EL BALCON
El gran teatro del mundo
El balcón es la primera obra de Jean Genet. La dio a conocer a mediados de los años cincuenta del pasado siglo y ya en ella aparecen nítidamente reflejadas las ideas que desarrollaría en su obra posterior. La principal, que el teatro debe ir, en sus contenidos argumentales y planteamientos formales, más allá de la realidad que le inspira. Sucede, por citar sólo la obra más representada en España del autor francés, en Las criadas, escrita a partir de un asesinato del que la prensa se ocupó extensamente y que conmocionó a la sociedad francesa. Al teatro le va bien cierta ambigüedad. Si desasosiega al espectador, mejor. También le conviene que no se intente ocultar que cuanto sucede en el escenario es falso. Lo que el espectador presencia es un juego y es bueno recordárselo para que no se llame a engaño. |
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Por eso, Genet recurre una y otra vez a la ceremonia y a la deliberada confusión de los roles. El travestismo es una de sus mejores herramientas Suele ocurrir que los personajes no son lo que su vestuario o sus palabras dan a entender, sino seres ajenos a lo que aparentan, si bien, cuando descubrimos el engaño, es posible que el autor siembre nuevas dudas sobre su verdadera personalidad.
El balcón, lugar desde el que contemplar y ser contemplado, se desarrolla en un prostíbulo que Genet, en la acotación inicial, describe como una sacristía. En sus reservados, los clientes dan rienda suelta a sus fantasías y el público las presencia con curiosidad de voyeur. Un obispo revestido de sus atributos sagrados se comporta con la prostituta que le atiende como si de una pecadora arrepentida se tratara. Por su parte, un juez interroga a una fingida ladrona y hace que un torturador la someta a un duro castigo físico. Y, en fin, un general satisface su deseo de convertir a la mujer cuyos servicios ha contratado en una yegua sobre la que cabalgar. Lo que sucede es que estos representantes de los poderes eclesiástico, judicial y militar no son tales, sino individuos comunes que satisfacen sus delirios disfrazándose de esa guisa y ejerciendo, a su manera, un poder del que, en la vida real, carecen. Irma, la madame que regenta el burdel, conoce bien su cometido y dirige el trabajo de sus pupilas con el rigor del buen director de escena. Teatro dentro del teatro, pues. Pero fuera de ese espacio cerrado ha estallado la revolución y el griterío de las masas que claman por la caída de la monarquía y el establecimiento de un nuevo orden social llega a las estancias del lupanar. Seguramente tampoco es auténtica la revolución, pero todos se comportan como si lo fuera. La nómina de personajes aumenta. Al prostíbulo acuden el jefe de policía y el chambelán de palacio. Éste, para informar de lo sucedido en los palacios real, de justicia y arzobispal, cuyos titulares han sido ejecutados por los revoltosos. Se abre camino la idea de reestablecer el orden y llenar el vacío de poder. De aquello, se ocupará el jefe de policía, viejo conocido de la madame, quien se convertirá en el hombre fuerte capaz de controlar la situación con puño de hierro. De reemplazar a las autoridades derrocadas se ocuparán Irma, que se convertirá en la reina, y los clientes del burdel, que, con su vestuario de guardarropía, suplantarán a los verdaderos obispo, juez y militar. Casi sin darnos cuenta, la sala del burdel desde la que la madame controla su negocio viene a sustituir, como centro de operaciones, al regio salón del palacio arrasado. A estas alturas, nuestra capacidad de asombro se ha agotado. Aceptamos como algo normal que los que han asumido la representación del poder salgan al balcón para saludar a las masas, sin que nos importe demasiado saber si continúan representando su papel de impostores o han asumido que su destino era ese. Y es que ya estamos convencidos de que cuanto sucede sobre el escenario es puro simulacro. Forma parte de una ceremonia que denuncia con saña la corrupción de un poder podrido. El balcón viene a ser una especie de auto, si no sacramental, laico y bárbaro, en el que cada actor representa el papel que le ha sido asignado, como sucede en El gran teatro del mundo.
Ángel Facio, responsable de la puesta en escena, suele presumir de su fidelidad a los autores que le gustan, que, a decir verdad, entre los contemporáneos, son pocos. Ejemplos hay de lo que sucede cuanto cae en sus manos algo que no le interesa. No es el caso que nos ocupa. Genet figura, sin duda, entre sus preferidos, lo que no puede extrañar a quiénes hayan seguido su ya dilatada trayectoria. En el programa de mano no se facilita información sobre la traducción al español del texto original francés ni de quién le ha adaptado, detalle este último importante porque en la versión han desaparecido varios personajes y el texto ha sufrido alguna merma. Hay que suponer que las supresiones son obra del propio Facio, que aparece como responsable de la dramaturgia. Tampoco ha sido fiel a las acotaciones. Así, la sacristía descrita por el autor, presidida por una araña suspendida del techo, ha sido sustituida por un lujoso salón modernista que remite, no sé si conscientemente, a la Barcelona del primer tercio del siglo pasado. Y es que Genet vivió en aquella época en la ciudad condal y frecuentó sus prostíbulos. El recuerdo de lo vivido en ellos inspiro en parte esta obra, según propia confesión. En cuanto a la acción, que Genet sitúa en Paris, ha sido trasladada a España, de modo que, en la revolución callejera, la Marsellesa ha sido sustituida por el himno anarquista y la bandera francesa por la tricolor republicana. En algunos momentos, la acción desborda los límites del escenario a la italiana. Sucede cuando los revoltosos recorren los pasillos del patio de butacas arrojando octavillas o aprovechan el intermedio del espectáculo para adueñarse del vestíbulo del teatro. También cuando sitúa al final de la sala, convertido en escenario de gran guiñol, el balcón al que se asoman los representantes del poder. Sin embargo, a pesar de las libertades que Facio se ha tomado, lo esencial de la transgresora obra está allí y su espíritu permanece intacto. Es un trabajo excelente.
La contribución de los actores al éxito es notable. Facio ha prescindido de figuras de relumbrón. No las necesitaba, como no las necesitó cuando militaba en el teatro independiente. La diferencia es que entonces no podía elegir y ahora sí. Ha compuesto un reparto homogéneo y solvente en el que cada cual interpreta su papel con eficacia. Destaca Yolanda Ulloa en el de la madame, pero todos merecen ser citados, con Paco Maestre, Celia Nadal y Fernando Sansegundo a la cabeza.
Título: El balcón.
Autor: Jean Genet.
Dramaturgia y dirección: Ángel Facio.
Escenografía: Nicolas Bueno.
Vestuario: Begoña del Valle-Iturriaga.
Iluminación: Jaime Llerins.
Intérpretes: Noelia Benítez, Paco Maestre, Yolanda Ulloa, Sonia de Rojas, Celia Nadal, Rafael Núñez, Sergio Macías, Raúl Sanz, Mahue Andugar, Fernando Sansegundo; Alfonso Delgado, Fernando Ruiz, Nadia Doménech, Victor Anciones, Luis Martínez Arasa, Ricardo Moya, Paco Carrillo y Sonia Ofelia Santos.
Estreno en Madrid: Matadero Naves del Español, 6-IV-2010.
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JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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