DOÑA ROSITA LA SOLTERA
Perfecta factura formal
Título:
Doña Rosita la soltera.
Autor: Federico García Lorca.
Dirección: Miguel Narros.
Escenografía: Andrea D’Odorico.
Vestuario: Miguel Narros, Andrea D’Odorico.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo.
Música: Mariano Díaz.
Coreografía: Manuela Vargas.
Intérpretes: Verónica Forqué (Doña Rosita),
Julieta Serrano (Tía), Alicia Hermida (Ama), Roberto
Quintana (Tío), Fernando Sansegundo (Martín), Ana María
Ventura (Madre de las solteronas), Alberto Rubio
(Sobrino), Eva Román (Manola 1ª, Solterona 2ª), Macarena
Vargas (Manola 2ª, Ayola 2ª), Palmira Ferrer (Manola 3ª,
Solterona 1ª), Perpe Cajas (Solterona 3ª), Rosa Vivas (Ayola
1ª), Antonio Escribano (Muchacho). Jesús Prieto (Señor
X).
Estreno en Madrid: Teatro Español, 8.IX.2004.
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Verónica Forqué
y Macarena Vargas |
Una
sala abarrotada recibe el espectáculo con atención y respeto.
Silencio interrumpido por las risas que subrayan las
intervenciones sentenciosas e incisivas del ama. Aplausos al
final de alguna de las escenas y, más entusiastas al término de
la primera parte. Generosa ovación final a todos. El marco que
ofrece el Teatro Español, la prestigiosa firma de Lorca y la
dirección de Miguel Narros constituyen una garantía de calidad y
el público responde a este reclamo, que refuerza un elenco de
actores experimentados, para los papeles principales.
Vereónica Forqué |
El espectáculo revela una notable perfección formal, un esmerado
cuidado de los detalles. La belleza del vestuario, la elegante y
moderna funcionalidad del espacio escénico, la expresiva y
delicada iluminación responden a un criterio profesional y
estético riguroso, que confirma las expectativas del público más
exigente. Sin embargo, hay algo en este espectáculo que pide un
análisis más estricto. El texto dramático, pese al prestigio de
quien lo firma, evidencia, en mi opinión, una escritura desigual
y vacilante en este caso. La acción avanza con lentitud
desesperante y el conflicto no llega a adquirir dimensiones
verdaderamente universales, no trasciende el ámbito del
melodrama costumbrista, por más que se quiera revestir, por
parte de algunos panegiristas, de denuncia acerca de la
situación de la mujer, que queda desdibujada en medio de
historias menores que tratan de apuntalar en vano la endeble
acción principal. Sobran narraciones colaterales y hasta
personajes, como el de Martín, carentes de función dramática en
la acción dominante.
Otros son presentados con un paupérrimo trazo teatral, como el
tío, dedicado exclusivamente al cultivo de las flores y portador
verbal de una simbología tan evidente que causa rubor. Falta
fuerza en muchos pasajes y sobra, por qué no decirlo, cursilería
expresiva en muchos, demasiados, momentos.
Narros, consciente de todo ello, sin duda, ha recurrido a una
estilización de algunos personajes y situaciones, o al
tratamiento festivo y casi farsesco de otras, mediante la
invención de elementos espectaculares que alivien el tedio o el
empalago de tantos pasajes. O a la sobria y excelente labor
actoral de Fernando Sansegundo en la imposible escena de
Martín. Pero no siempre es posible resolver las carencias del
texto, ni se consigue, en todos los casos, armonizar unas
soluciones escénicas que transitan de lo trágico a lo cómico y
de lo lírico a lo costumbrista, porque falta muchas veces una
razón dramática poderosa que lo justifique. Y todo ello a pesar
del esfuerzo de la dirección, cuyo principal defecto es,
precisamente, que se advierten demasiado los propósitos de
salvar lo insalvable. De este modo, el espectáculo se deja ver
con agrado, pero se siente el peso de la lentitud y de la falta
de verdadera dramaticidad, que invita a preguntarse incluso
sobre la necesidad de un trabajo, impecable, sí, pero previsible
y hasta redundante.
La interpretación no siempre evita estos problemas. La labor de
Verónica Forqué parece errática y desmesurada, ajena a
todo cuanto acontece en escena. La creación de un actor solvente
como Roberto Quintana se resiente de la falta de
condiciones de su personaje. Muchos otros quedan en el mero
bosquejo a que aboca su presencia en la escena. El trabajo que
realiza Julieta Serrano es correcto, pero sin brillo. Sí
lo consigue, sin embargo, Alicia Hermida, en el
agradecido papel del ama, enésima versión de la fiel y
deslenguada sirvienta de la tradición teatral española,
portadora del ingenio y el sentido común, que tan buenos
resultados ha proporcionado y proporciona en nuestro escenarios
y a los que tantas buenas actrices han sabido dar adecuada
respuesta. Para ella fueron las ovaciones más entusiastas de la
noche. Y funcionó también el trabajo interpretativo de Ana
María Ventura en otro personaje eterno del teatro y de la
literatura española: la mujer que tiene que mantener a sus hijas
y sostener además un nivel social muy superior a los ingresos
económicos y ha de recurrir para ello a la simulación y adoptar
pintorescas estrategias. Queda consignado también el trabajo
pleno de profesionalidad de Fernando Sansegundo, cuya
labor merece, una vez más, el reconocimiento del crítico.
Eduardo Pérez – Rasilla
copyrigth©pérezrasilla
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