RESEÑA, 1968
(Nº 21, pp. 40 – 519)

CARA DE PLATA

RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN


(Cara de plata se representó por vez primera en 1967 en Barcelona.
Con ella se inauguraba el Teatro Moratín, que dirigía Jaime Salom.
Según el crítico de Reseña fue un éxito y con su representación
se deshizo el prejuicio de la irrepesentabilidad de Cara de Plata.
Otro de los frentes que el crítico deja claro es la no inmoralidad de Valle,
tema recurrente en muchos círculos de la época).


Título: Cara de plata.
Autor: Ramón María del Valle-Inclán.
Escenografía: Emilio Burgos.
Música: Xavier de Montsalvage.
Producción: Jaime Salom.
Intérpretes: Luis Prendes (El Caballero don Juan Manuel Montenegro), Vicente Parra (Cara de Plata), Paquita Ferrandis (Sabelita, ahijada del caballero), Silvia Tortosa (Pichona la Bisbiera).
Dirección: José María Loperena.
Estreno en Barcelona: Teatro Moratín (Director: Jaime Salom), 23 – XII - 1967.

(Foto manipulada a partir del cartel
de Cara de Plata de la versión de 2005
del CDN)

El 23 de diciembre de 1967 se inauguró en Barcelona un nuevo teatro al que su director, el conocido autor Jaime Salom, ha bautizado con el nombre de «Moratín». Acontecimiento grato en días como los nuestros en que vemos cerrarse tanto teatro para ser sustituido por un cine o por un Banco, y más grato aún cuando para levantar el telón se elige una obra como Cara de Plata, que subía así por primera vez en el mundo al palco escénico.

Unas palabras de Salom y otras de Díaz-Plaja, alusivas a la estancia de Moratín en Barcelona, fueron el pórtico de una representación que se esperaba con expectante impaciencia por una serie de razones, de las cuales no era la más leve la dificultad que la obra lleva aparejada para su puesta en escena. Jaime Salom quiso pechar con tal responsabilidad y en verdad que el resultado no pudo ser más satisfactorio.

El crítico, si ha de ser sincero, tiene que reconocer en Cara de Plata una serie de valores literarios que quedaban reservados para quien se decidiese a leerla en cualquiera de las ediciones hasta ahora publicadas; pero no era en modo alguno posible contrastar hasta qué punto una obra, escrita en forma dialogada y con acotaciones, resultaba en efecto representable. Cierto que existía la experiencia de Aguila de blasón, que ya habíamos visto en el T. María Guerrero, mas a pesar de todo se pensaba que Cara de Plata presentaba dificultades de montaje y escenificación muy superiores a la citada. El resultado del empeño, como digo, ha sido concluyente, en cuanto ha venido a ponerse de manifiesto una vez más que Valle - Inclán es autor fácilmente comprensible por su modo de hacer para el espectador del día, y que su teatro puede muy bien parangonarse con el de cualquiera otro de esos escritores extranjeros que tanta admiración y tanta sorpresa han despertado entre nosotros en los últimos años. Con la ventaja, desde luego, que es nuestro; quiero decir, que sus problemas y sus soluciones son españolas, sin contagio alguno de modos y modas de ultra-Pirineos que resultan, en la mayoría de los casos ‘harto sospechosos.

Enjuiciar debidamente Cara de Plata — como otras producciones de su autor — no es tarea fácil para el crítico, si se toma en consideración la complejidad de elementos y de motivaciones que don Ramón María ha introducido en sus obras de este tipo: pintura de costumbres, sátira, denuncia y otras que le conducen de modo casi insensible a esa su particular manera de hacer y de decir que se ha bautizado con el nombre de «esperpentismo», el cual, tal vez iniciado en estas Comedias bárbaras, tiene su exponente más acusado en obras tales como La cabeza del Bautista o La rosa de papel, puestas en escena algún tiempo atrás en el T. María Guerrero. Esperpentismo, por otra parte, que nace de su peculiar manera de ver la vida y las costumbres de su tierra natal, y para llegar al cual le ha bastado pura y simplemente con presentarnos una visión deformante de la realidad gallega.

En este sentido, los personajes de Cara de Plata son eminentemente representativos de una época y de una psicología que ha sido explotada muchas veces por otros autores con un sentido del ridículo del que Valle-Inclán se libra por su exacto conocimiento del terreno que pisa. Quienes hemos vivido más o menos tiempo en Galicia pudimos conocer tipos como los que don Ramón María retrata en sus comedias y en sus novelas. ¿Quién, en efecto, que haya recorrido aquella esquina verde de España no se ha tropezado algún don Juan Manuel Montenegro o alguna Sabelita? Don Galán es tipo que va desapareciendo pero del que se encontraban ejemplares abundantes en el campo, como tampoco faltaban, por desgracia, clérigos muy parecidos al señor abad de Lantañón.

