Lehman Trilogy Massini. Peris-Crítica Imprimir
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Viernes, 07 de Septiembre de 2018 16:14

LEHMAN TRILOGY
LA HISTORIA DEL CAPITALISMO AMERICANO
EN CLAVE DE CABARET.

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  FOTO: www.madridteatro.net

Lehman Trilogyes la historia del capitalismo norteamericano contada siguiendo paso a paso la de una de las familias que la ha escrito. Cada episodio describe sin concesiones a la fantasía, con el rigor que se exige al forense que realiza una autopsia, el proceso que llevó a un joven inmigrante llegado a Estados Unidos en 1844 desde la vieja Europa en busca de un futuro mejor y cómo, una vez alcanzado con creces, sus descendientes, devenidos en especuladores financieros sin escrúpulos ni ética, lo hicieron trizas en la primera década del siglo XXI. Aquel joven se llamaba Heyum Lhemann y procedía de Baviera, donde su padre, judío, era tratante de ganado.  Cuando desembarcó en el puerto de Nueva York tenía 22 años y estaba lejos de sospechar que sus primeros pasos serían un excelente ejemplo de lo que, en 1931, el historiador James Truslow definiría como el sueño americano: la oportunidad de que cualquiera pueda disfrutar de una vida mejor en función de su trabajo y habilidades, con independencia de las circunstancias en las que nace y de la clase social a la que pertenece. En efecto, el muchacho, mudado su nombre original en Henry por error del agente de inmigración que registró su entrada, se trasladó a la ciudad de Montgomery, en el estado sureño de Alabama y allí abrió un establecimiento dedicado a la venta de telas. Su primer nombre, “H. Lehman. Tejidos y Confecciones” se convertiría en “Lehman Brothers” en 1850, tras incorporarse al negocio los dos hermanos que dejaron Europa para seguir sus pasos. Un incendio que arrasó los campos de algodón de la región y arruinó a sus propietarios les animó, para que su comercio no se fuera a pique por falta de clientes, a sustituir el cobro en metálico por su equivalente en especie. Se convirtieron, pues, en compradores de algodón y, la necesidad de convertir el producto en dinero contante y sonante, en proveedores de la industria textil o, dicho de otro modo, en intermediarios entre el productor y el consumidor, lo que, a la postre, resulto ser un negocio bastante más lucrativo. Tanto que, en 1858, el rótulo “Lehman Brothers Compraventa de algodón en bruto”, nuevo nombre del establecimiento, ya lucía en la sucursal que abrieron en la ciudad de Nueva York. No tardaría en quedar obsoleto, porque bien pronto sus inversiones se extendieron a otras áreas económicas: las del café, el tabaco y el carbón. No descuidaron la del algodón, pues, como no hay mal que por bien no venga, el estallido de la Guerra de Secesión en 1861, les llevó a exportarlo al viejo continente. También se subieron al tren del transporte aprovechando la puesta en marcha del proyecto de unir por ferrocarril las dos orillas de Estados Unidos. Si, al cabo, la guerra les vino bien, tampoco les fue mal en la posguerra, pues contribuyeron a la reconstrucción del país haciendo préstamos a quienes lo necesitaban. Fue así como convirtieron el dinero en objeto de trato o venta, entrando a formar parte del muy selecto círculo de los banqueros.  El cambio de siglo trajo consigo el acceso de una nueva generación a la cúpula de la empresa y la entrada en nuevos y variados negocios, como el automovilístico, el del petróleo o el inmobiliario, incluido el de la construcción del Canal de Panamá.  No fueron ajenos a la consolidación de la bolsa de Nueva York como pulmón de las finanzas estadounidenses y es probable que pocos hubieran apostado que saldrían indemnes del crac del 24 de octubre del 29. El hundimiento de Wall Street puso a prueba, no solo su capacidad de supervivencia, sino su olfato para sacar rédito de las situaciones más desfavorables y extremas. No entraron en pánico como otros, sino que analizaron la situación con frialdad de tahúres. La consigna fue resistir. Asistieron a la quiebra de numerosos bancos y, cuando solo quedaban unos pocos, su cumplió su pronóstico. El Estado, ante la paralización de la actividad económica, acudió en su rescate. Con las ayudas recibidas y menos competencia, su poder se hizo inmenso. Infinitamente mayor del que el joven Heyum pudo imaginar al pisar suelo americano, ni siquiera cuando, años después, el dinero empezó a ser la materia prima de sus negocios. Para la ambición de sus descendientes no había límites. Incluso la familia fue convertida en herramienta de poder social y utilizada para crear alianzas estratégicas. Las mujeres que entraban a formar parte de la institución eran elegidas en función de la utilidad que se pudiera obtener, la cual era valorada aplicando baremos que dejaban a un lado los sentimientos.  Cuando en 1969, falleció Robert Lehman, el último miembro de la saga, la firma era dueña de un conglomerado de empresas que incluía bancos y sociedades que gestionaba inversiones y activos financieros. Su capital rondaba los setecientos mil millones de dólares. Sin herederos directos, el control pasó a manos ajenas. Cuando en 15 de septiembre de 2008 el mundo se vio sacudido por su quiebra, tras la fuga de cliente y caída en el mercado de valores como consecuencia de la crisis de las hipotecas basura y de alto riesgo, Lehman Brothers  poseía oficinas en cientos de ciudades de todo el mundo, incluidas las de Tokio y Londres.

