LA TORTUGA DE DARWIN
Viaje por la historia
Título: La tortuga de Darwin
Autor Juan Mayorga
Escenografía: José Luis Raymond
Iluminación: Paco Ariza
Sonido: Nacho García y Antonio
Castro
Figurines
y ambientación: Ikerne
Jiménez
Producción: Luis Caballero (Teatro del
Cruce) en colaboración con el Teatro
de
La Abadía
Fotografía:
Marc de
Cock-Buning
Diseño
gráfico: Javier
Terry
Coordinación
técnica: Joxan
Artano
Ayudante
de producción:
Vicente Cámara
Distribución:
Concha
Busto
Dirección
de producción:
Luis Caballero
Ayudante
de dirección:
Antonio Castro
Intérpretes: Carmen Machi (Harriet),
Vicente Díez (Profesor),
Susana Hernández (Betti),
Juan Carlos Talavera
(Doctor)
Dirección: Ernesto Caballero
Estreno
en Madrid: Teatro
de
la Abadía,
6 – II - 2008 |
CARMEN
MACHI/SUSANA HERNÁNDEZ
FOTOS: Marc de
Cock-Buning |
JUAN C. TALAVERA/ CARMEN MACHI
FOTO: Marc de Cock-Buning |
La
tortuga de Darwin significa muchas cosas. Por ejemplo,
ofrece la primera colaboración de dos de los hombres con más talento del teatro
madrileño: el dramaturgo Juan
Mayorga y el dramaturgo y director Ernesto
Caballero. Ambos comparten muchas cosas: su proximidad generacional, su
condición de profesores de
la
RESAD, su oficio de escritores para la escena – son,
ciertamente, dos dramaturgos muy sólidos - y unas maneras de mirar el mundo muy
personales en cada uno de ellos, pero
coincidentes en la
adopción de un punto de vista inusitado, ingenioso y lúcido, y en
la asunción de un espíritu crítico sobre la
realidad circundante. Ambos han escrito textos dramáticos que constituyen una
reflexión singular e insólita sobre aspectos o momentos de la historia, sin
miedo de afrontar cuestiones espinosas y sin someterse a convenciones o a apriorismos sobre lo supuestamente correcto,
y ambos propenden a la relectura de textos o motivos clásicos generados por la
literatura, la historiografía o la ciencia, sin temor a la densidad intelectual
que se resuelve siempre con herramientas de inequívoca naturaleza dramática. Los
dos encarnan una noción de compromiso luminoso y sin estridencias, apasionado y
limpio, aunque no exento de una mirada distanciadora e irónica, que evita la
pesadez o la pedantería. Pero, además de
este espacio de encuentro que establecen los dos creadores, La
tortuga de Darwin supone otro hito en la construcción del imaginario
personal de Mayorga. Vuelve con esta
pieza a un juego doble de referencias. El personaje protagonista, como sucedía
en Copito de nieve o en La paz perpetua, o también en Palabra de perro, es un animal con rasgos antropomórficos, a la
manera de las viejas fábulas, aunque el paralelismo humano-animal revele
semejanzas más incómodas e intencionadas que las ingenuamente mostradas por
aquellas. Y, como en las tres obras
citadas, la historia del personaje
animal se enmarca en un complejo entramado ideológico y discursivo, que, si en aquellas recurría a Montaigne, a Kant y a Cervantes, aquí se apoya en Darwin
y en Marx.
El sorprendente arranque de La tortuga de Darwin imagina que Harriet,
la tortuga gigante que Darwin llevó
a Inglaterra desde las Galápagos, ha evolucionado hasta adquirir una apariencia
casi humana, ha sobrevivido hasta nuestro tiempo y ha sido testigo de algunos
de los episodios decisivos de la historia contemporánea. La sugestiva y
provocadora situación recuerda a algunos de los relatos de Kafka -¿Cómo no evocar Informe
para una academia?-, protagonizados también por animales, cuya utilización
de la analogía ha podido inspirar a Mayorga
a la hora de abordar las obras mencionadas, pero la perspectiva
adoptada por el
escritor español es de naturaleza
dramática, por lo que la irrupción de la enigmática Harriet
está destinada a desestabilizar el orden de las cosas reinante y abre
inquietantes y sugestivas posibilidades a las que el desarrollo de la trama
deberá dar respuesta. |
CARMEN MACHI/VICENTE DÍEZ
FOTO: Marc de Cock-Buning |
La visita de la
tortuga a un afamado profesor de Historia, investigador petulante y posesivo, constituye
un punto de partida dramático, pero también la presentación de un personaje
recurrente en la obra de Mayorga.