Esto que vengo diciendo trae aparejado como consecuencia el que para enjuiciar Cara de Plata se haga preciso, a más do comprender la particular idiosincrasia del gallego, tener en cuenta el calificativo que el propio Valle-Inclán aplica a su trilogía: Comedias bárbaras. Ahora bien, a poco que pensemos en lo que tenemos delante de nosotros en escena, se nos hará fácil comprender que la barbarie está más en lo exterior que en lo interior: es decir, que son el lenguaje, el gesto, el hecho…, los que rezuman esa barbarie pretendida por el autor; barbarie que, al ser muchas veces deformada, exagerada, conduce al esperpentismo. Todo ello, ciertamente, es de un realismo tremendo, sobrecogedor, hasta llegar a lo que muy bien pudiera calificarse de repulsivo. Calificativo éste que cuadra muy ajustadamente a alguno de los personajes, tales el abad de Lantañón o el sacristán Blas. Pero podríamos preguntarnos hasta qué punto esa barbarie está en el interior de alguno de ellos y, sobre todo, hasta qué punto la comparte el propio autor. En mi opinión, Valle-Inclán utiliza esa «barbarie» para poder fustigar a esos personajes, producto de una sociedad en la que los instintos primitivos conservan una fuerza y un vigor extraordinario. De donde también ese respeto temeroso por lo santo, por la muerte, por la brujería..., notas que todavía se dan en algunas partes de Galicia. Por eso, ValleInclán hace restallar el látigo sobre unos y sobre otros: sobre el señor y sobre el clérigo, sobre la mujer inocente y sobre la de vida airada..., pero siempre deteniéndose ante lo sobrenatural.

Alguien ha hablado de sacrilegio en la escena final de la obra. Nada menos exacto, a mi juicio. Hay que haber seguido el proceso dramático para darse cuenta de que no es así. El abad de Lantañón quiere pasar a todo trance por las tierras de Montenegro y para lograrlo urde una trama diabólica: el sacristán se fingirá enfermo y él, acompañado de sus amigos, le llevará el Viático. Don Juan Manuel sospecha o conoce la trampa que se le tiende…, y no cae en ella, sino que arremete contra el abad, que es el auténticamente sacrílego.

¿Es inmoral Cara de Plata? La respuesta no es fácil, aunque, a decir verdad y si bien se miran las cosas, haya de ser negativa. Acostumbran muchas gentes a confundir realismo e inmoralidad. Cierto que no pocas de las escenas de la obra son de un realismo, como he dicho, crudo y desgarrado. Y, sin embargo, ello no autoriza en buena lógica a concluir que la obra es inmoral. Lo sería si la lección que se desprende de cuanto vemos en el plano escénico fuese que el vicio es bueno y la virtud mala. Mas aquí ocurre precisamente lo contrario: los personajes están pintados de tal modo, sus conductas y sus costumbres son tan monstruosas que ningún espectador con buen sentido y con un poco de entendimiento se sentirá dispuesto a imitarles o a compartir su modo de ser y de obrar. No puede, pues, estimarse inmoral Cara de Plata tomada en su conjunto, aunque algunas escenas lo sean, si se las considera aisladamente.

Estimo sinceramente que mucho más peligrosas son otras obras que se han puesto en escena en estos últimos años y de las que nadie ha acertado a ver la peligrosidad. Tal es el caso, por ejemplo, de Bertold Brecht con su pacifismo comunistoide y anarquizante y hasta me atrevería a decir otro tanto de Alejandro Casona, por su naturalismo y su espiritismo harto patentes en La dama del alba, en La barca sin pescador o en La casa de los siete balcones. Tal es, al menos, mi punto de vista en este orden de cosas; pues que con estas obras y otras, de que no vale la pena hacer mención especial, se infiltran suavemente doctrinas y tesis deletéreas que envenenan las conciencias, al paso que la pintura desgarrada y denunciadora del vicio puede muy bien contribuir a hacerlo repulsivo.

Luis Prendes, Vicente Parra, Paquita Ferrandis y Silvia Tortosa encarnaron ejemplarmente a D. Juan Manuel Montenegro, Cara de Plata, la Pichona y Sabelita. El resto de los actores es también acreedor al elogio, sin que la extensión del reparto me permita citarlos a todos nominalmente. Plácemes a Burgos por sus decorados, reflejo exacto y sugeridor del paisajista gallego, como también a Xavier de Monsalvatge por su música que tantas cosas nos dijo a los que hemos nacido en Galicia.

La dirección de Loperena, exacta para hacer resaltar los valores literarios y plásticos de la obra de don Ramón María. Y para concluir, gracias a Jaime Salom por el soberbio espectáculo ofrecido en la inauguración de su teatro «Moratín», al frente del cual le deseamos una serie ininterrumpida de éxitos.

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JOSE LUIS SANTALÓ
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Teatro Moratín
Director: Jaime Salom (1967)
Barcelona


 

 

 

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