EL ENFERMO IMAGINARIO
OTROS MALES LE AQUEJAN
MUESTRA DE TEATRO DE LAS AUTONOMÍAS
De martes a sábados: 20:00 horas
Domingos y Festivos: 18:00 horas
Título:
El enfermo imaginario.
Autor: Molìere.
Versión y adaptación: Paco Maciá y Sebastián Ruiz.
Traducción: Francisco Marín Gimeno.
Escenografía: Ángel Haro.
Composición musical: Pepe Ferrer, Marika Kobayaski.
Iluminación: Luis Miguel Utrilla.
Vestuario: Isabel Teruel.
Realización Escenografía: Jesús Herrera.
Realización de vestuario: Antonio Ramírez.
Caracterización: Ana García
Compañía: Ferroviaria (Murcia)
Intérpretes: José Mª Bañón (Argán), Emma López (Antoñita),
Eloísa Azorín (Angélica), Pedro
Cardona (Cleanto/Notario/Fleurant), Pepe Miravete (Tomás
Descompuesto/ Beraldo), Gema Segura
(Belina/Molière). Paco Maciá (Purgón voz en off)
Dirección: Paco Maciá.
Estreno: Círculo de Bellas Artes (Teatro Fernando de
Rojas), 21-IX-2004
Mucho
se ha hablado del escaso interés que despierta el teatro clásico
entre los profesionales de la escena y el público. Que las cosas
han cambiado, lo demuestra que cada vez es más frecuente
encontrar en la cartelera obras debidas a nuestro autores del
Siglo de Oro y a los genios universales, desde los griegos hasta
Shakespeare, Molìere o Goldoni. A diferencia de otros tiempos,
es habitual que, en los programas de mano, el nombre del autor
aparezca acompañado por el del adaptador o el del responsable de
la versión. Raras son las obras que llegan al escenario como
fueron escritas. Hay varias razones que lo explican. Una,
puramente económica. Siendo este repertorio de dominio público,
el adaptador se convierte, por el mero hecho de serlo, en
perceptor de derechos de autor. Pero en la mayoría de los casos
de lo que se trata es de descargar el texto de reiteraciones que
hoy son innecesarias, de sustituir vocablos en desuso por otros
actuales y de acercar, en el caso de los autores extranjeros, la
traducción demasiado literaria de sus obras a un lenguaje más
teatral. Son acciones, claro está, cuya bondad depende de la
capacidad del que las realiza. En las últimas temporadas hemos
visto trabajos ejemplares. En otras ocasiones, el propósito es
servirse de los clásicos para abordar asuntos de hoy y, para
ello, suele trasladarse la acción a nuestros días, situándola en
lugares que entonces no existían, cambiando la profesiones de
los personajes, de manera que un bribón de entonces aparezca
trasformado en ejecutivo, por ejemplo, o vistiendo a los
personajes con ropas actuales. Aunque no siempre, esta operación
suele ir acompañada de la manipulación del texto original. Por
lo general, se altera el orden de las escenas, se suprimen
fragmentos que no interesan a los fines que se persiguen y, a
veces, se añaden otros tomados de obras ajenas o procedentes de
la imaginación del adaptador. También en estos casos, el
resultado viene determinado por la calidad del trasgresor.
Recuérdese aquél histórico Tartufo que pusieron en pie Adolfo
Marsillach y Enrique Llovet que conmocionó a la sociedad
española de entonces.
Sin
embargo, sucede con frecuencia que las alteraciones son
numerosas sin que el espectador intuya qué es lo que las motiva.
Ocurre en El enfermo imaginario que la Compañía
Ferroviaria, de Murcia, ha presentado en la Muestra de Teatro de
las Autonomías. Se sigue el hilo argumental, pero se respeta
poco el texto de Molìere. Así, el que escuchamos en el escenario
está trufado de frases poco afortunadas que nunca hubiera
firmado el escritor francés o de alusiones al mundo del
ciclismo, hasta el punto de que la caída del telón es precedida
por el recitado, por parte de Argán, de los nombres de los
últimos vencedores del Tour de Francia. ¿A qué vienen tantas y
tan gratuitas alteraciones? Lo que nos llega desde el escenario
no proporciona ninguna respuesta que las justifique, ni tampoco
la encontramos en el programa de mano. En él se alude al
espíritu de Molière, del que la compañía se declara devoto, y se
estable como destinatario del espectáculo al público de nuestro
tiempo, como, por otra parte, no puede ser de otro modo. Son
generalidades que nada aclaran. En cambio, respecto a la puesta
en escena, es interesante la afirmación de que los personajes de
Molière proponen un juego dramático en el que el teatro total es
posible. Puede ser cierto si pensamos en las abundantes escenas
caricaturescas que hay en la obra, pero no si consideramos que
su mayor interés radica en su contenido profundamente
humano. En cualquier caso, se habla de teatro total y ahí está
la clave del espectáculo.
Teatro total. Esa es la meta perseguida. La compañía aprovecha
su experiencia en el campo de la danza contemporánea, que le ha
proporcionado algunos premios, para mover a los actores. Danzan,
en efecto, y, a veces, se mueven como las marionetas, que no
deja de ser otra forma de baile. Hay otras manifestaciones de
lenguaje físico, algunas inspiradas en el de los payasos o en él
de los cómicos del cine mudo, y algún asomo de acrobacia
circense ejecutado con la ayuda de poleas. Pero la suma de todo
ello tiene poco que ver con lo que se entiende por teatro total,
lo que no es grave si lo que se ofrece es atractivo. En esta
ocasión sólo lo es en parte. Hay escenas bien resueltas que
gustan al público, pero el espectáculo sufre muchos altibajos,
debidos, en buena medida, a la falta de ritmo, tan importante en
una propuesta como ésta, y a una interpretación, aunque
entusiasta, desigual.
Jerónimo López Mozo
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