VICENTEDÍEZ/CARMEN MACHI
FOTO: Marc de Cock-Buning |
El profesor de Historia no es muy
diferente del juez que investigaba al caso de Hamelin, riguroso y tenaz,
pero paradójicamente insolvente para dar respuesta a su propio problema familiar. Y
no está lejos tampoco del Bulgakov de Cartas de amor a Stalin o del profesor de Literatura de El chico de la última fila, a quienes les
sucede algo semejante. Pero cabe establecer también otro paralelismo con del Delegado
de
la Cruz roja,
que llevaba a cabo la fallida investigación en Himmelweg. E incluso, aunque
resulte un tanto más forzado, con el Gordo de El gordo y el flaco. Todos ellos son
seres ensimismados y ajenos, incapaces de afrontar una parte de la realidad, justamente
aquella que les es más cercana, o incluso de advertir lo que realmente estaba
sucediendo en su entorno, personal o colectivo, aunque no pueda negárseles un
decidido empeño por lograr sus objetivos, una voluntad de conseguir algo
que entienden relacionado con su propia realización, pero también con una necesidad colectiva. Sin
embargo, asistimos a su fracaso último, al desgarro definitivo entre sus
aspiraciones y la consecución efectiva de lo que se pretendía, en una suerte de
relectura de la ironía trágica.
También el
personaje femenino presenta parentescos con la mujer de Bulgakov, en Cartas de amor Stalin, con la mujer del profesor, en El chico de la última fila, o con la mujer del juez de Hamelin. Esas mujeres, desplazadas e ignoradas por sus parejas,
intelectual y vitalmente insatisfechas, se muestran desvaídas y erráticas, hasta que acaban saliendo de
puntillas de las vidas que compartían con sus hombres o buscando otro ámbito de
realización personal.
Sin embargo, en La tortuga de Darwin, Mayorga ha optado por un desenlace
inesperado, que recuerda extrañamente a algunas comedias ingenuas y
perversas a un tiempo, del tipo Arsénico
por compasión (o Arsénico y encaje
antiguo, como se ha titulado en otras ocasiones), lo que altera el paradigma que había servido
en trabajos anteriores. ¿Un intento de originalidad? ¿Una
solución forzada? ¿Un deseo de rebelarse precisamente contra un esquema
que se impone como recurrente? En cualquier caso, una búsqueda legítima de
otras fórmulas, aunque en La tortuga de
Darwin el personaje de Betti, la
mujer del profesor de Historia, se muestre demasiado voluble e inconcreta a lo
largo de su periplo, como si encontrara difícil acomodo en esta trama.
Mayor solidez se
logra – y mayor atractivo - en el conflicto entre el profesor y el médico,
entre
la Historia
y
la Ciencia,
entre dos miradas contrapuestas que reivindican su derecho absoluto sobre el personaje
convertido en objeto, conflicto del que no se obtiene todo su eventual
rendimiento, porque el trabajo actoral de sus intérpretes se resuelve de una
manera insuficiente, todo hay que decirlo, pero el duelo entre esas dos
concepciones del conocimiento sobre mundo, plena de ironía dramática, es digna
del mejor Mayorga, que es como decir
digna del mejor teatro contemporáneo. |
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CARMEN MACHI
FOTO: Marc de Cock-Buning |
JUAN C. TALAVERA/CARMEN MACHI
FOTO: Marc de Cock-Buning |
Y no lo es menos la creación del personaje
protagonista. La tortuga Harriet representa una imagen amablemente paródica
de la evolución darwiniana, que tal vez
pueda ser leída también como un guiño crítico frente a la obsesión
neoconservadora por recuperar la literalidad bíblica a través de la teoría
creacionista. El hallazgo de Mayorga
ofrece la posibilidad de proporcionar una mirada de la historia “desde abajo”,
como se dice en el programa de mano, una mirada humilde y persistente, que pasa
inadvertida al personaje
observado,
pero que plantea una profunda revisión de las certezas oficialmente
asumidas y que
acaso podamos relacionar con el inquietante dilema entre historia y memoria, o
con la condición del hombre común ante
la Historia con mayúscula. O con tantas otras cosas. Esta tortuga metafórica y real, inquieta
y paciente, nos llena de interrogantes y nos entreabre innumerables caminos de
reflexión. Y aquí sí, la actriz ha respondido a lo que podía esperarse de un
personaje de semejante envergadura. Y no era una tarea fácil. El trabajo de Carmen Machi es limpio, intenso, sin
concesiones, entrañable y riguroso, matizado y ambicioso, pero sin
demasías ni estridencias.
Otro de los logros
de la función, de este espectáculo grande que quizás induzca a algunas dudas,
pero son dudas fecundas.
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