Convertir esta crónica en materia teatral no era tarea fácil.  Sin embargo, el italiano Stefano Massini asumió el reto en 2012. Contaba a su favor la sólida formación adquirida en el Piccolo Teatro de Milán junto a Luca Ronconi, con quien empezó a trabajar como asistente invitado en 2001, y su participación en no menos de una decena de puestas en escena. Como dramaturgo, era autor de varias piezas teatrales, una de las cuales, titulada Donna non rieducabile (2007), cuya protagonista es la periodista rusa Anna Politkovsaya asesinada en 2006 por sus críticas a la política de Putin, es un claro ejemplo de teatro documento con formato de monólogo y, en ese sentido, un precedente de la pieza que nos ocupa: un texto narrativo escrito en verso libre con una duración que se aproxima a las cinco horas y que, por otra parte, hunde sus raíces en el en el distanciamiento brechtiano. Imposible no recordar, viéndola, títulos tan representativos del teatro épico como Santa Juana de los mataderos o la parábola escénica La evitable ascensión de Arturo Ui.

Confieso no conocer el texto original de Lehman Trilogy ni si contiene indicaciones que orienten sobre su puesta en escena o el número de actores que deben intervenir. También mi información es escasa sobre los numerosos montajes que han tenido lugar, incluidos el primero, en 2013 en París, y el dirigido por Ronconi en 2015 en el Piccolo. Del único realizado en nuestro país, que tuvo lugar hace dos años en el marco del Festival Grec, con dirección de Roberto Romei y traducción al catalán de Carles Fernández de Giua, apenas sé que se trataba de un espectáculo de tres horas de duración, que contaba con un reparto de seis actores y que, en el tramo final, el protagonizado por el último miembro de la saga, la escenografía representaba un trono que acababa transformándose en el panteón familiar. Por todo ello, me sería difícil adivinar que conserva esta puesta en escena de la propuesta original de Massini, qué toma prestado de las realizadas por otros directores y qué parte es aportación de Peris-Mencheta, si no fuera porque él mismo lo ha explicado de forma detallada. Remito al lector curioso a sus declaraciones para centrarme en el resultado obtenido, el cual, en definitiva, es el objeto de estas líneas.

Aunque la reducción del texto ha debido ser severa, no se tiene la sensación de que, lo escuchado, sea una historia mutilada ni de que se hayan suprimido detalles esenciales. El relato es coherente y se sigue con atención. Digo relato, pues en un relato consiste la propuesta de Massini, aunque en su viaje al escenario mude, a veces, en diálogos puestos en boca de los personajes y, en no pocos momentos, en letra de canciones, sin que por ello el espectáculo entre en la categoría de los musicales. En realidad es otra cosa de difícil calificación, pues contiene elementos pertenecientes a otros géneros teatrales, todos bien traídos y bien ensamblados. El marco que los acoge, diseñado por el escenógrafo Curt Allen Wilmer y excelentemente iluminado por Juan Gómez-Cornejo, contribuye a la necesaria armonía. Todos los escenarios en los que transcurre la acción caben en él. Sobre el esqueleto de una estructura funcional que permite actuar a distintas alturas se alza un escenario que evoca los de los viejos teatros de revista o los locales de cabaré, ribeteados de luces de colores. Pero también, cuando conviene, adquiere el aspecto de esa atracción de feria o de los primeros parques de atracciones que se llama el tren de la bruja. La corona dibujada por los raíles por los que circulan los vagones repletos de niños es aquí plataforma giratoria por la que los actores caminan presurosos sin moverse del sitio o entran por una boca del túnel siendo unos determinados personajes para salir por la otra transformados en otros, con vertiginosa velocidad fregoliana. También hay sitio para una pantalla de quita y pon sobre la que se proyectan, con frecuencia que no supone abuso, imágenes con sabor a documental cinematográfico de época, o para recrear la cadena de montaje de una fábrica de automóviles. No necesitan decorado lugares como los muelles del puerto de Nueva York o los salones en los que cocían sus negocios los Lehman, pues los espectadores los reconocen y amueblan con su imaginación.

