.:: Crítica Teatro ::.

RESEÑA, 2000
NUM. 312, pp. 32

¿Quién teme a Virginia Woolf?
El retorno de Adolfo Marsillach


Título: ¿Quién teme a Virginia Woolf?
Autor: Edward Albee.
Versión y dirección: Adolfo Marsillach.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo.
Figurines y escenografía: Alfonso Barajas.
Intérpretes: Nuria Espert (Marta), Adolfo Marsillach (George), Marta Fernández-Muro (Honey), Pep Munné (Nick).
Estreno en Barcelona: Teatre Tivoli, 7 –Xl - 1999.

ADOLFO MARSILLACH

Cabe preguntarse si es cierta la presunción de George E. Wellwarth, cuando concede poca importancia a ¿Quién teme a Virginia Woolf? en el conjunto de la obra de Edward Albee, considerándola una obra que se basta y se sobra en una mera apariencia de profundidad. Lo cierto es que la pieza está considerada como un clásico contemporáneo y cabe ver en ella algo así como una parábola de la decadencia y caída de la sociedad norteamericana, o de la bancarrota moral de la intelectualidad universal, o del conflicto entre el humanismo y la deshumanización de la ciencia. Son posibles lecturas maximalistas que, en todo caso, no empequeñecen el hecho de que lo básico en la obra sea el empleo de la fórmula del house party, un terreno propicio a las retóricas sofisticadas de Noel Coward e incluso de T. S. Eliot, que Albee sitúa en la raigambre de la “lucha de cerebros” de las piezas de Strindberg. Ese diríamos que es su terreno de juego más propio, por más que autores como Thomas E. Porter hayan aplicado a la obra una lectura de corte mitopoético que encuentra, por ejemplo, analogías con el Fausto de Goethe.

Verdadera sátira de los usos y costumbres de una universidad cualquiera de Nueva Inglaterra, hay que situar en el equívoco crítico que pende sobre la obra las magistrales interpretaciones que Richard Burton y Elisabeth Taylor hicieron de George y Martha, los protagonistas de la obra, en la versión cinematográfica de Mike Nichols de 1966. Por más que se le escatimen o se le regalen valores profundos, no puede sustraerse a sus valores intrínsicos que la obra depende directamente de un par de divos capaces de tirar adelante la fiesta de insultos y enfrentamientos que George y Martha desparraman a lo largo de toda la obra. Es en definitiva toda esa carnaza de violencia etílica, pasada por el voyeurismo de entrever los aspectos autobiográficos de las interpretaciones de Burton y Taylor, lo que confiere a la pieza su aroma peculiar, su más intrínseca virtud. Este componente divista, y no otro a juzgar por el montaje que reseñamos, es el que parece haber atraído a Adolfo Marsillach y Núria Espert, tal vez nuestros últimos divos, a unir sus esfuerzos en esta convencional puesta en escena del clásico de Albee, algunos años después de que la obra tentara en este registro divista a la actriz cómica Amparo Moreno y a Herman Bonnin, una operación fracasada que, al menos en lo artístico, aquí se ha vuelto a repetir.


NURIA ESPERT/
ADOLFO MARSILLACH

Por más que Marsillach cite en el programa de mano a Huizinga, o que se pregunte sobre el misterioso significado del título de la pieza, ciertamente extraño y aparentemente inconexo con el sentido de la obra, lo cierto es que la adaptación, la puesta en escena del propio Marsillach, brilla en un ritmo cansino, arrítmico, desmayado, sin alcanzar en apenas ningún momento toda la sobrecogedora atmósfera de decadencia conyugal que parece pedir una obra donde escarbar en las heridas psicológicas del otro lo es todo. Para empezar parece un error una funcional escenografía que hace inconcretos los años de origen de la pieza. Todo el posible sentido de la pieza, remitida a la incertidumbre que causaron los años keynedianos, se diluye así en el estricto sentido de los juegos de salón que practican George y Martha ante sus dos invitado, el matrimonio formado por Nick y Honey. Terreno abonado para un sublime ejercicio a lo Actor's Studio según el modelo original, también nos encontramos aquí con que la impronta de Marsillach ha basculado el canibalismo psicológico de la pieza hacia regiones más civilizadas y pacíficas. Todo se juega en la técnica diderotiana del fingimiento, lo que pronto afecta al ritmo de una pieza tampoco demasiado lograda en cuanto a la originalidad de su lenguaje, un tanto tópica en las situaciones, los diálogos y los insultos. Núria Espert salva su parte con mayor convicción. Igualmente de técnica diderotiana, su Martha pone en todo caso la carne en el asador, y brilla en el relieve de gata en celo que le infundió el autor. Pep Munne y Marta Fernández-Muro, como Nick y Money, se limitan a cumplir. Marsillach, por su parte, es demasiado mayor para el personaje, sus movimientos son poco ágiles, y parecen pesarle los 17 años que llevaba sin pisar un escenario. La borrachera de George parece en todo momento poco creíble, y todo en conjunto hace que lleguemos al desenlace, cuando descubrimos la inexistencia del supuesto hijo del matrimonio, algo cansados de unas riñas conyugales sin apenas entidad, poco creíbles, y cuya última significación se nos va escapando en el transcurso de la pieza.

En resumen, una poca afortunada puesta en escena de un clásico del moderno teatro americano, malogrado por un enfoque insuficiente e ineficaz a lo que parecía reclamar objetivamente el material de partida. Otra cuestión es la mayoritaria respuesta del público al concentrado divismo, entusiasta en todo momento, y ajeno a todas estas cuestiones. Una buena operación comercial, pues, que en cualquier caso nos deja en la perplejidad.


Ferrán Corbella
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