RESEÑA
(NOVIEMBRE 1973)
(Nº 69, pp. 25 – 26) |
LA COCINA
ARNOLD WESKER
(Crítica aparecida en la Revista Reseña. Este año
de 1973 el grupo
de Miguel Narros, director de este montaje, ya
llevaba unos años
interesándose por nuevas líneas teatrales de contenido y
de forma.
William Layton, actor y director, será una de las
piezas claves en esta
renovación de las puestas en escena del teatro en España. Es importante
la denuncia del crítico ante las producciones de
entonces con escaso tiempo
de ensayo. La misma obra en Polonia tuvo siete
meses,
en España mes y medio.) |
Título original: The Kilchen (1958).
Traducción y adaptación: Juan Caño.
Dirección: Miguel Narros.
Ayudante de dirección: Francisco Afán.
Escenografía: Andréz D’Odorlco, realizada por Alberto Valencia.
Intérpretes: Juan Salas (Peler), Malle flrik (Mónique), Joaquín
Hinojosa (Paul), José Renovales (Dimitri), Miguel Nielo
(Raymond), …
Estreno en Madrid: Teatro Goya, septiembre de 1973.
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FOTO: DEMETRIO ENRIQUE |
Wesker, nacido en 1932, se suele incluir dentro del movimiento
teatral inglés conocido por los «angry young men», que señala la
renovación de la escena inglesa en un intento de superar su
calidad indiscutible, pero victoriana, para hablar del hombre de
hoy. Su ascenso como autores se debe al gobierno laborista
instaurado al término de la segunda guerra mundial, quien da a
las clases trabajadoras la posibilidad de acceso a la cultura,
aunque no, como ha expresado el propio Arnold Wesker, la
posibilidad de comunicación, pues en un primer momento se
preocupó simplemente de las necesidades materiales sin
considerar también como de primera necesidad los alimentos de
tipo espiritual. Wesker tuvo que arrancar difícilmente de los
Sindicatos el apoyo a su labor cultural. Dentro de los
dramaturgos incluidos en el mismo movimiento, entre los que
quizá Harold Pinter sea el de más talento y su teatro el más
avanzado, Wesker representa la búsqueda del realismo social y la
consagración de una utopía socialista. En su obra se conjuga el
grito de John Osborne, con el testimonio casi documental de
Shelag Delaney, pero vislumbrando un horizonte en el que la
felicidad humana y la abolición de toda alienación parece
posible. Wesker, como dice una obra suya, nos habla siempre de
Jerusalén en un sentido bíblico de tierra prometida y como
símbolo de que podemos realizar nuestros sueños aquí y ahora.
Tras la trilogía de piezas familiares constituida por Sopa de
pollo con cebada, Raíces y Estamos hablando de Jerusalén, que
constituyen una autobiografía dramática, Patatas fritas a
voluntad y La cocina son obras que retratan la lucha del hombre
contra la sociedad que le oprime y donde la realidad documental
queda trascendida por el anhelo poético de realizar los sueños
del hombre.
Para Arnold Wesker el microcosmos que supone la cocina es la
imagen del mundo, y en este subproletariado de los servicios, de
los emigrantes, de los estudiantes que se pagan su propio
aprendizaje, encuentra las rivalidades, los prejuicios y el
racismo de la sociedad exterior. Sus protagonistas quieren algo
más que supervivir, quieren comunicarse, quieren alcanzar un
auténtico humanismo, y por ello se sublevan contra un engranaje
que, encarnado en el dueño del restaurante, se pregunta qué más
quieren. En La cocina no se puede hablar de la existencia de
unos protagonistas individuales, sino de un protagonista
colectivo, aunque dentro del mismo sobresalgan unas voces sobre
otras porque aportan mayores vivencias o tratan de fabricar
sueños más bellos.
Como espectáculo teatral, La cocina trata de ser un gran ballet
social, en el que es tan importante la evolución conjunta del
cuerpo de baile que constituyen todos los actores como el solo
en aquellos momentos en que se aborda un «paso a dos» dramático.
Miguel Narros, en su puesta en escena, ha cuidado especialmente
la coreografía, pero evidentemente no ha conseguido un nivel
aceptable en la expresión individual, salvo en casos aislados,
como Joaquín Hinojosa en el papel de Paul y el excelente
José
Renovales en Dimitri. Las causas son fácilmente adivinables, la
escasez de ensayos, mes y medio y sin cobrarlos, pese a las
decisiones de las asambleas de actores, y el carácter casi
«amateur» de algunos intérpretes que han tenido que aceptar unas
condiciones desfavorables bien por la vocación de hacer un texto
en el que se cree, bien por necesidad de sobrevivir en las
condiciones infames de la oferta teatral. Conviene recordar que
esta misma obra en Polonia se va a estrenar tras siete meses de
ensayos. Y que en la versión española, aparte de otras
limitaciones, se ha dado el caso de que no funcionara un
magnetofón por haberse estropeado cuando el engranaje conjunto
es fundamental en la obra.
Los defectos señalados, así como el patente ahorro en el
decorado y la falta de utilización de elementos reales como
alimentos y bebidas, indican claramente las contradicciones del
teatro en España, donde la propia esencia de la pieza queda
subordinada al complejo empresarial, en el que se da la paradoja
de que coexistan la propiedad con la productora teatral, ambas
interesadas en repartir beneficios, en una obra de extenso
reparto y, por tanto, costosa y que exige no regatear ninguna
inversión, si se cree en ella. Pero ¿cómo puede creerse en esta
pieza de utopismo social cuando Arnold Wesker es alojado en su
visita a Madrid en una casa donde al tirar de la cadena del
retrete suenan canciones ligeras? Probablemente no se sabe que
Arnold Wesker es un escritor proletario, socialista convencido,
hijo de unos emigrantes rusos pertenecientes al partido
comunista, que es un desilusionado por el «Stalinismo» y que se
preocupa del acceso del pueblo a la cultura, porque en el
Jerusalén del que nos habla piensa que el hombre tendrá algo más
que pan, vestido y fuego, y que necesitará de la cultura porque
es algo más que un animal.
Se da así la profunda contradicción de que el espectáculo más
importante que actualmente se representa en Madrid sea de alguna
manera el más fallido, y que el virtuosismo de movimientos de la
coreografía teatral se coma demasiadas veces el significado de
la obra. Al terminar el primer acto, uno puede decirse que todo
aquello es muy bonito, pero que la continuación es indiferente.
Afortunadamente el tiempo muerto en el trabajo con el que
arranca la segunda parte nos da la clave de unos hombres que
buscan amistad, comunicación y sueños, más allá de la comida
diaria asegurada, del trabajo soportable y de unos gastos
diarios cubiertos.
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CARLOS GORTARI
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