EL SEÑOR IBRAHIM Y LAS FLORES DEL CORÁN
CANTO A LA AMISTAD
Título:
El Señor Ibrahim y las flores del Corán.
Autor: Relato breve de Eric-Emmanuel Schmitt.
Versión teatral: Ernesto Caballero.
Escenografía: José Luis Raymond.
Vestuario: Gema Tabasco.
Iluminación: Miguel Camacho.
Música: Ali Reza Gholami.
Ayudante de dirección: Aitana Galán.
Producción: Centro Dramático Nacional (CDN).
Intérpretes: Juan Margallo (El señor Ibrahim),
Julián Ortega (Momó).
Voz en off: Mario Gas.
Dirección: Ernesto Caballero.
Estreno en Madrid: Sala de la Princesa (Teatro
María Guerrero), 20 – XI - 2004. |
Fotos: Ros Ribas |
En el
mundo en que vivimos, historias tan hermosas como la que
protagonizan el musulmán Ibrahin y el adolescente judío
Momo son poco probables, aunque no imposibles. Claro que la
acción no se sitúa en nuestro tiempo, sino en un pasado no muy
lejano, allá por los años sesenta, cuando Brigitte Bardot
firmaba
autógrafos a sus admiradores y su cuerpo escultural atraía las
miradas de medio mundo. El encuentro de ambos personajes se
produce en París, en la tienda de comestibles propiedad del
musulmán, cuya clientela es la gente del barrio, multirracial y
de extracción modesta. Es un buen hombre, parecido, según dice
el autor de la pieza, a su abuelo, persona dada a la reflexión y
extremadamente amable. El muchacho es uno de sus clientes. Nunca
sonríe porque no tiene motivos para ello. Su vida familiar se
limita a la convivencia con un padre amargado y autoritario,
abogado que, a lo largo de la pieza, perderá su trabajo, le
abandonará y acabará sus días arrojándose al paso de un tren.
Entre esos dos seres de muy distinto carácter, separados por la
edad y pertenecientes a culturas distintas, se establece una
relación que paulatinamente se irá estrechando hasta el punto de
que el anciano pasa, de ser maestro del joven, a adoptarle, de
modo que, a su muerte, le deja, en herencia, la tienda. Antes de
que llegue ese momento, ha dado tiempo a que buena parte de la
sabiduría del señor Ibrahin penetre en el atolondrado
Momo. El aprendizaje incluye un bello viaje imaginario que, sin
salir del reducido espacio de la tienda, les lleva, montados en
una alfombra voladora, hasta la tierra natal de aquél, situada
en la península de Anatolia, la que enlaza Asia con Europa. Momo
será, gracias a la generosidad y paciencia del tendero, un
hombre responsable que observará en la vida y en el negocio una
conducta prudente, aunque eso no lleguemos a saberlo.
El autor del relato que ha dado lugar a esta obra teatral es
Eric-Emmanuel Schmitt, un joven escritor francés del que ya
vimos en España su obra El libertino, cuyo personaje
central es Diderot, al que
conoce muy bien, pues sobre él versó
la tesis doctoral con la que concluyó sus estudios de filosofía.
El señor Ibrahin y las flores del Corán forma parte de una
trilogía en la que aparecen representadas las grandes
religiones. Milapera gira en torno al budismo. Oscar y
Marie-Rose, que pronto veremos en España de la mano de Pérez de
la Fuente y de María Jesús Valdés, aunque con oto título, versa
sobre el cristianismo. La que nos ocupa, lo hace sobre el
judaísmo y el islám. Sin embargo, a pesar de las apariencias, es
dudoso que haya un trasfondo religioso y, si lo hubiera, está
muy difuminado. Es cierto que los dos personajes pertenecen a
religiones distintas, circunstancia que podría dar lugar a un
debate sobre sus creencias. Pero no ha lugar, pues a Momo le
interesa más su iniciación sexual con las prostitutas del barrio
que la oración y otras prácticas habituales en los verdaderos
creyentes. En cuanto a Ibrahin, no se puede negar que tiene el
Corán como libro de cabecera, pero tampoco que su declarado
sufismo obedece, más que a elección sobre el fondo de su
doctrina, a las múltiples posibilidades que ofrece su flexible
naturaleza para interpretrarla, lo que permite elegir el modo de
vida que cada cual prefiere, sin que con ello se perjudique el
fin último de alcanzar a Alá cuando llame a la otra vida. De
hecho, son pocas las alusiones al contenido del libro y de
escaso calado doctrinal. Las flores del Corán a las que alude el
título de la pieza son otras, que pueden ser asumidas tanto
desde la religiosidad como desde el laicismo. Se refieren a
sentimientos humanos como la generosidad y la bondad, y dan
pautas para entender la vida y disfrutarla.
Ernesto Caballero ha adaptado el relato del escritor francés al
teatro, que también ha sido llevado al cine con notable éxito.
Se ha ocupado, además, de la dirección de escena. De su labor
dramatúrgica, hay que señalar que ha captado perfectamente el
espíritu de la obra, que viene a ser, a un tiempo, una
exaltación de la amistad y la descripción del proceso que, de la
mano de su padre adoptivo, sigue el adolescente Momo hasta
ingresar en el mundo de los adultos. Aunque no se borran del
todo las huellas del origen narrativo del texto, evidentes en
los fragmentos dichos por una voz en off, que señalan los saltos
temporales que se producen en la acción y explican los sucesos
que han tenido lugar entre una escena y otra, los diálogos,
escuetos y sencillos, para los que ha encontrado las palabras
justas, son de una gran teatralidad. Ha acertado también en la
puesta en escena en ese espacio reducido y difícil que es la
Sala de la Princesa, pero que, bien utilizado, puede deparar
gratas sorpresas, como ocurre en esta ocasión. Ha contado con la
ayuda de una excelente escenografía de José Luis Raymond, que
reproduce el acogedor y sugerente interior de la tienda, al que
llega la luz de la calle a través de la puerta acristalada y de
un amplio escaparate, situados ambos al fondo del escenario.
Cumplen tales aberturas la función de trampantojo que hace creer
que estamos en un espacio escénico mayor de lo que en realidad
es.
Las butacas están dispuestas alrededor de los otros tres lados
de la estancia, estando el público tan cerca de los géneros en
venta que casi podría tocarlos, y de los actores, que siente su
respiración. Viene bien esa proximidad, sobre todo siendo un
actor de la talla de Juan Margallo el protagonista. Se aprecia
mejor su identificación con el tolerante personaje, que es
absoluta. Además, finge asumir con fines didácticos otras
identidades, entre ellas la de una joven prostituta, la de un
profesor de instituto o la del propio padre del muchacho, y,
aunque lo hace en escenas muy breves, ofrece una interesante
muestra de su amplio repertorio interpretativo, lo que,
tratándose de un actor que se prodiga poco en los escenarios, es
un regalo añadido. Julián Ortega es el muchacho judío, personaje
que carece de la entidad del protagonista, lo que hace más
meritorio su trabajo. La dignidad con la que resuelve su duelo
actoral con Margallo y la desenfadada soltura de que hace gala,
le auguran un futuro prometedor.
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