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El médico de su honra. Reseña 1994. Crítica. PDF Imprimir E-mail
Escrito por Eduardo Pérez Rasilla   
Sábado, 03 de Abril de 2010 17:53

EL MEDICO DE SU HONRA
CAMBIO DE ACTORES

[2008-05-07]

El médico de su honra, fue el primer título con el que comenzó la CompaÑía Nacional de Teatro Clásico en 1989. AÑos más tarde - 1994 - se volvió a retomar con nuevos actores y se presentó en el Festival de Almagro.


 


RESEÑA, 1994
NUM. 254, pp. 21-22

EL MEDICO DE SU HONRA
Cambio de actores

El médico de su honra, fue el primer título con el que comenzó la Compañía Nacional de Teatro Clásico en 1989. Años más tarde - 1994 - se volvió a retomar con nuevos actores y se presentó en el Festival de Almagro.


Título: El médico de su honra.
Autor: Pedro Calderón de la Barca.
Revisión del texto: Rafael Pérez Sierra.
Escenografía, vestuario e iluminación: Carlos Cytrynowski.
Música: Tomás Marco.
Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Intérpretes: Manuel Navarro, Arturo Querejeta,
Héctor Colomé, José Luis Patiño, Adriana azores,
Maribel Lara, Carlos Hipólito, Aitor Tejada,
Concha Sánchez, Sofía Muñiz, Enrique Menéndez,
Pedro Forero, Salvador Sanz, José Olmo,
Anselmo Gervolés, Esther Montoro, Ana Casas,
María Luisa Ferrer.
Dirección: Adolfo Marsillach.
Estreno en Almagro: Hospital de San Juan,
7 – VII- 1994.

CARLOS HIPÓLITO
FOTO: ROS RIBAS

El médico de su honra fue el primer espectáculo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Ahora, ocho años después, se procede a esta revisión en la que lo más destacable es el cambio de los actores y un leve aligeramiento del texto que se utilizó inicialmente. Por lo demás, se han respetado las líneas básicas de la primera puesta en escena. La reposición tiene algo de conmemoración - es el vigési­mo montaje de la Compañía - y también algo de reivindicación de un trabajo que en su momento no fue del todo entendido y suscitó agrias discusiones.

No ha tenido demasiada suerte Calderón de la Barca. La crítica dieciochesca y decimonónica - y su influencia se extiende hasta nuestros días­ nos lo presentó como un ser monstruoso, defensor implacable de un código del honor tan bárbaro como cruel, que choca frontalmente no ya con la mentalidad contemporánea, sino con el mínimo de humanidad o de sensibilidad que cabe esperar en las gentes de bien de todas las épocas. Y cuando estos puntos de vista se han revisado, se nos ha ofrecido con frecuencia la imagen de un Calderón revolucionario, extranjero en su tiempo y ajeno a los problemas filosóficos y culturales del Barroco, cuyos supuestos subvierte desde determinadas corrientes de pensamiento propias del siglo XX.


HÉCTOR COLOMÉ/AITOR TEJADA
FOTO ROS RIBAS
La lectura de El médico de su honra provoca esa sensación de vértigo que reconocemos cuando nos encontramos ante los grandes textos del teatro universal. El dramaturgo se asoma a un abismo con la intención de escudriñarlo y el lector o el espectador que lo acompañan en su aventura sienten la inquietud desasosegante y placentera a la vez de quien se encuentra frente a los problemas y los enigmas últimos de su vida, ante su razón de ser en definitiva. El mejor teatro de Calderón constituye una honda reflexión sobre la libertad y el sentido de la existencia humana y El médico de su honra no es una excepción.

Muy lejos de la lectura elemental que pretende convertir a Calderón en portavoz de un código del honor que decreta la muerte para la mujer que proyecte una sombra de duda sobre su fidelidad conyugal, la pieza plantea el conflicto de unos personajes que aspiran a la felicidad y observan una conducta moralmente correcta, pero que se enfrentan a unas situaciones no queridas por ellos y aparentemente casuales que terminan por provocar su desgracia. Estamos, inequívocamente, ante una estructura típicamente trágica. Pero Calderón es un dramaturgo católico y no piensa que esas casualidades aparentes formen parte de un destino indiferente u hostil al ser humano, sino que pretende plantear precisamente el conflicto entre un hombre que es esencialmente libre y un acontecer histórico que no le pertenece, porque Dios es su único Señor. El ser humano se mueve así en este inquietante filo que determinan su libertad y la voluntad de Dios que el hombre anhela en vano conocer y dominar. Y es de aquí de donde arranca su tragedia.

Marsillach, siguiendo una concepción ideológica y dramática muy determinada y muy propia a la vez, busca una dimensión histórica a la tragedia calderoniana. El director ha corporeizado esas casualidades aparentes del acontecer temporal y las ha convertido en determinantes sociales de la desdicha del hombre. Son las leyes y las costumbres de su tiempo las que hacen desgraciado al ser humano, las que provocan su infelicidad. Cuatro personajes misteriosos vestidos de negro, a la manera de Magritte, se dice en el programa de mano, provocan el cúmulo de acontecimientos casi inverosímiles que precipitan la tragedia.

La fuerza teatral de esta corporeización es innegable, pero además constituye un eficaz procedimiento para solucionar muchos de los problemas escénicos que plantea el texto. Y más cuando Marsillach ha optado por una forma de composición sobria, prácticamente desnuda, que se aleja de los habituales adornos que él mismo suele utilizar para dulcificar o aproximar las arideces o las dificultades de los dramaturgos del XVII. Por lo demás, la acción teatral se desarrolla de manera fluida, aunque en algunos momentos el ritmo pueda resultar excesivamente lento.

Son dignas de elogio la selección de la música y la creación de espacios mediante la iluminación.


CARLOS HIPÓLITO/
ADRIANA OZORES
FOTO: ROS RIBAS

Pero el motivo que justifica verdaderamente la reposición de El médico de su honra es el cambio de los actores que la interpretan, muy superiores en su conjunto - hay excepciones, evidentemente - a los que trabajaron en su primera presentación. Héctor Colomé encarna un rey en el que se combinan el sentido de la dignidad y ese punto de desequilibrio pasional tan frecuente en los personajes calderonianos y que en Pedro el Cruel justifica el presentimiento de ese terrible final de su propia vida que planea sobre él.

Sorprende inicialmente la elección de Carlos Hipólito, cuyo físico no responde al estereotipo, posiblemente arbitrario, que tenemos de don Gutierre. Sin embargo, el actor crea un personaje atribulado, que responde mejor a esa condición de víctima y no sólo de verdugo que sugiere el texto calderoniano y que ha potenciado el montaje. Hay que destacar también en su trabajo la sobria expresividad que consigue en el célebre monólogo de don Gutierre. Adriana Ozores ha progresado y da lo mejor de sí misma en una difícil doña Mencía, uno de los grandes personajes femeninos de la tragedia calderoniana. Se advierte también un trabajo sólido en Arturo Querejeta, Manuel Navarro y, en general, en el conjunto de los actores. Tal vez quepa reprochar una cierta frialdad en algunos momentos, posiblemente porque se han querido evitar actitudes grandilocuentes o patetismos
fáciles
.


Eduardo Pérez – Rasilla
Copyright©pérezrasilla


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Última actualización el Sábado, 01 de Mayo de 2010 19:49
 
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