollo de esta historia aparentemente vulgar.
Apenas
conoce a Laura, la existencia de Martín se convierte en vida. Ya
tiene alguien a quien esperar, palabras en las que pensar, astucias que
inventar. Frecuenta otros lugares, el bar, el cine, la calle. Hasta la
desaparición de Laura. En estos momentos finales el film decae. Se ha traspasado
la barrera que separa al sentimiento del melodrama. Se cargan las tintas.
Todo
esto puede parecer demasiado leve, simple, incluso vulgar. Lo sé. Pero no hay
más remedio que ir a ver la película para apreciar la forma nada vulgar de
tratar lo cotidiano. Sin obstáculos estetizantes ni extremismos dramáticos,
estamos pendientes de un gesto, de un silencio, de una respuesta. El lenguaje
cinematográfico y la dirección de actores se ajusta, sin estridencias, a las
necesidades, tanto narrativas como dramáticas, de cada escena y del relato
total. Es cine de veras, sin manipulaciones previas, ni formales, ni
ideológicas. Y esta espontaneidad es fruto sin duda de una madurez creativa
alcanzada tras una labor delicada y difícil, no consecuencia de la buena
fortuna o de la improvisación.
La
tregua no
tiene nada que ver con el cine de la improvisación. Son muchas las escenas en
las que temíamos que “el autor se pasara”. Pero - excepción hecha del final -
la película resulta de una admirable contención. Sergio Renán ha tenido el valor de pisar continuamente un terreno
difícil, del que sale airoso la mayoría de las veces. Son escenas difíciles:
la declaración de amor en el bar (me acordaba yo de la equivalencia en azul y
rosa de Un hombre y una mujer), la conversación con el novio de su hija, el idilio tras la lluvia,
la marcha del hijo homosexual, etc. Todas ellas se resuelven sin aristas y, al
mismo tiempo, con un enorme interés, probablemente nacido de la revitalización
que presta a las situaciones normales la conciencia de un manifiesto
respeto a los personajes y al espectador.
Hay
que señalar el acierto evidente de no haber doblado la banda sonora de
la película. Hubiéramos perdido el tono y el calor de un lenguaje coloquial
fresco y medido, tanto más necesario en un film y en
una historia en la que los actores (sobre todo Héctor Alterio) se expresan dando todo de sí mismos. Prueba clara
de la verdad- y del gancho humano - de tales planteamientos es la rapidez con
la que el público “se toma en serio” la película y prescinde de la jerga.
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