EDUARDO III
LECTURA DRAMATIZADA EN EL ESPAÑOL
Título: Eduardo III.
Autor: William Shakespeare.
Traducción: Antonio Ballesteros.
Escenografía y vestuario: Tomás Adrián.
Espacio sonoro: Ignacio García.
Iluminación: Juan Antonio Hormigón y Paco
Ariza.
Intérpretes: Héctor Colomé, Rosa Vicente,
Juanma Navas, Pablo Calvo, Nuria Gallardo, Vicente
Gisbert, Moncho Sánchez-Diezma, Ángel Amorós, Miguel
Palenzuela, Claudio Sierra, Julio Escalada, Fidel
Almansa, Jorge Martín, Carlos Rodríguez, Mario Gas,
Mariano Venancio, Antonio Castro, Juana González, Jara
Martínez, Jorge Martín.
Dirección: Juan Antonio Hormigón.
Estreno en Madrid: Teatro Español, 5 – VII
-2005. |
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Un
nuevo texto de Shakespeare no es una noticia menor. Desde
hacía ya algún tiempo se hablaba de Eduardo III como de una
posible obra del dramaturgo inglés. Recientemente ha sido
admitida en el canon shakesperiano, y, casi de forma inmediata,
el texto ha sido traducido al castellano por Antonio
Ballesteros y editado por la ADE.
La presentación del libro se celebró en el Teatro Español el 5 –
VII - 2005, y, a las palabras protocolarias, se añadió una
lectura dramatizada - casi una escenificación- del texto íntegro
de Eduardo III, dirigida por Juan Antonio Hormigón, al
frente de un amplio y brillante elenco de actores.
Juan Antonio Hormigón, ha optado por una lectura
rigurosa, respetuosa y limpia, en la que destaca, nítido, el
texto shakespeariano, pero también está pensada para un
espectador contemporáneo, y, en consecuencia, impregnada de
conciencia histórica, despojada de pretensiones de
reconstrucción mimética del período en el que se sitúa la
acción. Si Shakespeare reinterpretó libremente asuntos de
la historia medieval desde su perspectiva de intelectual del
período en el que el Renacimiento desembocaba en el Barroco,
nada impide una lectura desde la perspectiva contemporánea. Las
herramientas brechtianas resultan así especialmente útiles: el
empleo deliberado del anacronismo, la transformación de los
actores en personajes diferentes, a la vista del espectador, la
conjunción dialéctica de elementos dispares, o una
escenificación que resalta precisamente su condición de teatro,
frente a la pretendida ilusión de realidad, y que persigue un
juicio histórico sereno y lúcido por parte del espectador, son
algunos de los rasgos en los que advertimos esta impronta
brechtiana.
Se ha buscado un diálogo entre diferentes períodos históricos y
sus respectivos problemas, mediante los diversos procedimientos
del espectáculo teatral. El empleo de música de época entra en
relación con el lenguaje preciso y transparente de una
traducción fiel, sin duda, al texto shakespeariano, pero ajena
también a cualquier artificiosidad arcaizante y, por ello,
sentida como contemporánea, sin que esto suponga que el
traductor se haya alejado del original escrito por el dramaturgo
ingles.
El vestuario ha preferido el traje de etiqueta para los hombres,
lo que proporciona simultáneamente tres efectos: por un lado, la
actualización de la acción, por otro, y paradójicamente, una
cierta sensación de intemporalidad, o mejor, de no adscripción
de la historia a un momento determinado. Y por último, y en
relación con la anterior, este vestuario anula las diferencias
entre todos -o casi todos - los personajes, a los que
distinguimos tan sólo - acertada y sencilla solución - por una
banda de color: rojo para los ingleses, azul para los franceses
y negra para los escoceses. Tan sólo el rey, cuya banda se
coloca de forma transversal, presenta una ligera diferencia con
los demás personajes, que parecen inmersos en una misma
dimensión moral y atrapados en unas circunstancias históricas
dominadas por la ambición y la violencia, que encubren bajo su
elegante, impoluto y aséptico vestuario. Algo que,
lamentablemente, nos resulta molestamente familiar y próximo.
La proyección de imágenes que reflejan la extraordinaria e
injusta violencia de la guerra se contrapone también con
eficacia a la elegancia de los trajes y a la limpieza exquisita
del movimiento de los personajes y a la cuidada estilización de
las soluciones escénicas. La presencia continuada de los actores
en escena, independientemente de que intervengan o no en la
acción, contribuye también a esta metateatralidad que libera de
una tensión emocional y de las vicisitudes de una acción, en
ocasiones trepidante, en favor de una actitud más templada y
serena, que nos permita el establecimiento de analogías y la
formulación de juicios analíticos. Esa presencia configura
además una escenografía, humana y plástica, en el entorno de la
escenografía del espectáculo, austera y casi desnuda, con
predominio del negro, que prescinde de elementos ornamentales
innecesarios para resaltar precisamente la labor actoral y la
historia de los personajes imaginados por Shakespeare.
La labor de los actores merece un especial reconocimiento por su
entrega y su dedicación al proyecto, y por la calidad y la
armonía del conjunto. Sin ánimo minusvalorar a nadie, quizás sea
preciso destacar el trabajo de Héctor Colomé, en el papel
de Eduardo III, de Rosa Vicente, en el de la reina
Filipa, el de la joven Carolina Lapausa, en el
papel del príncipe Felipe, y la interpretación siempre
poderosa y sugestiva de Nuria Gallardo, esta vez en el
papel de la condesa de Salisbury.
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