Centenar y medio de personajes interpretados por seis actores van y vienen por esta singular escenografía a un ritmo frenético, no tanto al principio de la historia, en que todo es más sosegado, sino cuando, hechos realidad los primeros sueños de los emigrantes, la fiebre del dinero se apodera de ellos y lleva al delirio a sus descendientes. A medida que avanza la acción, el aspecto y el comportamiento de los personajes muda, de seres de carne y hueso, en muñecos. Los actores no son marionetas movidas por hilos, pero actúan como si lo fueran, convirtiéndose en los representantes de la nueva farsa, herederos de quienes con sus máscaras y acrobacias hicieron grande la Comedia del Arte. Elogiar su entrega y esfuerzo es obligado, pero, en los actores, no son méritos suficientes si no vienen acompañados de la calidad de su trabajo. En esta ocasión es sobresaliente, tanto en el plano individual como en el colectivo.  Funcionan con la precisión de un mecanismo de relojería. Sus: nombres, sin que el orden en el que son citados indique prevalencia: Pepe Lorente, Leo Rivera, Aitor Beltrán, Víctor Clavijo, Darío Paso y Litus Ruiz. Salvo el último, que es, junto a Xenia Reguant, Ferrán González y Marta Solaz, responsable de la composición musical, el resto son músicos y cantantes   sobrevenidos, lo cual, a priori no deja de ser un riesgo en un espectáculo en el que la música juega un papel destacado, no solo porque las canciones suponen una forma de narrar que es grata al oído del espectador y, justo es reconocerlo, aligera la densidad del texto, sino, y eso es muy importante, porque los cantables y la música que acompaña la acción son un buen instrumento para conocer mejor la historia mestiza de los Estados Unidos. La del último siglo y medio está recogida en un repertorio que arranca con composiciones corales importadas desde Alemania por los descendientes de la diáspora judía, los espirituales negros, tan arraigados en los estados sureños, y esa secuela, los blues, que acabaría impregnando buena parte de la música popular del país entero. De ritmos de algunas de sus variantes está trufada la función y es una gozada.

Si algo queda por añadir a lo dicho es el reconocimiento al ímprobo y bien ejecutado trabajo de cuantos, fuera de los focos,  están en la trastienda del espectáculo, a quienes, en un inusual gesto de gratitud, el director llamó al escenario a la hora de los saludos.

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  FOTOS: www.madridteatro.net

Título: Lehman Trilogy (Balada para sexteto en tres actos)
Autor: Stefano Massini
Versión: Sergio Peris-Mencheta
Escenografía:  Curt Allen Wilmer (AAPEE) con estudioDedos
Iluminación:  Juan Gómez-Cornejo (A.A.I)
Vestuario: Elda Noriega (AAPEE)
Video y sonido: Joe Alonso
Dirección musical: Litus Ruiz
Composición musical: Litus Ruiz, Xenia Reguant, Ferrán Gonz​​ález, Marta Solaz
Ayudante de dirección:  Xenia Reguant
Asesor canto y baile: Óscar Martínez / Xenia Reguant
Ayudante de escenografía: Eva Ramón
Ayudante de vestuario: Berta Navas
Dirección Producción y Producción Ejecutiva:  Nuria-Cruz Moreno
Ayudante de producción: Blanca Serrano Meana
Auxiliar de producción: Irene García
Director Técnico: Braulio Blanca
Fotografía: Sergio Parra
Diseño gráfico: Eva Ramón
Prensa: María Díaz
Distribución: Fran Ávila
Una producción de Nuria-Cruz Moreno y Sergio Peris-Mencheta para Barco Pirata
Intérpretes: Pepe Lorente,  Leo Rivera,  Víctor Clavijo, Tamar Novas,  Darío Paso, Leandro Rivera  y Litus Ruíz
Dirección:  Sergio Peris-Mencheta
Duración: 3 h (dos descansos incluidos)
Estreno en Madrid: Teatros del Canal (Sala Verde),  24 - VIII - 2018

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     Lehman Trilogy Massini. Peris-Mencheta
   
JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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Última actualización el Viernes, 07 de Septiembre de 2018 16:41