SAINETES
UN ESLABÓN ENTRE
EL ENTREMÉS Y EL ESPERPENTO
FOTOS: CHICHO |
Título: Sainetes.
Autor: Ramón de la Cruz.
Versión: Ernesto Caballero.
Asesor literario: Fernando Doménech
Escenografía: José Luis Raymond.
Vestuario: Javier Artiñano.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo (A.A.I.).
Coreografía: Pilar Andújar
Música: Alicia Lázaro.
Intérpretes: Cecilia Solaguren (Granadina), Juan Carlos Talavera
(Ribera), Natalia Hernández (Polonia), Rosa Savoini (Pereira),
Victoria Tejeiro (Guzmana), Ivana Heredia (Mariana), Iñaki
Rikarte (Ponce), Carles Moreu (Ayala), Mª Jesús Llorente
(Cortinas), Carmen Gutiérrez (Garcesa), Jorge Martín (Garrido),
David Lorente (Chinica), Susana Hernández (Mayora), José Luis
Alcobendas (Ibarro), José Luis Patiño Espejo) y Eduardo Mayo
(Campano).
Músicos: Melissa Castillo (Violín), Luzma Fernández
(Fortepiano), Marta González (Violín) y Gartxot Ortiz
(Violoncello).
Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Dirección: Ernesto Caballero.
Estreno: Teatro Pavón, 16 – IV - 2006.
Don Ramón de la Cruz fue autor famoso y de éxito en la
segunda mitad del siglo XVIII. No gozó, sin embargo, de la
simpatía de sus colegas, uno de los cuales, Nicolás Fernández
Moratín, le situó entre “los poetastros o versificantes
saineteros y entremeteros”. Los demás, entre los que cabe
citar a Tomás de Iriarte, Samaniego y Leandro
Fernández Moratín, no fueron más generosos con la máxima
figura del sainete o, si se prefiere, del entremés dieciochesco.
Estos representantes de la Ilustración, que contemplaban el
teatro como una herramienta educativa, descalificaban a nuestro
autor por considerarle ajeno a ese interés, por más que sus
obras, de sencilla factura y cómico talante, contuvieran una
crítica, eso sí, amable, propia del género, de los hábitos
sociales de sus contemporáneos. Tras su muerte, acaecida en
1794, su fama decreció y, poco a poco, su abundante producción
fue cayendo en el olvido. Hoy, el nombre del escritor es más
conocido por la madrileña calle que lleva su nombre que por su
obra. Quiénes intenten conocerla, apenas encontrarán en las
librerías, de los varios centenares de piezas que compuso,
apenas una docena de sainetes.
FOTO: CHICHO |
Cuantos de entonces acá han estudiado su teatro, no han
contribuido a rescatar su figura. Con excepción de Menéndez
Pelayo, el cual afirmó que quién de verdad quiera conocer la
España del XVIII deberá acudir a los sainetes de Ramón de la
Cruz, los demás consideran que su teatro es puro costumbrismo y,
en consecuencia, intrascendente y de cortos vuelos. Ruiz Ramón
lo resumió diciendo que la pretensión de nuestro autor de
retratar hombres no fue más allá de retratar sus vestidos y
pelucas. Era necesario este preámbulo para valorar mejor la
decisión de Eduardo Vasco de recuperar el teatro de un autor
menor sin sitio entre los grandes y hacerlo, precisamente,
incluyéndolo en la programación del centro nacional que dirige.
Digamos ya que, con este paso, ha culminado un proceso, aunque
distinto, tan importante como el desarrollado por Marsillach
cuando creó la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Si entonces
el objetivo era descubrir a nuestros clásicos y hacerlos
atractivos para un público poco acostumbrado a ellos, ahora lo
que se pretende es abandonar caminos trillados y salirse de las
lindes del Siglo de Oro.
FOTO: CHICHO |
La puesta en escena ha sido encomendada a Ernesto Caballero,
quién ha realizado un excelente trabajo, tanto en la concepción
del espectáculo, como en su materialización. No hubiera sido
lógico pretender convencer al público de hoy del interés de un
teatro que fue popular en su tiempo y dejó de serlo enseguida.
Ni sus personajes ni los asuntos que trata tienen atractivo ni
vigencia. No podía plantearse, pues, como una actualización de
sus contenidos, sino como la recreación de un teatro concebido
para divertir al respetable en los intermedios de las largas y a
veces tediosas funciones que se ofrecían en los teatros. Para
dicha recreación ha recurrido a la fórmula de teatro en el
teatro. En escena, un grupo de cómicos de la época prepara el
estreno de algunas obras de Ramón de la Cruz, de modo que, lo
que para ellos son ensayos, es representación para el público
que ocupa la sala. Cuatro han sido las elegidas. Las dos
primeras, La ridícula embarazada y El almacén de las novias,
poco conocidas. En aquella, asistimos a los disparatados antojos
de una mujer que va a parir y, en ésta, a las peripecias de un
hombre que, deseando encontrar esposa, es conducido por su
criado a un establecimiento en el que la mercancía son mozas
casaderas. Sigue La república de las mujeres, en la que éstas, a
la manera de las amazonas, se ocupan del gobierno, mientras los
hombres son obligados a realizar las tareas que habitualmente
cumplen ellas. Se concluye con El Manolo, la más conocida,
tragedia para reír o sainete para llorar, protagonizada por un
tipo a mitad de camino entre un héroe de barrio y un personaje
condenado a un destino trágico.
FOTO: CHICHO |
En un bello decorado dieciochesco diseñado por José Luis
Raymond, que se une a la platea por una ancha escalera que rompe
la cuarta pared, los actores se mueven con desenfado. Se trata,
en su mayoría, de gente joven con sólida formación, no sólo
actoral, sino en los campos de la canción y la danza. Entre los
más veteranos, Juan Carlos Talavera, que oficia de maestro de
ceremonias. En un lateral se alza un tablado ocupado por cuatro
músicos que ofrecen, junto a alguna de nueva factura, partituras
del siglo XVIII rescatadas del olvido por Alicia Lázaro. Gran
fiesta teatral la que tiene lugar en el escenario del Pavón. Un
gozo para los simples aficionados y, para los que gustan de
seguir el hilo de la historia de nuestro arte dramático, el
añadido de que en la obra de ese autor olvidado y minusvalorado
está, por un lado, el poso dejado por los predecesores que
cultivaron el entremés y, por otro, la sorpresa de que en su
estética latía las que mucho después desarrollaron Valle-Inclán
y Francisco Nieva.
|