.:: Crítica Teatro ::.

RESEÑA, 1990
NUM. 208, pp. 3

LAS MOCEDADES DEL CID
Pasado y bien pasado


Título: Las mocedades del Cid.
Autor: Guillén de Castro.
Intérpretes: José María Rodero, Arturo López, Milena Montes, Ana Torrent, Lolo Garda, Enrique Cerro, Manuel Torremocha, Juan Carlos Naya y un largo etcétera.
Escenografía: Gil Parranda.
Música: Antón Garda Abril.
Dirección: Gustavo Pérez Puig.
Estreno en Madrid: Teatro Español, 16-V-90.


JUAN CARLOS NAYA
FOTO: JESÚS ALCÁNTARA

Al nuevo director del Español le preocupa «no caer en desmérito frente a sus antecesores.» Para lograrlo, Pérez Puig adelantó en su día una amplia programación en la que pretende recuperar autores como Echegaray, Muñoz Seca, los Quintero... Su primera dirección personal ha volado, sin embargo, hasta el siglo XVII. Guillén de Castro forma parte, como se sabe, del ciclo creativo de Lope de Vega, pero el autor tenía ya muy granada su obra cuando apareció El arte nuevo de hacer comedias. Este Cid significa su aportación más sólida al movimiento teatral de la época. El héroe español aparece con todos los rasgos del agonizante Barroco, tan lúcido en formas, tan sospechoso en contenidos. El texto daría lugar a Le Cid, que tantos pesares ocasionara a la Academia Francesa y, en consecuencia, a su autor, Corneille.
 

FOTO: JESÚS ALCÁNTARA
No se trataba ahora, ya se comprende, de apesadumbrar a nadie. Este joven Cid es lo nuestro, lo propio, lo de siempre. La eterna España -Castilla es su estandarte- paridora de caballeros recios, fieles hasta la muerte a su rey, luchadores incansables contra los infieles de turno, apasionados, plenos de honor personal y defensores del social. No se puede pedir más. Lo de menos es que Guillén de Castro acertara plenamente en su intento. Sabido y bien sabido es que no acertó, pero eso carece de importancia ya.

Pérez Puig toma la leyenda tal y como viene, coloreando lo ya dibujado, remarcando sus aspectos más emotivos y gallardos, destacando todo lo que al sempiterno honor patrio compete. Se vale para ello de una puesta en escena que busca la grandiosidad y lo que de verdad encuentra es un torpe cúmulo de piedras acartonadas cuyos volúmenes pretenden cubrir, sin lograrlo, múltiples cometidos. El desaforado cambio de escenas se soluciona con implacables y persistentes apagones que una adecuada música heroica no logra paliar. Esto es lo primero que fatiga, pero no lo único. A veces, incluso, la fatiga deja paso a un malestar de mayor rango: el leprososanto que premia la generosidad del protagonista concediéndole todo tipo de futuras victorias, y que asciende luego sobre visi­ble plataforma que los muchos humos no consiguen camuflar; el intento de cubrir escenas con el pasar injustificado de varios personajes que simulan hablar o reír; los muy falsos combates; la búsqueda desesperada del viejo aplauso (aquél que Antoine, ¡a principios de siglo!, destacaba como pernicioso mal en los actores de su época) tras la frase definitiva, patriotera, dicha de frente, por derecho y sin pudor.

Entre un marco de grandes preten­siones escenográficas fallidas y la atmósfera de rancia teatralidad, los personajes aparecen, por fuerza, como figuras planas de baraja española. Algunos, no obstante, gozan del buen oficio y poder de seducción de sus intérpretes. Es el caso del Rey Fernando I incorporado por Arturo López. Es el caso, sobre todos, de Don Diego Laínez, padre del Cid, al que José María Rodero presta serenidad, firmeza en la voz y todo el realismo que el verso permite. A su alrededor gira, sin duda, el esfuerzo común. Otros, de mayor juventud y falta de escuela, intentan suplir sus carencias con tensiones excesivas. Es el caso de Juan Carlos Naya (D. Rodrigo Díaz de Vivar), Ana Torrent (Doña Jimena), Lolo García (Príncipe D. Sancho). Los restantes, que son los más, van y vienen, comentan o enmudecen sin aportación propia alguna, como simples comparsas que el director distribuye con dudoso buen criterio.
JOSÉ MARÍA RODERO
FOTO: JESÚS ALCÁNTARA

El conjunto de lo visto no suscita esperanza alguna sobre lo que, en adelante, veremos en este entrañable escenario, que parece retroceder has­ta los peores tiempos de su programación. Y es que Pérez Puig responde a unos esquemas (y no sólo artísticos, por cierto) que luchan desesperadamente por mantener vivo lo que cosificado y bien cosificado está. Los muchos aplausos de los incondicionales, que interrumpen las escenas y crean un clamor «guerrero» tan inquietante como injustificado, dan fe, por paradójico que parezca, de esta pretensión que logrará paralizar el avance de un teatro, pero no el progreso de Nuestro Teatro.


MIGUEL MEDINA VICARIO
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Teatro Español
Aforo: 760
Director: Gustavo Pérz Puig
C/ Príncipe, 25
28012- Madrid
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Tf. 91 3601484
Metro: Sevilla y Sol
Parking: Pz. Santa Ana,
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y Tel-entrada (24 horas) 902 10 12 12