The littel match girl (La pequeña cerillera o La niña
de los fósforos) es un cuento, de los más tristes, de Hans Christian Andersen (Odense (Dinamarca), 2 de abril de 1805/ 4
de agosto de 1875). Casi no pasa nada: una niña que vende cerillas en la
calle, muere congelada de frío. Mínimo de acción y de texto. No es fácil
llevarla a escena, porque casi no sucede nada.
El bicentenario del nacimiento de Andersen ha llevado al grupo musical The Tigre Lillies (1989), liderado por Martín Jacques y al director británico Dan Jemmet – afincado en París desde hace 10 años - a
escenificar este cuento de Andersen que
en España también se ha traducido como La niña de los fósforos.
Es un cuento breve en el que como en otros cuentos de Andersen, la muerte como liberadora
viene en apoyo de una existencia triste y desamparada. La infructuosa venta de
las cerillas, le lleva a la niña a que pueda calentarse durante el
tracto de tiempo que la llama se mantiene encendida. Y en cada llama ilumina un
mundo de deseos y esperanzas que desaparece en cuanto la llama se extingue. En
el cuento hay una figura a la que la niña teme sin no vende las cerillas.
Una versiones hablan de una madrastra: “su
madrastra la maltrataría” y otras de un padre: “su padre le pegaría”
BOBO GOODY
FOTO: RICHARD HAUGHTON |
Dan Jemet idea una
peculiar puesta en escena y para nada se plantea el cuento para niños,
como siempre nos imaginamos que hay que hacer con Andersen. Es una fábula para adultos. Parte de 12 canciones que el
grupo The Tiger Lillies había
compuesto para The Little Match Girl, con
motivo de este bicentenario de Andersen. Este grupo acostumbra a inspirarse en
historias ajenas que luego traslada a sus canciones. Su estilo campea por los
bajos fondos del Soho, bebe del Berlín musical de Kurt Weill y los cantantes de “blues” y de cabaret son sus pilares,
según confesión propia. Por lo tanto una apoyatura fuerte para Jemmet es la base musical. Y estando
las cosas así se podría hablar de una
“pequeña ópera”, en la que hay una disociación entre los cantantes y los personajes. Ellos
– los personajes - no cantan sino que son como intérpretes de una película muda. En
declaraciones del propio Jemmet, el director de cine D. W. Griffith fue una de sus mayores
inspiraciones con su película Lirios
rotos (1919), interpretada por Lilian
Gish, cuyo personaje transita, sola, por las calles en una serie de
encuadres muy cerrados. |
Canciones por un lado e imágenes por otro. El modo de fusionarlas
me ha recordado al sistema que, en el medioevo y en los posteriores siglos,
utilizaban los cuenta-cuentos o los cronistas de crímenes callejeros que
desenrollaban un tapiz con una serie de viñetas y un cantor iba
entonando la historia o informándonos de los que uno y otro personaje decía.
En esta ocasión el tapiz se transforma en una embocadura de teatro que se repite una y otra
vez como cuando un espejo refleja la misma imagen y se multiplica hasta el
infinito. Cada embocadura posee su telón-cortina rojo que se abre y se cierra
mostrándonos las imágenes de la cerillera acosada por las adversidades y consolada
por sus ilusiones. A los dos lados de la primera embocadura y fuera de
ella dos ambientes. En uno, el grupo musical con el cantante Martyn Jacques; en el otro, la
alusión a la vivienda
de la cerillera y un anciano bebedor ¿su padre? – en esta versión se
recurre al padre y no a la madrastra - que se concreta en una mesa y una
nevera.
|
LILIAN GISH |
Es
toda una concepción novedosa a caballo entre el cuenta-cuentos medieval y el
cine mudo, también comentado por los títulos y la música. Las 12 canciones de Martyn Jacques son propiamente la
narración verbal y su apoyo musical crea los ambientes. La voz, a veces en
falsete, de Martyn crea el climax de
cada escena.
Laetitia Angot y Bob
Goody dan vida, respectivamente, a la niña y al anciano
padre, un deshecho social animado y destruido por el alcohol. No hay
diálogos para ellos. Los dos incorporan bien sus personajes, aportando una gran
expresividad. Esta elección muda sirve a la narración de Andersen, en la que los lectores parecemos una especie de “voyeurs”
que solamente observamos desde una ventana. O bien, simplemente transeúntes.
Hay, por tanto, una puesta en escena original, en la que la imagen es muy
sugerente. Se han escogido momentos cruciales de la historia familiar y de la
historia callejera y a través de ellos se nos da una visión triste y
enternecedora de los dos personajes.
The Tiger Lillies
FOTO: RICHARD HAUGHTON |
El hecho de recurrir al teatro dentro del teatro y dentro
del teatro con esas sucesivas embocaduras, además de lo apuntado de una
adaptación moderna del cuenta-cuentos, produce un cierto efecto distanciador.
Si tenemos en cuenta las declaraciones del propio director, con este
tratamiento rememora a sus padres – cómicos de teatro popular – y al mismo
tiempo evoca la incineración de su propio padre, después de la muerte: “el ataúd se perdió detrás de un telón que
también se cerró”. La muerte en Andersen es casi una obsesión. Y la muerte es el final benefactor para la niña
cerillera. Y la muerte, en
realidad, es hacer caer el telón en la vida de una persona.
El telón siempre es el final de una obra o una situación. La propuesta de Jemmet, más allá de la historia de Andersen, termina por ser una reflexión
sobre la crueldad de la vida y la liberación final hacia un mundo mejor. |
La
duración del espectáculo – 1 hora – está en su punto justo. El ritmo de cierta
lentitud es el adecuado y viene pautado por las propias canciones que poseen
melancolía, alegría o esperanza. Ellas nos comunican el estado de ánimo de cada situación y Martyn Jacques, con sus registros
varios, recrea el “pathos” de cada situación. Imagen y música componen un bello
poema dramático-musical.
La
muerte, en Andersen, le llega a la
niña por congelamiento. Las
cerillas, por su luz y calor, son la vida. La luz ilumina un posible mundo que
a ella se le ha negado y el calor regula temperatura corporal para poder vivir.
En la versión de Jemmet, la
niña muere también congelada, pero aquí el director da un salto casi
surrealista. La niña se encierra – entierra – en la nevera de la casa.
Una imagen llena de connotaciones, puesto que los cadáveres van a las cámaras
frigoríficas mientras no se desentierran o incineran. Muchas de esas cámaras están
destinadas a los muertos sin identificar o a los asesinados. Jemmet parece hacer, también, un
homenaje a todos esos seres que pasan por la existencia sin que nadie los
reclame para nada, ni en la vida ni en la muerte.
Esta
es la gran virtud de lo que nos ofrece Jemmet:
una narración escénica en el que deja hablar a la imagen, llena de
connotaciones como cuando contemplamos un cuadro.
A
pesar de lo dicho, no todo el público estuvo conforme. El día que asistí a la
representación – no en el estreno - hubo cierto desconcierto y se insinuó un
discreto pateo, ahogado por los aplausos.